viernes, 25 de diciembre de 2015

Que se monte el belén

J.A.Xesteira
Según el manual no escrito de los que opinamos en los periódicos, hoy tocaría acometer el análisis tropecientos mil sobre las elecciones pasadas y lo que tienen que hacer los líderes y los partidos a partir de ahora. Pero ya hay demasiada opinión, y, además, toda es ociosa. Como diría el autor de Alicia en el País de las Maravillas (muy adecuado a nuestro tiempo y espacio): “Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser, pero como no es, no es. Eso es lógica”. Y punto. Las cosas serán como sean, una vez que, a la manera de Lorca, ya se acabó el alboroto (electoral) y ahora empieza el tiroteo (de pactos parlamentarios). Y porque además estamos en Navidad, que en otros tiempos los periódicos sólo traían paz y turrón, con aire de coros de venite adoremus, que descargaban las páginas de la metralla habitual y daban un descanso al lector. Las radios se hinchaban a “jingelbels” y las televisiones perdían siempre al pequeño de la familia en la plaza mayor de Madrid (creo que todavía habrá alguna cadena que recoja esos fantasmas de las navidades pasadas a la manera dickensiana) No va a ser así, porque no habrá día en que no se haga una nueva apuesta sobre quien mandará en España y como deben hacerse los pactos para que lo que cambie siga igual a la manera lampedusiana.
Y ya que vamos de citas literarias, Carroll, Lorca, Dickens y Lampedusa, echo mano del Libro para ocuparme de cosas serias, de montar un belén con su musgo y sus pastores. Cada Navidad sucede lo mismo, pero este año parece (o me lo parece) que la cosa sube unos cuantos puntos en la escala de rechazos. Me refiero a la Navidad en sí misma, con toda la trapallada consumista y bobalicona de la nieve, el acebo, los pastorcillos, los peces en el río, los regalos, las cenas, la burra y el buey, los reyes magos y todo eso que tanto detestan los eternos fungones (perdonen el galicismo, pero no encuentro traducción adecuada) que alegan que la fiesta es un rollo cristiano sobre las paganas Saturnales, falso y fomentado para el consumo y un largo etcétera que todos conocemos. Yo estoy a favor de la Navidad y toda su parafernalia tradicional. Aunque sea consumista y aunque sea un rollo cristiano.
Pongámonos en el extremo: supongamos que soy un ateo anticristiano y anticonsumo. Vale, pero ¿qué tiene que ver eso con las fiestas? Estoy a favor de las fiestas, vengan de donde vengan, y en contra de los eternos fungones que protestan contra la Navidad y el Halloween (ahí sacan la vena nacionalista: es una fiesta importada) Son mejores las fiestas que los funerales. Pero, además, lo que se celebra en Navidad, y que a todos, desde pequeños nos encantó, poco tiene que ver con la religión y con el consumo, y mucho con una historia literaria, recogida en cuatro versiones del mismo caso en los Evangelios (segunda parte del Libro) y que tiene todos los ingredientes para engancharnos a todos, niños (sobre todo) y mayores (que somos los cómplices de la infancia) La Navidad es un thriller, una historia de terror, un cuento mágico, una crónica periodística de política internacional, una película de suspense, un programa de gastronomía y un musical, entre otras muchas cosas que se me escapan. A lo largo de los siglos, lo que fue una escueta nota de comienzo en un par de evangelios, se convirtió en una buena historia para contar y disfrutar, más allá de las intenciones religiosas y doctrinales.
La crónica periodística nos habla de que en los territorios ocupados por Roma en Asia Anterior se llevó a cabo un censo de población ordenado por el gobernador de Siria, con lo cual se produjo un movimiento de ciudadanos hacia sus pueblos de origen para apuntarse como ciudadanos romanos y así poder disfrutar de los beneficios de su pasaporte. Los protagonistas de nuestra historia, José y María, fueron a Belén de Judá y allí les nació un niño al que llamaron Enmanuel. Según fuentes dignas de crédito fueron visitados por tres científicos astrónomos de la rama zoroástrica, provinientes de Irán e Irak. Por circunstancias poco claras, pero que tuvieron que ver con el rey Herodes, huyeron hacia Egipto, donde pidieron el estatuto de asilados y se convirtieron en refugiados, un hecho este del exodo de pueblos que se repite desde siempre hasta nuestros días.
