jueves, 18 de agosto de 2011

Todo me parece igual


Diario de Pontevedra. 18/08/2011 - J.A. Xesteira
Me encuentro a mi amigo Blanco Herrera con cara de pocos amigos: ceño fruncido, cejas descendentes y una mirada medio ausente medio perpleja. Acaba de llegar de un viaje interior (no se acaba de hacer budista ni se retiró a un convento a reflexionar, simplemente, anduvo en su coche por España adelante, dado que su crisis no da para Caribes ni para tomarse un martini en Venecia). Le pregunto y me contesta: “Tengo un problema existencial, todo me parece igual. Me di cuenta hace poco, cuando llegué a una ciudad a la que no había ido desde hace unos treinta y tantos años. Lo primero que me encontré en los accesos, antes una carretera simple y ahora una avenida de varios carriles, fueron los centros comerciales, con sus carrefures, sus cines clónicos, los madonals, los declatones, un ikea, y todas las tiendas repetidas, exactamente iguales en cualquier sitio a donde voy. Me di cuenta de que ese acceso a la ciudad a la que volvía después de tantos años era como la de otras muchas ciudades. El centro de la ciudad era más o menos como la recordaba, pero los viejos cines ya no existían, en su lugar había los mismos bancos, los mismos zaras, los mismos pulambirs, las mismas franquicias de cerveza, de ropa interior de señora, de cafés, de parafarmacias y de deportes, que pensé que no valía la pena salir de casa para repetir el panorama urbano una y otra vez en un viaje en el que ya no descubría nada. Incluso en la catedral, que siempre tiene sus propiedades locales específicas, estaban los mismos zangolotinos juveniles cantando a las glorias del papa que iba a llegar de un momento a otro, con la misma bovina fe de los musulmanes creyentes o los fundamentalistas evangélicos americanos. Paisajes y personas intercambiables. Me alarmé cuando me pareció que el vendedor de la Once era el mismo al que le compraba el cupón en mi ciudad (comprobé para mi bien, que no, era otra persona). Regresé cabreado y un poco preocupado, pero mi problema fue engordando cuando me senté en mi sillón, agarré el mando del televisor y comenzaron a desfilar una y otra emisora, en la que todos los expertos pontificaban sobre la bolsa y sus avatares, las política y sus héroes de pacotilla, el deporte y sus muchachos millonarios, las pasadas elecciones y las elecciones venideras. Todos me parecieron lo mismo, y por un momento creí que eran de plástico, como muñecos de un perverso programa infantil de animación. Los telediarios hablaban, los policías americanos corrían en coches enormes para llegar a hacer una autopsia, docenas de vecinos españoles gritaban en las escaleras de la comunidad y en los sofás de las salas de estar, los anuncios me repetían una y otra vez que el aparato para adelgazar estaba científicamente demostrado, y yo, con el mando en la mano, daba vueltas a la lista de emisoras de la televisión digital, para regresar siempre a los expertos de plástico, mientras mi mirada se perdía en un punto infinito. En los periódicos de la mañana veo las mismas caras detrás de los mismos micrófonos anunciándonos los mismos apocalipsis y asegurándonos que sólo los que tengan fe en ellos y les voten en noviembre alcanzarán la gloria; veo un muerto de un país en guerra, al que no iré nunca, y me parece el mismo de hace cincuenta años o de cuarenta o de treinta; veo unos deportistas jugar al fútbol y es el mismo partido repetido una y mil veces. A la hora de comer inevitablemente me llaman por teléfono y siempre es la misma voz, de una muchacha sudamericana que me ofrece una tarifa telefónica que no podré rechazar; esto me preocupó sobremanera, porque llegó a obsesionarme esa voz repetida que sirve para todas las tarifas, como una voz paranoide que sabía el número de mi teléfono. Por las mañanas me llaman del banco donde tengo mis escasos recursos en una cuenta corriente y moliente; me ofrecen productos financieros, de garantía, con posibilidades de beneficiarme de la alta rentabilidad al cabo de un mes; les explico que mis pasadas experiencias en ese terreno fueron nefastas, y que ahora ya no estoy a ganar, sólo estoy a gastar. No parecen muy convencidos, pero se rinden enseguida. En realidad es que todas las maravillas de la bolsa me parecen iguales, y me recuerdan siempre al que se pelea contra la ruleta del casino o la máquina de las monedas del bar: siempre pierden. Salgo por ahí a tomar unos vinos y me dicen que tal o cual marca es buenísimo, que tiene un retrogusto y un aroma que vale los quince euros que cuesta la botella, pero como soy un perfecto ignorante en esas cuestiones y padezco de una atrofia de la pituitaria, no huelo ni tengo sabor: todos los vinos me parecen lo mismo, caros. Intento distraerme y me voy al cine, pero todas las películas parecen hechas para que vayan al cine los abuelos con sus nietos; coches que hablan, pitufos azules, la versión numero mil de un superhéroe defensor de la América más militar y capitalista. Voy a una librería porque todavía mantengo el vicio viejo por los libros nuevos; hago caso a los suplementos literarios y compro la edición de bolsillo del último best seller, el más vendido..., y no paso de la página quince; lo intento con el último premiado en un concurso literario..., y lo mismo. Entonces regreso a Maupassant y a Chejov, como si hubiera dado la vuelta a la programación literaria con el mando a distancia. Me sucede lo mismo en todas mis actividades, el mundo me parece cortado por un mismo patrón. La gente opina toda igual, por bloques, a gritos y sin escuchar ni conversar; se impone un pensamiento inducido que no sé de donde viene; nadie se cuestiona nada ni se duda de nada; el pensamiento personal, particular no se ve por ninguna parte, y yo estoy muy preocupado...” –¿Y fuiste al médico? –Fui al psiquiatra y me dijo que se trata de un SECO, Síndrome Ecualizador Compulsivo Objetivo, que es muy corriente ahora y que lo padece mucha gente, que no es grave y que lo mejor es dejarse llevar. Después fui al médico de cabecera, me hizo una “analítica” y me dijo que estoy bien, que todos los parámetros están normales, que lo mío son gases.

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