sábado, 20 de abril de 2013

Variaciones sobre un tema



Diario de Pontevedra . 20 de abril. J.A.Xesteira. 

¿Por qué tres muertos en un atentado en Boston ocupan diez minutos en todos los informativos de televisión, primeras páginas de diarios y amplio espacio interior, con fotos y despliegue de corresponsales, y ocho niños muertos en Afganistán o las 4.700 personas muertas con aviones “drones” americanos ocupan segundos de mala información y sin  darle más importancia que una mera estadística? La pregunta es retórica; no se espera respuesta. Todos los muertos en atentados o por “daños colaterales” son lamentables y tienen en común algo evidente: no querían morir. Pero cuando la bomba mata dentro de casa saltan las alarmas y se produce una situación de pánico y estupor: ¿Cómo puede sucedernos esto a nosotros, en nuestro país? Es la misma pregunta de los atentados del 11-S que todavía no se han contestado los americanos, después de haber escrito libros y realizado películas. La respuesta es obvia. Por alguna televisión anda una serie americana, “Homeland”, que incide en ese tema, el del terrorismo y sus diferentes caras; la serie, ganadora de premios paradójicos es un pequeño espacio de reflexión insólito dentro del pensamiento generalizado americano. Viene a decir algo que todos vemos desde fuera: todo depende del punto de vista, no de la magnitud del atentado, del número de víctimas o de la maldad intrínseca con que se mata a inocentes. Durante la segunda guerra mundial, la Resistencia francesa (organizada a partir de los republicanos españoles que venían de perder una guerra, los franceses se sumaron después) eran terroristas para el ejército alemán invasor, mientras que para los aliados eran héroes que no cometían atentados, sino que daban golpes de mano. Puntos de vista y diferencias semánticas. 
Se considera que el terrorismo moderno comenzó con el atentado al Hotel Rey David de Jerusalén de los judíos contra el gobierno militar inglés; murieron cerca de cien personas y el hotel voló prácticamente por los aires. El concepto será distinto según figure en los informes británicos o en los judíos (que conmemoraron el aniversario en 2006) No es, pues una cuestión de buenos y malos según los esquemas del cine americano que exprime el tema hasta el agotamiento, sino de una realidad que se vive de diferentes maneras, según sea la foto de diez niños muertos en Pakistán, o del pequeño Martin, con su gorra de béisbol en la meta de la maratón de Boston. De los pequeños pakistaníes nada se sabe, si estaban allí porque salían de la escuela, si fueron bombardeados por un dron mientras jugaban en la calle o, simplemente veían a Bob Esponja en la televisión (también los niños pakistaníes ven a Bob Esponja en sus casas); la información de sus muertes duró diez segundos. Del pequeño Martin hemos visto amplios reportajes, las declaraciones de sus padres, los ositos de peluche que le llevan a alguna parte; y los espacios que ocupó su muerte y la de las otras dos personas de Boston superan el funeral de Margaret Thatcher.  
No es una cuestión de cantidad. Tres muertos no son nada en un país que tiene por costumbre vender armas a estudiantes para masacrar institutos de secundaria. Es el concepto. Si en lugar de poner bombas en la meta de la maratón bostoniana la noticia fuera que un francotirador dispara sobre la muchedumbre y es abatido a balazos de la policía el impacto hubiera sido mucho menor; se sucederían los llantos, los funerales, las palabras bíblicas (esas que se pronuncian en las películas de vaqueros en los entierros) y se colocarían flores, peluches y notitas en la entrada de las casas de las víctimas. Pero fue un atentado perpetrado con cosas raras, con ollas a presión marca Fagor, por encima, lo que coloca a España como suministrador de material de guerra subversiva. Rápidamente el FBI se apresura a informar que ese sistema los utilizan los terroristas de Afganistán, Irak, India y Nepal, y los periodistas españoles, lo repiten textualmente, como acto reflejo, olvidando que ETA ya utilizaba ese sistema contra algún militar en su coche oficial, si mal no recuerdo. Un arma de destrucción masiva (aunque en pequeño espacio) que no entra en los esquemas, se sale del concepto y, por encima, ocurre en casa, en Boston, no en un lugar llamado Kandahar o Kabul. Eso marca la diferencia entre terrorismo y otras cosas. Aparecen sospechosos, se revisan las famosas cámaras de seguridad que ya vigilan la vida para que nadie se escape del ojo del gran hermano, y encuentran a los que pusieron la bomba, y los acusan de terrorismo. Con razón.
Porque es una cuestión de conceptos. La CIA americana utiliza el vuelo de los aviones-drones, unos juguetes muy sofisticados que se controlan desde una ofician, con unos mandos y una pantalla como si fuera un juego de “plaiesteixon”; los tales avioncitos no son detectables, no tienen tripulación y transportan bombas mortíferas. Con ellos ya han matado a 4.700 personas en diferentes países con los que EEUU no está en guerra, como por ejemplo Filipinas, Pakistán o el Sahel. La CIA sabe que en esos sitios vive un terrorista (¿que cómo lo sabe? lo sabe y ya está, porque lo dicen) y le manda un avión con la bomba. Claro que en el bombardeo matan a unos cuantos viejos, niños, mujeres, vecinos en general. Pero eso son daños colaterales. Se calcula que por cada miembro de Al Qaeda muerto de esta limpia manera mueren 140 civiles que pasaban por allí. Es una forma de hacer la guerra en horario de oficina, con descanso para tomar un café antes del bombardeo. Limpio y práctico. Incluso hay una ley federal que prohibe usar esos aviones dentro del territorio americano. Los aviones salen de Arabia Saudí, que es un país típicamente demócrata, y matan allá donde los mandan. No es terrorismo, es hacer la guerra al terrorismo. Una cuestión de concepto, aunque se mate a todo el vecindario. Total, nadie los conoce, nadie corre en un maratón para ociosos con pasta (¿cuanto cuesta ir a correr a Bostón?). Los terroristas, como no tienen dinero para drones, compran ollas Fagor. Una cuestión de conceptos.

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