domingo, 20 de octubre de 2013

Inermes, inanes e inertes


Diario de Pontevedra. 19/10/2013 - J.A. Xesteira
A veces las palabras cobran vida y se aparecen como queriendo decirnos algo, saltan de las páginas y nos enganchan con su música. Me ocurrió hace días con las palabras que titulan este escrito: inermes, inertes e inanes, tres conceptos que tienen más recorrido que la idea que vagamente tengo de las mismas; por lo tanto en estos casos está prescrito acudir al diccionario. No les voy a revelar ahora el significado preciso, los lectores deben acostumbrarse al uso del diccionario, como gimnasia para adelgazar el cerebro de la grasa mala que se nos deposita en él después de ver la televisión. Quédense, de momento, con la idea que tengan de esas palabras. Como quería introducirlas en esta comparecencia semanal, empecé por el título, que lo demás viene seguido; a fin de cuentas, la actualidad no es más que un puzzle deslavazado que se completa con piezas disformes. Las palabras son como los títulos de los libros, que muchas veces superan a la propia obra y cobran otras vidas; por ejemplo, «La insoportable levedad del ser» de Kundera, tantas veces utilizado, o la «Crónica de una muerte anunciada», de García Márquez, usada miles de veces por gentes que no leyeron la novela. Los títulos, muchas veces venden el producto (hace años compré una novela titulada «Helo aquí que viene saltando por la montaña», ¿quién se puede resistir a un título así?), pero no siempre, ¿quién compraría «Guerra y paz» por el título? ¿o «En el camino»? Nunca se sabe lo que se esconde dentro de un libro, por eso hay que abrirlos, como los melones, en lugar de verlos en la televisión. Por otro ejemplo; ¿quién compraría unos libros que se titulan «El cielo ha vuelto» o «El buen hijo». Yo, no. Y sin embargo, lo comprarán muchos clientes, porque son las dos novelas ganadoras del premio Planeta, un premio que todo el mundo pone en entredicho (ya saben, que si está pactado, que si es un mero mercantilismo, que si a los escritores les viene muy bien porque hay mucha pasta por medio...) pero que funciona como negocio; a fin de cuentas, la literatura también es un negocio, más allá de las artes, y un sector industrial, más allá de la grandeza de los escritores. Compren o no compren, el Planeta es otra pieza del puzzle, porque es un premio catalán (y la insoportable levedad de su independentismo) y su editor, un señor que no oculta su actitud política de derechas, es capaz de asegurar que la independencia catalana es imposible y, al día siguiente, sentar al «president» Mas en la entrega de sus premios. Pero si los políticos suelen incrustarse en la cultura de modo simplemente representativo y decorativo, en esta ocasión el premio tuvo el detalle de declarar finalista a una mujer que, viniendo del mundo de la cultura (es guionista de cine y escritora) fue la anterior ministra del ramo. Ángeles González Sinde fue, con sus defectos y virtudes políticas, una incrustación cultural en el mundo de la política, donde no se distinguen precisamente sus máximos representantes por sus aficiones culturales, por mucho que las barnicen de cultura en las apariciones de eventos donde son reclamados por su cargo. La ministra Sinde era mujer de cine y su paso por la política es un paréntesis. Precisamente, en el puzzle de estos días aparece la pieza de difícil encaje de los enfrentamientos de los ministros Wert y Montoro con la industria del cine a propósito de sus declaraciones. Los dos ministros no son hombres de cine, aunque a veces parecen personajes de Batman o Dick Tracy, y sus declaraciones han conseguido cabrear a todo el espectro de la industria cinematográfica. Podrían haber dicho otra cosa, o callarse, como su jefe, pero no, se les ocurre que el cine está a punto de quiebra porque la calidad de las películas españolas es mala, que es tanto como si el ministro de Industria dijera que las conservas españolas no se exportan porque los mejillones son tóxicos y las sardinillas picantes son una porquería, o que bajan las ventas de coches, porque los que se fabrican en España son malos y te dejan tirado en la carretera. A veces es mejor callarse o admitir la realidad. Y, además, hay que asesorarse con gentes competentes que no hayan sido colocados en las asesorías por gracia divina o por ser «de los nuestros». Se evitarían así tropezones como la pieza del puzzle de la ministra Santamaría, una mujer bastante comedida dentro del panorama general. Su afirmación de que somos un país de parados que trabajamos ilegalmente, no solo fue un error (atribuible a quien le puso el papel delante, un asesor al que aludía antes) sino que es jugar con dinamita en medio de una queimada. Si este país no viviera de las chapuzas y de los apaños esporádicos para llegar a fin de mes y completar un paro que no da ni para los libros escolares del niño, hace tiempo que hubiera reventado. Jugar con esas miserias como delito importante mientras la clase dirigente, política y financiera percibe sueldos grandiosos gracias a leyes que ellos mismos crean a su medida, es peligroso. Echarle en cara a un parado de 300 euros al mes que trabaje y cobre en negro pequeñas chapuzas de un día, mientras existe un Senado que desapareció en combate hace años, y sus senadores electos cobran lo que cobran por no hacer nada, es una metedura de pata, como mínimo. Todo es una cuestión cultural, de falta de lectura; leen poco, no tienen tiempo seguramente. Si leyeran un poco más entenderían algunas cosas, por ejemplo que la cuestión de los catalanes no es un asunto de dinero, por más que el tópico del catalán de «la pela es la pela» lo avale. Que el asunto del cine no es que las películas sean malas. Y que los trabajadores del paro son como los presidentes de los bancos: tienen que comer todos los días. Así estamos, inermes (desarmados) ante una política inane (vana, fútil, inútil) y todos, los que mandan y los que somos mandados, inertes (inactivos, paralizados, flojos, desidiosos).

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