El relato literario es más misterioso; el propio Belén que montamos con nuestras figuritas guardadas todo el año en su caja, envueltas en papel de periódico, se llama en muchas ocasiones el Misterio. Porque de eso se trata, de una representación misteriosa de un hecho mínimo de los Evangelios, adornado con el paso del tiempo; el propio origen del belén es el de montar un vídeojuego de barro y musgo. Para empezar, tenemos a una virgen que da a luz sin dejar de ser virgen, algo que sólo puede pasar en los libros de magia y espada; aparece entonces un siniestro rey Herodes que mata bebés, como si fuera de una serie de televisión con juegos de tronos; tres reyes magos traen oro, incienso y mirra, sustancias esotéricas. Y entonces entramos en la parte de ciencia ficción: una estrella señala un lugar, aparecen unos seres de otro mundo que los pastores llaman ángeles y les piden paz, como un mensaje de las estrellas: ultimátum a la Tierra. Los protagonistas del relato huyen a Egipto, un largo viaje del que no se tienen más noticias hasta que vuelven con el niño ya crecido (tema para otra temporada de serie)
Eso es lo que nos enganchaba de niños, ese misterio que se concretaba en los regalos que aparecían por arte de magia traídos por seres misteriosos que no caben en un mundo lógico; todo lo que puede fascinar a un niño está ahí: el miedo, el misterio, la magia, la maravilla. La fiesta de la Navidad es nuestro recordatorio de que la diversión puede estar en lo que desconocemos. El otro belén, el político, no tiene misterio, sólo figuritas de barro.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La reflexión de la intuición instintiva

J.A.Xesteira
Le llaman al día de hoy, el descanso previo al día de la votación, la jornada de reflexión, nombre curioso y paradójico, seguramente importado, como las elecciones democráticas, para que haga una parada un pueblo que no se caracteriza precisamente por reflexionar y que, por lo general, actúa por intuición, cuando no por instinto. Poca reflexión puede hacer una ciudadanía que se mueve más porque sí que por habérselo pensado antes y sopesado las ventajas y los inconvenientes. Defecto o virtud, la ciudadanía con derecho a voto elige la papeleta según su real gana, según le dicten sus tripas, sin pensárselo mucho, simplemente obedece a una intuición que le dice quien “es de los suyos”, más allá de lo que pudiera derivarse de esa reflexión que se pide en el día de hoy a los ciudadanos demócratas (todos, según confiesan ofendidos de que se piense lo contrario) y conscientes del valor de su voto (algunos menos). El voto del español en general y del gallego en particular se salta la jornada de hoy, porque nuestra intuición nos dicta el voto, incluso aunque sepamos que nuestros elegidos perderán las elecciones. La intuición a veces se queda en un mero presentimiento, en un pálpito, y otras veces se va hasta lo puramente instintivo, como el voto de un koala o un guepardo. Reflexión, poca, y en este recanto geográfico, añadimos al estilo de votar Marca España el detalle galaico de votar como la vieja moribunda; ya saben, “Se morro na parroquia de arriba enterrádesme na de abaixo, e se morro na de abaixo, enterrádesme na de arriba”, “E iso?”, “Non, solo por joder”. Pues eso, muchos votos no son un apoyo a nuestras ideas, sino una piedra contra las contrarias. Nuestro sentido de la democracia es así, y podríamos saltarnos la jornada de reflexión tranquilamente, porque ya venimos sabidos de antes y no necesitamos darles vueltas a los meollos para saber lo que nos conviene.
Podríamos incluso saltarnos toda la campaña, que se salva unicamente por el espectáculo, el show de los partidos en danza. En teoría, las campañas electorales deberían servir para que cada partido expusiera sus idearios, aportara sus ideas, tratara de ilusionar a los electores haciéndoles pensar en lo que ofrecen (vana ilusión, si no hay reflexión menos habrá análisis de las ofertas) y conocieran de verdad lo que pretende cada grupo en su acceso al poder. Pero toda la campaña queda reducida, y cada vez más, a un campeonato de octavos de final, con los equipos saliendo a por todas. En lugar de ideas, ofertas, ilusiones, programas, lo que han ofrecido y ofrecen, en los periódicos, en la radio, en la tele y en las redes sociales, son cifras, números estadísticos, números económicos y números de parados con voto sin reflexión. Demasiado número en esta campaña. Ignoran que las grandes frases son las que quedan, y no las cifras estadísticas. Probablemente se deba a que el nivel político es bajo, con un presidente gastado por el tiempo y una generación nueva que estrena nuevas maneras, más agresivas (“Oh, baby, bay it’s a wild world!”), aprendidas seguramente en las universidades de ahora, más atentas a formar ejecutivos con cifras de beneficios que a madurar humanistas con promesas de felicidad y dignidad social. Toda la campaña que acaba en la reflexión de hoy quedó condensada en los debates televisivos y televisados. Un terrible embrollo, en el que se mezclaban en el zapping un cara a cara (nivel sálvame-de-luxe) con tu-cara-me-suena, el-club-de-la-comedia o cuéntame-lo-que-pasó, todo a la misma hora, en un todo revuelto de auténtico surrealismo español, irreflexivo  e instantáneo.
