sábado, 5 de enero de 2013

De los hombres buenos


Diario de Pontevedra. 04/01/2013 - J.A. Xesteira
Escuché a un amigo un comentario sobre una persona fallecida, un colega suyo: “Era un hombre bueno”, y esa frase, como las que se pronuncian cuando alguien fallece, rebotó en mí y, de alguna manera, encendió un piloto que me decía que ya no se usa ni la frase ni el concepto. Hombre bueno es una idea caída en desuso. Desde que nos convertimos en otra cosa distinta de la queríamos ser a mediados del siglo pasado, nadie quiere ser un hombre bueno, un concepto que, incluso quedó arrinconado al área de las negociaciones entre patronos y obreros: el hombre bueno era el mediador, que, generalmente, buscaba una solución que nunca complacía a ninguna de las dos partes. Los hombres de ahora mismo buscan otros adjetivos con los que vestir su nombre común: competitivos, triunfadores, ricos, famosos, brillantes, poderosos, rimbombantes, importantes, incluso cínicos, despectivos, arrogantes y algunos otros calificativos que hasta ayer eran considerados peyorativos. Pero bueno, en el sentido que Antonio Machado daba a la palabra, no se lleva ni está bien visto, incluso se coloca en el terreno de los tontos, los perdedores y los ninguneados. Habría que volver a rescatar el sentido machadiano de la palabra (“...y más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”), volver al poeta y, de paso, tirar a la basura todos los libros de autoayuda y leer más poesía. Más que nada por higiene mental. Escasean los hombres buenos a secas, no cotizan. La bondad simple es un bien escaso, y, a menudo, aparece emperifollada de perendengues: solidaridad, caridad, voluntariado..., cremas protectoras para esconder la falta de justicia o de dignidad. Por eso, el hecho de que me haya sorprendido favorablemente porque alguien hable de una persona diciendo que es buena, debería hacernos reflexionar. Los adjetivos, favorables o peyorativos nunca se deben pronunciar en primera persona, y a menudo vemos a los grandes hombres (que rechazarían la posibilidad de ser buenos a secas) colgarse medallas que nadie le pidió que se pusieran. El autoproclamarse demócrata, algo corriente de ver y de escuchar, es como afirmar que es un genio o que es guapo. Eso lo tendrán que decir los demás y, además hay que demostrarlo. Y si la autoafirmación en primera persona es de una vanidad boba, no digamos cuando se pluraliza (al estilo papal) y se suelta un “nosotros, los demócratas...” es para levantarse en armas dialécticas contra el prepotente de turno. Y elegí la palabra “demócrata” porque abunda en la vida cotidiana, salta en todas las páginas de periódicos y se pronuncia sin el menor sonrojo en cualquier parte. (Sin embargo, nadie se ha parado a definir el significado de democracia, una palabra en la que cabe cualquier concepto; como en el peronismo, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, todos se definen como demócratas) Podía haber elegido otras muchas que la gente se cuelga cada día sin ningún pudor. Suena como cuando alguien, en conversación de calle nos suelta aquello de “le voy a ser sincero...”, que parece decir que antes de ir a serlo no era sincero y mentía como un político en campaña (iba a decir bellaco, pero después los bellacos se quejan del trato). Los hombres buenos no abundan, pero existen, suelen ser tipos de buenas intenciones más que de grandes logros, gentes a las que les importa dejar el mundo un poco mejor de como lo encontraron, no molestar ni aburrir, prefieren la sonrisa a las órdenes, son perdedores con dignidad, no compiten con el vecino a ver quien la tiene más grande, no aparecen en las fotografías de primera página (ni en ninguna, no son noticia), y no llegan nunca a nada porque no van a ninguna parte ni pretenden subir más que de la altura de sus zapatos, con los pies en la tierra. No serán nunca obispos ni senadores, ni brillantes empresarios ni triunfadores tiburones de las finanzas, porque sería un contrasentido. Su futuro es incierto, porque ya no tienen cabida en la sociedad que entre todos, unos por acción y otros por omisión, estamos construyendo. Si se asoman a los nuevos planes de estudios que el ministro Wert (uno de los villanos de Batman) acaba de perpetrar verán que ahí no tienen cabida las enseñanzas para ser buenos, solamente para los competitivos. Todo está previsto para hacer futuros grandes hombres. Gracias a ello España ya es la productora de los emigrantes más preparados y competitivos de la Comunidad Simplemente Económica Europea (también conocida como Unión Europea, aunque no se sabe por qué) Varias generaciones de jóvenes altamente preparados, conocedores de más idiomas que los presidentes de gobierno, a los que se les metió en la cabeza que lo que tiene “salida” son unas cuantas disciplinas y actitudes altamente competitivas, ya tienen puesto de trabajo en países que, paradójicamente, invierten como diez veces lo que invierte España en Investigación y Desarrollo. Esta noche llegarán desde Oriente los tres Reyes Magos, a pesar de que el papa B-16 los haya borrado del belén. Que si no eran tres, que si no eran reyes... Nada de eso importa, seguramente en el país del papa no hay reyes magos, pero aquí, sí, y uno es negro y otro tiene barba blanca. Y la noche de reyes vienen con camellos y regalos. Y no son los padres. Y cada año se le escriben miles de cartas con una frase muy importante: “...como este año fui bueno”. Y a esos, a los niños buenos, aunque mientan un poco en la carta, se les premia con regalos de reyes. No a los niños competitivos ni a los niños brillantes, sólo a los buenos. La vida, después, los irá engañando y hará de ellos hombres que sólo quieran ser ricos y poderosos, nunca buenos, pero, en general, se convertirán en hombres frustrados, porque lo que les prometieron rara vez se cumple, y la competencia es una trampa, el dinero es fugaz, la fama, efímera y el poder dura un instante. Solo los que siguen siendo sólo buenos merecen el regalo de los reyes.

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