jueves, 10 de febrero de 2011

La estética de la épica...y la ética

Diario de Pontevedra. 10/02/2011 - J.A. Xesteira
La primera vez que un amigo mío, estudiante de Filosofía en el mayo del 68 compostelano, y más tarde político con escaño en el Parlamento, escuchó a la policía vestida de gris la frase “Si al oír el toque de corneta no salen, ¡cargamos!”, le preguntó a mi otro amigo, estudiante de Derecho y hoy abogado en los límites de la jubilación: “¿Qué es eso de cargar?” El otro tampoco sabía. Cinco minutos más tarde aprendieron no sólo lo que era cargar la policía sino unas cuantas cosas más sobre esa vieja batalla entre las “fuerzas del orden” y los subversivos. Es decir, la fuerza que necesita el Poder para mantenerse a flote, y la contrafuerza que surge para poder subvertir ese Poder. A partir de ese aprendizaje aquellos estudiantes, y los que vinieron después, recibieron lecciones de lo que es el Poder, los guardianes uniformados que respaldan ese Poder, y cómo la calle es el espacio natural de alzar la voz y pedir lo imposible, que es lo único a que podemos aspirar cuando ya no tenemos nada a que aspirar. Y vamos de frases, que dicen que es el último recurso de los articulistas. El poeta nos pedía que saliéramos a la calle, que ya era hora de pasearnos a cuerpo, seguramente para que nos dejaran el cuerpo señalado a toletazos. Pero la calle pertenecía en aquel momento a un señor, hoy anciano, que alardeaba de poseerla, quizás porque sabía que el que tuviera controlada la calle mantenía el Poder en su lugar. Vano intento, porque la calle es libre, no admite posesiones. Hubo muchas manifestaciones y muchos cambios sobre la marcha. Y unos salíamos a la calle para poder informar en los periódicos de la huelga general del Metal del 72, o para aquellos primeros de mayo cuando los sindicalistas se jugaban el tipo y a un amigo mío le abofeteaba un policía la cara con el carnet de periodista. Conocíamos a los protagonistas de primera mano, sabíamos cómo se iban a producir los saltos y las cargas policiales. Más de una vez tuvimos que huir por piernas aunque no éramos de la guerra sino simples observadores. Las cargas en la Universitaria. Los adoquines de París. Las fotografías en blanco y negro (siempre fueron en blanco y negro aquellas manifestaciones). La estética de un tiempo en el que había que salir a la calle para pedirlo todo. La épica de aquellos tiempos está perdida por ahí, en las hemerotecas, a disposición del que quiera saber como era aquello. Después todo se transformó en procesión, a medida que el Poder se instalaba en los viejos sillones, que antes ocupaban los viejos detentadores del poder y después ocuparon los jóvenes subversivos que poco a poco se iban convirtiendo en fotocopias de los que derribaron en su juventud. La calle fue ocupada por desfiles de primeros de mayo que ya no reivindican nada (ahora todo se pacta) ni festejan nada (¿alguien se acuerda de la jornada de ocho horas y el no al despido libre?) Simples desfiles y procesiones. La estética no tiene épica detrás que ofrezca una imagen. La calle está ocupada por mobiliario urbano y por gente parada, sin techo o sentada al sol de los lunes. Los jóvenes de aquel tiempo son hoy jubilados, consejeros de bancos, despedidos súbitos, alcaldes más o menos corruptos, profesionales o aficionados, unos desencantados y otros disfrutando de sus habilidades comerciales. Hay de todo. El devenir de los tiempos siempre ha sido así, y es necesario que vuelva a haber viejos en el poder para que los jóvenes los tumben. Es la rueda de la vida. Siempre hay jóvenes para morir en trincheras y convertirse en soldados desconocidos, o para morir de asco en las colas del paro y convertirse en estadísticas conocidas. Siempre hay jóvenes para darle la vuelta al sistema y hacerse hippies, o ácratas, o antisistemáticos enfrentados del poder. Pero el sistema, esa abstracción indefinida, aprendió desde siempre, como la cosa más natural, que lo mejores esperar y absorber al enemigo como un amigo rentable; si se hace hippy, se acaba por comercializar el hipismo en los centros comerciales, y si lo que manda es la revuelta en la calle sólo hay que esperar a colocar a los dirigentes en los puestos de mando y procurar que el aburguesamiento y la comodidad, el lujo y la buena vida acaben por conquistar sus corazones. Sólo hay que adaptar las revueltas a la sociedad, como cosa normal, es la adaptación del guerrillero a la alta costura; es un proceso estético, por ahí se empieza, y lo demás viene después, la épica se pierde y se diluye en un nirvana estúpido en el que todo está bien, no hay novedad. Pero los ciclos se suceden, y siempre hay desajustes, y se vuelve a empezar. Ahora acaban de salir otros jóvenes, árabes, hartos de sus eternos viejos que no abandonan el Poder, acolchados por las potencias occidentales que sostienen cínicos aforismos: “De acuerdo, es un hijo de puta —aquí póngase el nombre de cualquiera en la cuerda floja, Ben Alí o Mubarak— pero es nuestro hijo de puta”. Los jóvenes del mundo islámico se llenan de paciencia hasta que acaban por estallar y no quieren saber nada de religiones ni de políticas, sólo quieren tener su lugar al sol y poder vivir libres y dignos. Y así acaban por derribar a los poderosos, vuelve la estética de la épica a las calles. Pero llegará un momento en que esa épica se convierta en una antiestética burocracia. Acabarán por convertirse en lo que derribaron, es una maldición de los dioses del Capital. Aunque siempre habrá algunos tercos que se empeñan en llevar la contraria. Dicen que decía Churchill que “Si a los 20 años no eres de izquierdas, no tienes corazón, y si a los 40 años no eres de derechas, no tienes cerebro”. Pero, claro, Churchill era un duque cínico, muy poco de fiar, como los militares británicos, acostumbrados a obtener victorias sobre los cadáveres de sus jóvenes. Metidos en frases, prefiero la de Sam Peckinpah en su película de Billy the Kid, cuando Billy y Pat Garrett, viejos compinches, se encuentran al cabo de los años. “Pat —dice Billy— me dijeron que ahora trabajas para los rancheros” “Si, Billy, los tiempos están cambiando, tú deberías hacer lo mismo” “Los tiempos cambiarán, pero yo, no”. Todavía queda gente que llega a la jubilación con las mismas ideas que defendieron en la calle. Puede cambiar la estética y la épica, pero nunca la ética.

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