viernes, 14 de diciembre de 2018

Contraste de realidades

 J.A.Xesteira
Salgo de compras de Navidad porque es lo que viene en el protocolo anual después del puente Constitución-Inmaculada (son dos fiestas distintas, no confundir). Salgo de acompañante, porque mi capacidad consumidora es de mínimos, soy un sujeto pasivo en las fiestas de regalos y no tengo amigos invisibles (enemigos, seguramente si, pero mis amigos están a la vista). Los grandes almacenes y las pequeñas tiendas están rebosantes de gentes con bolsas llenas de compras para las familias; se ve que hay poderío y las tarjetas de crédito y débito están a punto de ignición. Mientras espero, ojeo la prensa de papel; ahí hay otro mundo diferente en el que contrastan fastos constitucionales con crisis anunciadas, reformas constitucionales con pobreza en aumento, gastos fastuosos en bombillas rimbombantes, para fomentar el papanatismo, con cifras asustadoras de los que necesitan aceite y arroz de los caritativos bancos de alimentos. Contrastes, que son terreno abonado para hacer comparaciones entre lo que se gasta y lo que se debe, entre la parte rica de la sociedad (clase media incluida) y la clase baja, separadas por una brecha cada vez más grande y con aumento notable de la segunda parte. Mientras la gente se atasca en las calles para completar la lista de regalos, en los periódicos salen cosas que asustarían si no hubieramos perdido la capacidad de susto y reflexión hace años. A veces son noticias tan indiferentes como los datos de muertes y nacimientos en Galicia, con una población envejecida que no se arrregla ni con inmigrantes; ya tenemos más viejos y más perros que niños. Mientras se discute la reforma constitucional, la vía eslovena en Cataluña, los pactos andaluces y otros entretenimientos parecidos, los rectores de las universidades españolas (las públicas, las otras son negocios de particulares) dan la voz de alarma: tenemos las universidades más caras de Europa, han desaparecido de ellas 11.500 puestos de trabajo, las becas no dan para poder estudiar y los recortes del Estado han dejado a la investigación española por los suelos; un dato: cualquier equipo importante de primera división de fútbol invierte más en su negocio que el Estado en estos últimos quince años en univerrsidades.
Claro que, llegado a este punto de contrastar realidades y hechos palpables, alguien dirá que esto es demagogia, que es algo que siempre se atribuye al de enfrente. Y es posible que lo sea, porque, en demagogia no estoy muy al día y puede que caiga en demagogias variadas (los tiempos son duros y aquí, el que no es demagogo es un calificativo ofensivo que no diré por educación, y, claro, hay que elegir) Pero, aun a riesgo de caer en demagogias (en las demagogias siempre se cae, deben ser como agujeros negros) se puede entrar a opinar de la Constitución, que es ese folleto que regalaban hace cuarenta años con el periódico del día, en versión gallega y castellana, y que nadie leyó ni se molestó en aprender algunos de sus derechos y obligaciones. Estos días nos hemos vuelto a enterar de muchas cosas sobre la Constitución que ya sabíamos y que no echábamos en falta. Y sabemos que hay que reformarla para ponernos al día. Los constitucionalistas dicen que no hay que tocarla y los otros (no tienen nombre asignado) que sí, que hay que reformarla, porque la Constitución no es más que el reglamento para jugar a la democracia. De cualquer manera, cambiarla o no, va a dar lo mismo; el contenido constitucional es un cúmulo de derechos que nadie va a garantizar, una serie de obligaciones que nadie va a cumplir y un texto que queda a la interpretación de unos jueces designados a dedo por los poderes políticos. La ley de leyes española es un folleto de instrucciones en un país en el que nadie lee los folletos de instrucciones. Una constitución que garantiza el derecho a la educación, al trabajo, a la protección de la salud, a la vivienda…, sobre el papel, en la realidad demagógica el contraste es evidente: todo esto se cumple si tienes dinero. La vivienda a la que tenemos derecho es ya un lujo y los desahucios aumentan en la misma proporción en que disminuyen las rentas; bancos y fondos bajo sospecha, a la par que propietarios que prefieren alquilar a turistas, han convertido los desahucios por imposibilidad de pago de alquiler en una espiral incontrolable mientras el Estado no es capaz de articular ni una sola ley de amparo constitucional. El trabajo es un derecho, nadie lo niega, lo que no se define es a lo que llaman trabajo ni cuanto se va a pagar por él. La sanidad, junto con la educación, los pilares básicos de una sociedad, están sometidos en este momento a una operacion de “thatcherismo”; para muestra de la educación, lo que apuntaba más arriba, para lo segundo no hay más que ir al médico y enfrentarse a la cruda realidad, maldecir el sistema,  o ver a los profesionales de la medicina dimitiendo en bloque a las puertas de los centros de Galicia. La famosa libertad de expresión y la protección de datos de los periodistas quedan al arbitrio de un juez, que te puede pillar el móvil y el ordenata para ver que tiene dentro.
Puro thatcherismo, el sistema que toma el nombre de aquella nefasta primera ministra británica, que consiguió destrozar el sistema sanitario británico, un modelo en su tiempo, y aniquilar varios movimientos sindicales y sociales del país. Tuvo la suerte de que en su camino se cruzaron personajes más nefastos, los militares argentinos que le declararon una guerra absurda por unas islas sin interés. Murieron muchos jóvenes y la Dama de Hierro se salvó. La sanidad británica nunca volvió a ser la misma. El thatcherismo fue una fuente de inspiración en la derecha española, que gustó siempre de llevar lo público a lo privado, que es lugar donde van a parar los políticos cuando dejan de cobrar de lo público. Los resultados de las últimas décadas los estamos padeciendo (no me hablen de crisis, eso es pura demagogia) y ahora, después de comprar bancos, estamos comprando autopistas. Somos así, un contraste sin sentido.

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