sábado, 12 de diciembre de 2015

Virtuales pero no virtuosos

J.A.Xesteira
Un atardecer frente a un paseo martítimo de la costa portuguesa. La estampa es de película: olas de mar abierto, el sol que se pone (y de momento es gratis, pero ya se verá más adelante si no hay un recargo por puestas de sol), el frío de la tarde de invierno, y una pareja, un chico y una chica, de veintipocos años, que se besa a contraluz del poniente. Hasta ahí, todo de postal. El frío de la tarde aconseja a los muchachos acogerse al socaire del coche, aparcado de proa al mar (y precisamente a mi lado, que los veo resguardado en mi coche). Se meten dentro, se sientan, cosa vista mil veces…, y saca cada uno su utensilio telefónico-en-red y se ponen a manipularlo para conectarse con el mundo exterior, cada uno por su lado. Probablemente estén mandado a un amigo/a la autofoto de ellos dos en la puesta de sol. En ese preciso instante acaban de machacar varios viejos mitos amorosos, con besos, puestas de sol y abrazos en el interior del coche. Todo se reduce a manipular una pequeña pantalla, para lo cual, la Naturaleza nos dotó de un dedo que, dicen los antropólogos, es el que diferencia a los monos y los humanos del resto de las especies, el dedo pulgar; los antropólogos se equivocan, ese dedo estaba destinado a enviar whatsapps a la Humanidad entera, que estaba ansiosa por conocer el beso de la puesta de sol, convertido en un mensaje al mundo, o, lo que es lo mismo, la transformación de un íntimo pequeño detalle de dos novios en una noticia de alcance universal.
Algo se me debe estar escapando, porque no alcanzo a entender la velocidad acelerada en progresión geométrica en que se mueve el mundo que existe (a veces exclusivamente) dentro de la mal llamada realidad virtual (dos términos que se excluyen). Podríamos entender la excesiva adicción de la sociedad, especialmente la parte de la sociedad más joven, a los utensilios que ya no sabemos como definir, si teléfonos móviles, si tabletas, si pantallas.., pero que son, en realidad los espejos por los que nos asomamos a una vida que transcurre más dentro de esa pantalla que fuera. Uno ya no es nadie si no está incluido en la gran marea social de las redes que se tejen y cubren la tierra, para contarnos cosas, para vernos las caras, para que nuestras imágenes queden perdidas en un mundo etéreo, de donde bajarán en cualquier momento o se mezclarán con los millones de rostros perdidos en ese mismo universo.
No soy adivino ni me atrevo a pronosticar por donde va a caminar esta historia de la existencia dentro de una red cada vez más espesa. Ya hay teóricos que anuncian que la realidad de Orwel y su ojo-que-todo-lo-ve, ha llegado. Otros teóricos afirman que el propio sistema orwelliano se destruirá por acumulación: una vez que todo esté en el mundo virtual y ese mundo esté lleno de todos los datos del mundo y todos, organismos interesados, hackers, espías y contraespías, centrales de inteligencia de cada país y el propio mercado esté sobresaturado, el sistema se romperá por sí solo y se producirá un apagón digital que nos devolverá a un tiempo impreciso, sin  comunicación, con un enorme vacío en el que nos precipitaremos, después de haber perdido toda la información y la parálisis de todos los medios de comunicación nos deje en una nueva Edad de Piedra, o de Hierro, o de Plástico. En un caos no programado.
El futuro será lo que sea, pero el presente es un gran espectador atento a una pantalla en la que sucede todo lo bueno y lo malo, al instante y sin censuras conocidas. Tomemos el ejemplo del último famoso atentado, el de París, en todas su secuencias. La cámara del bar donde dispararon los yihadistas filmó todos los momentos, los disparos, el pánico y las personas huyendo, escondiéndose detrás del mostrador; lo pudimos ver unos días despues en todas las televisiones. Un vídeo casero, de teléfono en mano, filmó el momento en el que una muchacha yihadista se suicida con una bomba; vimos su cuerpo salir despedido por la explosión hacia la calle. Otra cámara orwelliana filmó al principal sospechoso de los atentados media hora antes entrando en una estación de metro. Unos días después, el Daesh envió a la Red un vídeo en el que amenazaba a la Casa Blanca. Todo anda de allá para acá en las redes, cruzándose con el último éxito de Adele, los chistes sobre Rajoy, la pornografía legal e ilegal, la información académica de los últimos avances científicos, la compra y venta de zapatillas o camisetas y todo el mundo que se sostiene sobre la nada más absoluta, en forma gaseosa sobre una red digital de circuitos in y off. Toda la bondad y toda la maldad coexisten en el mismo sistema, viajan juntos, las amenazas de muerte y las promesas de vida. La guerra se dirige y se retransmite por la Red y todo tiene que estar presente en imagen en nuestras pantallas. El efecto es estupefaciente; nadie se inquieta al ver a un muerto más en pantalla. Aquella vieja recomendación de los presentadores de telediario, “les advertimos que las imagenes que van a contemplar pueden herir su sensibilidad”. Ya no hay sensibilidades que herir, tenemos callo de ver tanta crueldad en directo. Los políticos, que se han metido dentro del sistema, obligados por las circunstancias, están a cada momento en imagen, ofreciéndonos un futuro mejor, pero su mensaje lo recibimos de la misma manera, insensibles a sus palabras. Saben que tienen que estar dentro del sistema virtual, pero, una vez allí, su comportamiento sigue el mismo estereotipo de siempre.
Toda la vida sucede en un iphone o en un móvil de penúltima generación y la guerra de Siria se confunde con la Guerra de las Galaxias (ahora llamada Star Wars). La Red crece como una enorme bola de nieve, y la sociedad lo está viendo en sus pantallas. Sólo los muertos son de verdad y los besos ya solo sirven para mandar por móvil.

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