Si reflexionamos un poco, para festejar la jornada, aunque sea haciendo un pequeño esfuerzo, tenemos que reconocer que hay varias cosas que convendría remediar para siguientes eventos electorales, pero que no se van a areglar. La primera es el desconocimiento casi absoluto de los candidatos a los que daremos nuestro voto. Una vez recogida de mi buzón la propaganda con las papeletas, tengo que admitir que no conozco prácticamente a nadie de los que aparecen en las listas, lo cual convierte las elecciones en una cata a ciegas, con los resultados que habitualmente se dan en esos casos. Podríamos decir como justificación que las siglas de los partidos avalan a cada lista; pero, los partidos ya no son lo que eran, sus fronteras quedaron desdibujadas, las promesas electorales se duplican en las fuerzas que se supoen que son antagónicas, los viejos clichés de derecha e izquierda, como las etiquetas de comunismo, marxismo, democracia cristiana y el adecuado etcétera, ya no aparecen por ninguna parte. Ante eso, nuestra reflexión es inútil, y, al final votaremos con las tripas de la intuición. Si a eso le añadimos que aceptamos la democracia como la mejor forma de gobierno de todas las probadas, pero que, en el fondo sólo la aceptamos como un mal menor, y que, además, la técnica electoral basada en la ley D’Hont (un belga muy reflexivo) es un galimatías matemático que ni siquiera nos molestaremos nunca en tratar de entenderlo, deberemos concluir que tenemos razones suficientes para no reflexionar y aprovehcar el sábado para ir a la feria de Portugal, pasear si hace sol o tomarnos unas cañas. La reflexión es propia de personajes shakesperianos, nórdicos y metidos para adentro, la intuición es propia de personajes cervantinos, meridionales, que salen a la calle para no quedarse sólos con sus pensamientos.
Sea como sea, mañana iremos a votar o nos abstendremos, así, sin pararnos mucho a pensar, como cuando le decimos al quiosquero que nos haga una primitiva de máquina, porque estamos en manos del destino, por mucho que reflexionemos. Salga lo que salga, la vida continúa (no sigue igual, contra lo que diga Julio Iglesias) y después de las celebraciones victoriosas y las caras largas de las derrotas, al día siguiente empieza el invierno, al siguiente se juega la lotería de Navidad, después cenaremos la nochebuena y comeremos la navidad; y a lo mejor cantaremos el villancico más siniestro y reflexivo: nosotros nos iremos y no volveremos más. ¡Alegríaaaa!

sábado, 12 de diciembre de 2015

Virtuales pero no virtuosos

J.A.Xesteira
Un atardecer frente a un paseo martítimo de la costa portuguesa. La estampa es de película: olas de mar abierto, el sol que se pone (y de momento es gratis, pero ya se verá más adelante si no hay un recargo por puestas de sol), el frío de la tarde de invierno, y una pareja, un chico y una chica, de veintipocos años, que se besa a contraluz del poniente. Hasta ahí, todo de postal. El frío de la tarde aconseja a los muchachos acogerse al socaire del coche, aparcado de proa al mar (y precisamente a mi lado, que los veo resguardado en mi coche). Se meten dentro, se sientan, cosa vista mil veces…, y saca cada uno su utensilio telefónico-en-red y se ponen a manipularlo para conectarse con el mundo exterior, cada uno por su lado. Probablemente estén mandado a un amigo/a la autofoto de ellos dos en la puesta de sol. En ese preciso instante acaban de machacar varios viejos mitos amorosos, con besos, puestas de sol y abrazos en el interior del coche. Todo se reduce a manipular una pequeña pantalla, para lo cual, la Naturaleza nos dotó de un dedo que, dicen los antropólogos, es el que diferencia a los monos y los humanos del resto de las especies, el dedo pulgar; los antropólogos se equivocan, ese dedo estaba destinado a enviar whatsapps a la Humanidad entera, que estaba ansiosa por conocer el beso de la puesta de sol, convertido en un mensaje al mundo, o, lo que es lo mismo, la transformación de un íntimo pequeño detalle de dos novios en una noticia de alcance universal.
