domingo, 26 de junio de 2016

Hablando del tiempo

J.A.Xesteira
Nunca se habló tanto del tiempo, el tiempo atmosférico, digo. En cualquier cadena de televisión dedican más espacio a mostrarnos el tiempo que va a hacer que al resto de noticias (comprobado con cronómetro), y las personas encargadas de decirnos si llueve a las cuatro o entra un frente de bajas presiones, explican con gran profusión de términos científicos y tal despliegue de medios técnicos por satélite que hace que cualquiera sepa calibrar en cada momento en que circunstancias meteorológicas se encuentra. Hace pocos años bastaba con decir que hacía frio o calor o llovia o estaba seco, para justificar ese encuentro con una persona en la calle; ahora es necesario añadir, además, la temperatura exacta del momento (todos nos dicen lo que marcaba su coche cuando lo cogieron por la mañana) y hablan de la sensación térmica como si fuera cosa del común. Los datos; vivimos en el momento de los datos, y todos queremos tenerlos a mano, como si nos fueran a servir para algo; al momento de comenzar a hablar de cualquier cosa, del tiempo, por ejemplo, nuestro interlocutor echa mano del teléfono (todavía le llamamos teléfono, pero habría que pensar en cambiarle de nombre, buscar uno genérico, porque ya no es un teléfono, al menos no es sólo un teléfono, ya es otra cosa que nos ata a un mundo que nos aprisiona cada vez más en la pantallita brillante) y nos dice exactamente la última información de la estación meteorológica, como si con esos datos nuestro frío (o calor) se atenuasen y la lluvia no nos molestase tanto al saber que sólo había una humedad del 50 por ciento.
Hablamos mucho del tiempo porque es de lo que se habla cuando no hay de que hablar. De hecho yo estoy hablando del tiempo porque, por razones personales vacacionales tengo que escribir este artículo con más antelación de la acostumbrada, y los temas del futuro inmediato todavía están por venir. Antes, cuando un articulista no sabía de qué hablar hablaba de la televisión, pero ahora, dado el grado de depauperación cultural y mental de la abundante oferta de canales televisivos, convertidos en un bucle espacio-temporal en el que se nos aparece Chuck Norris a cada instante, mezclado con los monologuistas, los tertulianos y los cocineros, no hay otro tema para hablar, cuando no hay de qué hablar, que del tiempo. Porque del tiempo se habla por hablar, porque no es opinable sino constatable; por mucho que sepamos datos del momento atmosférico, no se puede opinar, salvo que entremos en el terreno del cambio climático, que es el colofón preciso para remachar las anormalidades del clima cuando decimos que el tiempo está loco siempre de añadimos la coletilla de que es el cambio climático (mi abuelo decía hace muchos años que eso era por “las atómicas, que lo joden todo”)
Cierto que hay otros temas sobre los que hablar. Sobre todo de política, que es como el tiempo, pero con más cachondeo; el tiempo es dato, la política es comentario, chascarrillo, burla, ironía, cabreo, opinión distorsionada, empanada mental después de haber escuchado cualquier debate…, todo eso y más. No es como el fútbol, que no admite comentarios, sino sentencias categóricas; el fútbol es lo más serio que se trata en este país. Se pueden hacer chistes con el partido político de nuestro amigo, pero no con su equipo de fútbol, porque ahí están depositados los amores que rara vez se depositan en un partido político. El fútbol es es arca de las esencias patrias, y lo comprobaremos dentro de unos días con la Roja (lo único que, al parecer queda rojo en este país, una vez desparecidos los rojos del espectro y del debate político) cuando suene el himno nacional y saquen las banderas. Fútbol y gastronomía, es lo quye se lleva. De la misma manera que en cada español hay un entrenador-analista del fütbol, también hay ahora un experto en comida, y no digamos en vinos. La gente ya habla con propiedad de añadas y gran reserva; conocen una serie de alimentos que hace unos años no lo comían ni las vacas, pero ahora coronan nuevas cocinas televisadas. Somos así.
En política no, faltan dimensiones. Asistimos a una segunda vuelta electoral con la campaña política más cutre de la historia. Como la vida misma, como nosotros mismos. Hemos llegado a un nivel sociocultural de alarma roja. Y la política que nos atañe está contaminada por nuestros propios pecados como ciudadanos: escasa cultura, poco análisis de la realidad, sometimiento al fatalismo de “¡es lo que hay!” y reducir la democracia a la falsedad popular de que los políticos son todos iguales (ni siquiera son iguales entre sí dentro de sus partidos).
La campaña electoral (segunda parte) camina entre perplejidades ante los pronunciamientos de los candidatos. El Rivera de Ciudadanos afirma con seriedad que si ganan ellos el inglés será la segunda lengua de España. Se le ve con cara de defenderse bien en inglés; pero desconoce que en este país, donde nunca se habló mucho inglés (igual que en el resto de Europa, por mucho que la leyenda se mantenga, las cifras de anglohablantes en Europa es más o menos la de España) tampoco se habla bien español ni gallego ni nada, somos un país de vocabulario escaso y mal usado. Ni siquiera en las televisiones se habla bien.
Los otros partidos venden sus virtudes y atacan los defectos de los demás. Pero ni sus virtudes son virtuosas ni los defectos defectuosos. Así, el PP se coloca la medalla de partido moderado, como si eso fuera sinónimo de hascer las cosas bien; los desastres moderados también son desastrosos. PSOE y Unidos Podemos se lían también con la sociademocracia, como si fuera una marca registrada, cuando no es más que un invento para reconciliar a la clase media con la clase trabajadora, cosa que hace años que son la misma cosa en este país.
Y así, entre peleas por las palabras (se acusan de radicales, como si eso fuera malo) mientras unos sacan una pachanga como himno y otros un catálogo de muebles como programa. Mejor hablamos del tiempo.

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