martes, 16 de abril de 2013

Crónica del rey pasmado


Diario de Pontevedra. 13/04/2013 - J.A. Xesteira
«Hay que vivir advertido pa’ no pisar el palito; hay pájaros que solitos se entrampan por presumidos”, cantaba en sus coplas Atahualpa Yupanqui. Y es cierto, la vanidad es el anzuelo donde se prenden los delincuentes de diversa estofa. La sensación de impunidad provocada por la importancia que se otorgan a sí mismos los que se enriquecen por la vía rápida, que suele ser la vía ilegal (si exceptuemos el golpe de suerte de la lotería, es imposible hacerse rico sin pisar la cabeza a alguien o a la ley vigente), que piensan que nunca van a ser descubiertos. Se convencen de que son invisibles y que sus dineros, colocados en paraísos fiscales (los únicos paraísos en los que cree la gente) nunca van a ser detectados y su tren de vida no se va a notar. Son ya muchos los políticos, financieros y demás fauna fotografiada en los juzgados, que han pasado de la condición de “respetable ciudadano” a la de “imputado”; y todos cayeron por su vanidad, por presumidos, por “dar el cante”, que es una expresión vulgar pero eficaz. Muchos presumieron ante sus propios compañeros de partido, que acabaron por venderlos a la chita callando, cuando la vanidad de lo delinquido no dejaba sitio para el reparto; otros, porque la chulería del prepotente es como un cartel de “a ver si eres capaz de pillarme”. Y los pillan, antes o después. Los ejemplos están ahí en la primera página de los periódicos, al gusto de cualquiera, para cabreo de los honrados ciudadanos que viven dentro de la legalidad. Desde el punto de vista de las personas normales, las que estamos en el paro, en la jubilación o a punto de Ere, no se entiende como no se dan cuenta de que van pidiendo una investigación y una condena ejemplar (de momento todavía no se ha condenado a nadie, la Justicia es lenta, y se espera para un día de estos que empiece a entrar en la cárcel alguno que otro presuntuoso delincuente; es de necesidad y de higiene social). Pero es que las personas corrientes no tenemos de que presumir; nuestros paraísos están en el más allá (los agnósticos y ateos no tienen ni esa posibilidad de invertir en futuro), y nuestras cuentas corrientes no permiten andar por la vida de reyes del mambo. Los últimos ejemplos, de Bárcenas, Urdangarín y la infanta Cristina, personas que entran y salen de los juzgados, son clásicos; esquían en lugares exóticos, tienen varias viviendas repartidas por ahí adelante que no se las va a desahuciar ningún banco, y no hace mucho, se dejaban fotografiar en los periódicos como triunfadores a su estilo. Los políticos corrientes, los que caducan con las elecciones, no tienen motivos para presumir y se les supone que viven bien con lo que cobran por lo que hacen, sea eso lo que sea. Los dos líderes, Rubalcaba y Rajoy son gente de escasa vanidad según se les ve de frente. El primero es el increíble hombre menguante y poco a poco va desconstruyéndose, como las tortillas de los grandes diseñadores gastronómicos; el segundo ya no es un ser humano, es ectoplasma que sólo aparece cuando se filtra a través de una pantalla plana. El primero no hace preguntas y el segundo no las contesta. Pero lo que preocupa es el Rey y su entorno, que es donde la vanidad saca a relucir cobros sospechosos, imputadas, rubias de dudosa vecindad, una reina en constante evasión y un monarca al que le crece la abdicación en el jardín. El príncipe Felipe es el único que aguanta en donde lo pongan, le va el puesto de trabajo en ello, y, como miles de jóvenes españoles, tiene que soportar al jefe y a la empresa, le guste o no. El rey Juan Carlos, con la salud quebradiza, también aguanta, pero más como terco que como rey. Si abdica, ¿a dónde va a ir?¿a buscar los nietos al cole?¿a Mallorca?¿a escribir sus memorias? No es fácil la cuestión, pero todo parece indicar que esta borrasca real puede acabar con una reforma constitucional que está pidiendo a gritos el reglamento de juego de la sociedad española. Ya es raro el día en el que no se nos informe de alguna historia sobre la familia real española. Un día son las cuentas suizas de su majestad, lo cual es ya una tradición; su abuelo, el trece de los alfonsos, tenía fama en su exilio romano de hacer buenas jugadas de bolsa con el dinero familiar y las acciones que le confiaba la parentela, dinero que depositaba en Suiza, claro está. Otro día salen los papeles de Wikileaks (ver “Público”, periódico digital) y allí aparece el príncipe Juan Carlos como un chivato de los USA de Kissinger, como un espía que habla demasiado y como un hombre entregado a los americanos. Para rematar, el yerno indeseado se va a Qatar como entrenador de balonmano, justo cuando el rey habla con su amigo el emir de aquel país tan demócrata para, dicen, hacer de comercial de la empresa Navantia. Y algunos parlamentarios tienen la ocurrencia de pedir transparencia de las cuentas y cuentos de la familia real. Vano intento. Si con la opacidad que nos caracteriza se nos muestra la familia modelo como un desbarajuste, no quieran pensar que pasaría si fueran transparentes. El rey parece vivir en una larga baja laboral, aquejado de pasmo crónico. Y el resto, capeando el temporal como pueden y les deja su terca vanidad. Son el reflejo de nuestra sociedad. Acaban de morir tres personas importantes. Margaret Thatcher, la mujer que lo privatizó todo para que Blair lo tuviera que volver a comprar. No era vanidosa, era prepotente. Sara Montiel era vanidosa, pero en su caso, la vanidad era su arte y el soporte de su figura de artista trascendente. José Luis Sampedro era el hombre sin vanidad; ante su talla de economista y humanista, el resto de los políticos y economistas son chamarileros de tercera. Era el hombre que dijo que poner el dinero como bien supremo nos lleva a la catástrofe. Allá vamos, chulos y presumidos.

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