Algo se me debe estar escapando, porque no alcanzo a entender la velocidad acelerada en progresión geométrica en que se mueve el mundo que existe (a veces exclusivamente) dentro de la mal llamada realidad virtual (dos términos que se excluyen). Podríamos entender la excesiva adicción de la sociedad, especialmente la parte de la sociedad más joven, a los utensilios que ya no sabemos como definir, si teléfonos móviles, si tabletas, si pantallas.., pero que son, en realidad los espejos por los que nos asomamos a una vida que transcurre más dentro de esa pantalla que fuera. Uno ya no es nadie si no está incluido en la gran marea social de las redes que se tejen y cubren la tierra, para contarnos cosas, para vernos las caras, para que nuestras imágenes queden perdidas en un mundo etéreo, de donde bajarán en cualquier momento o se mezclarán con los millones de rostros perdidos en ese mismo universo.
No soy adivino ni me atrevo a pronosticar por donde va a caminar esta historia de la existencia dentro de una red cada vez más espesa. Ya hay teóricos que anuncian que la realidad de Orwel y su ojo-que-todo-lo-ve, ha llegado. Otros teóricos afirman que el propio sistema orwelliano se destruirá por acumulación: una vez que todo esté en el mundo virtual y ese mundo esté lleno de todos los datos del mundo y todos, organismos interesados, hackers, espías y contraespías, centrales de inteligencia de cada país y el propio mercado esté sobresaturado, el sistema se romperá por sí solo y se producirá un apagón digital que nos devolverá a un tiempo impreciso, sin  comunicación, con un enorme vacío en el que nos precipitaremos, después de haber perdido toda la información y la parálisis de todos los medios de comunicación nos deje en una nueva Edad de Piedra, o de Hierro, o de Plástico. En un caos no programado.
El futuro será lo que sea, pero el presente es un gran espectador atento a una pantalla en la que sucede todo lo bueno y lo malo, al instante y sin censuras conocidas. Tomemos el ejemplo del último famoso atentado, el de París, en todas su secuencias. La cámara del bar donde dispararon los yihadistas filmó todos los momentos, los disparos, el pánico y las personas huyendo, escondiéndose detrás del mostrador; lo pudimos ver unos días despues en todas las televisiones. Un vídeo casero, de teléfono en mano, filmó el momento en el que una muchacha yihadista se suicida con una bomba; vimos su cuerpo salir despedido por la explosión hacia la calle. Otra cámara orwelliana filmó al principal sospechoso de los atentados media hora antes entrando en una estación de metro. Unos días después, el Daesh envió a la Red un vídeo en el que amenazaba a la Casa Blanca. Todo anda de allá para acá en las redes, cruzándose con el último éxito de Adele, los chistes sobre Rajoy, la pornografía legal e ilegal, la información académica de los últimos avances científicos, la compra y venta de zapatillas o camisetas y todo el mundo que se sostiene sobre la nada más absoluta, en forma gaseosa sobre una red digital de circuitos in y off. Toda la bondad y toda la maldad coexisten en el mismo sistema, viajan juntos, las amenazas de muerte y las promesas de vida. La guerra se dirige y se retransmite por la Red y todo tiene que estar presente en imagen en nuestras pantallas. El efecto es estupefaciente; nadie se inquieta al ver a un muerto más en pantalla. Aquella vieja recomendación de los presentadores de telediario, “les advertimos que las imagenes que van a contemplar pueden herir su sensibilidad”. Ya no hay sensibilidades que herir, tenemos callo de ver tanta crueldad en directo. Los políticos, que se han metido dentro del sistema, obligados por las circunstancias, están a cada momento en imagen, ofreciéndonos un futuro mejor, pero su mensaje lo recibimos de la misma manera, insensibles a sus palabras. Saben que tienen que estar dentro del sistema virtual, pero, una vez allí, su comportamiento sigue el mismo estereotipo de siempre.
Toda la vida sucede en un iphone o en un móvil de penúltima generación y la guerra de Siria se confunde con la Guerra de las Galaxias (ahora llamada Star Wars). La Red crece como una enorme bola de nieve, y la sociedad lo está viendo en sus pantallas. Sólo los muertos son de verdad y los besos ya solo sirven para mandar por móvil.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Por quien votan las campañas

J.A.Xesteira
Aunque casi todo nos parece existir de toda la vida, basta mirar atrás unos pocos años para darnos cuenta de que todo es más nuevo de lo que parece. El debate electoral, por ejemplo. No existía antes de la televisión ni antes de que hubiera elecciones, lógicamente. Los historiadores han recordado estos días que fueron Nixon y Kennedy, en 1960 los primeros en enfrentarse en televisión a discutir; el debate lo ganó Kennedy porque era más guapo y porque Nixon iba sin afeitar y su barba cerrada daba mal en blanco y negro. La política, a fin de cuentas es un largo, caro y peligroso espectáculo de televisión. Y en la televisión ya sólo importan los debates, sean de verduleras venidas a más en programas del corazón, de clientes de bar discutiendo de fútbol en programas falsamente deportivos o pomposos tertulianos sentados alrededor de una mesa. Se ha establecido el debate como un rito: hay que llevar las ideas a la televisión y compararlas, a ver quien la tiene más grande. Y eso es lo que ha devenido en debate parlamentario, como el que se organizó el otro día con tres de los candidatos a presidir este país que soportamos, patrocinamos y subvencionamos. Es el primer debate que no se monta en televisión, sino en un periódico de papel y pantalla, y difundido por internet. Como ya saben, incluso si no lo siguieron como dicen que siguieron miles de personas, se presentaron tres candidatos, Rivera de Ciudadanos, Sánchez del PSOE e Iglesias de Podemos. Dejaron un atril vacío, porque el actual presidente y candidato por el PP decidió no presentarse a debatir, como todos ustedes deben saber también.
A renglón seguido surgieron las encuestas sobre quien ganó, quien estuvo más agresivo, qué pensaba la gente de que Rajoy no estuviera y todo eso que se supone que sirve para dar idea de las intenciones de los votantes. Al mismo renglón saltaron todos los comentaristas y articulistas de cabecera para analizar y debatir sobre el debate. Y un poco más abajo del renglón, todas las redes sociales se llenaron de frases, chistes y comentarios poniendo a parir a unos y alabando a otros, según les iba en las simpatías. Y yo, que no tengo red social que llevarme a la pantalla, ni suelo ver los debates, recurro a lo de siempre, cuatro fotos y el resumen escrito en la prensa, desbrozo las intenciones de cada periódico, que ya no ocultan sus afinidades electivas, y me hago mi propia conclusión, cativa y pobre, pero, a fin de cuentas, de mi propiedad y de mi derecho electoral a dar mi voto o no darlo. Y lo primero que me vino al teclado es que allí estaban tres de otra generación que no era la mía, que es algo que me viene ocurriendo desde que un día me di cuenta de que el presidente de los EEUU ya era más joven que yo. Y también me extrañó, como a todo el mundo, al margen de pasiones partidistas, la ausencia de Rajoy. Por supuesto que es muy libre de no ir y poner las disculpas que le parezcan, pero si analizamos en plan chambón las últimas actitudes del ahora presidente del Gobierno, parece como si no quisiera ganar las elecciones, como si estuviera en preconcurso de acreedores, que es esa situación en que se encuentran algunas empresas que creíamos de una potencia económica a prueba de bomba, y que, de repente, resulta que eran un centollo farol, sorprendiendo incluso a los propios trabajadores de la empresa. El presidente en funciones aparece en foros internacionales, en reuniones con líderes extranjeros, pero da la sensación de que es realmente un holograma, porque el de verdad, en cuerpo y alma, prefiere aparece en un programa de deportes lamentablemente dándole una colleja a su propio hijo (creo que en realidad es un padre cariñoso y que aquello no fue más que una broma paternal) o jugando al futbolín con Bertín Osborne (un ejercicio que dejó al descubierto la vulgaridad mostrenca de lo cotidiano, la otra cara de la luna política), mientras la vicepresidenta se apunta al estilo Dora la Exploradora, con su mochila y su mapa. Sus asesores sabrán lo que hacen, porque para eso cobran, y ellos son los doctores que nos sabrán responder, pero queda la impresión de que hay unas reglas de juego político, un protocolo, como se dice ahora, y Rajoy decidió saltárselo y marcharse a jugar al dominó con los jubilados del pueblo (mala imitación de Fraga y sus partidas en Vilalba o en Cuba, con Fidel). Y claro, cada cual tiene su estrategia, y a lo mejor le va bien, como dice el CIS, pero no se puede dejar un lugar vacío, porque la naturaleza siempre tiende a llenarlo con lo primero que encuentra, y allí había tres dispuestos a ello.
Y esos tres demostraron que asistieron a clase y son alumnos aplicados. Por supuesto, hablaron como políticos, que es un habla distinta, como la de los jueces, diferente de la que gastan cuando hablan contigo mientras toman una tapa de zorza y unos riojas. Las frases les salen de distinta manera, se llena de rimbombancia, aunque traten de ser cercanos al votante. En los tres se nota que hay un cambio, simplemente porque son como jóvenes metidos en una boda: uno vestía de novio, otro de invitado descorbatado ya en la euforia del baile, y el tercero, de camarero contratado por una ETT. Sus discursos estaban bien aprendidos, con lo cual nos auguran un futuro lleno de frases para las primeras páginas a cuatro columnas. Hablaron de economía y prometieron riquezas, hablaron de empleo, y prometieron arreglarlo, hablaron de asuntos internacionales y no prometieron nada, por si acaso; hablaron de algunas ocurrencias exóticas si llegan al poder. Pero, curiosamente –y la observación no es mía, sino de Jorge Drexler, un cantante, publicada en Twitter– no se mencionó una sóla vez la palabra cultura. Y, a lo mejor, porque son jóvenes, no saben, al igual que sus antecesores, que sólo la cultura permanece y genera riqueza, a corto, medio y largo plazo. Todo lo demás, es perecedero.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Hazañas bélicas

J.A.Xesteira
Hagamos un breve ejercicio de nostalgia histórica; más que nada, por cultura general. Después de la segunda guerra mundial, las guerras las aprendíamos en la gloriosa pantalla de cine y en los tebeos (ahora llamados cómic y en aquel entonces, para nosostros, chistes) de Hazañas Bélicas. Para el pueblo español, que había dejado atrás una guerra de la que nunca se hablaba, la guerra era John Wayne o Errol Flynn matando enemigos heroicamente en Francia o en Guadalcanal; eran películas tópicas que sabiamos como funcionaban: los americanos morían de uno en uno, besando las barras y estrellas, y los japoneses morían de cien en cien, al montón y sin personalizar. Las guerras las hacían los soldados y las mandaban unos generales muy buenos, que dibujaban en un mapa. Después llegó Vietnam y Coppola, y la cosa cambió. Las guerras las hacían unos sinvergüenzas del Pentágono, y en ellas morían destrozados unos chavales en una selva, con música de los Doors o los Credence; los enemigos eran del Vietcong y tenían cara. Había otras guerras que montaban los servicios secretos de Kissinger, el único genocida nunca juzgado, que mataban en silencio a los civiles de Suramérica. Y después vinieron más guerras, cada vez había menos soldados y más políticos hablando en las televisiones. Si la guerra civil española son fotos de Capa y su miliciano, la segunda guerra fueron fotos de Capa y documentales en blanco y negro; Vietnam fue la primera guerra televisada. Las siguientes guerras fueron un lío. Y llegamos al siglo de las fotos en directo, vemos los ataques y los muertos desde el teléfono móvil de cualquiera. Paradojicamente, las guerras de ahora no tienen soldados, sólo “asesores”. Con la misma paradoja, nos enteramos menos de lo que está pasando que cuando los corresponsales mandaban palomas mensajeras. La guerra, de la que ya no se hacen películas (pero sí complicadas series de televisión) es un tema político, del que sólo hablan políticos y que manejan los políticos en innumerables reuniones y cumbres mundiales. Conocemos los efectos, los muertos y los fugitivos, pero la guerra ya no tiene a un John Wayne resistiendo heróicamente en una colina. Solo señores con corbata que nos dicen quienes son los malos y que ellos los van a derrotar. Es un viejo tema, que hemos oído infinidad de veces. El resultado final, según la experiencia, es que los únicos derrotados son los muertos, civiles e inciviles, y los únicos que salen ganando son los políticos que hablan en la televisión y se ponen trascendentes cuando los muertos son cercanos, como los de París, y movilizan al mundo porque hay un terrorista perdido entre Francia y Bélgica.
Después de los atentados, Hollande, que iba de capa caída politicamente, sacó pecho, entonó la Marsellesa y gritó “aux armes, citoyens”. Y al momento se puso a reunirse con tododiós: con Putin, con Merkel, con Cameron, con el jefe de la UE, con Mateo Rienzi, con Rajoy (ay, no, con Rajoy, no), con el presidente chino… Y a todos les cuenta que hay que acabar con el terrorismo. Y todos le dicen que sí, que un día de estos quedan para tomar unas copas, y después se van y hacen lo que les da la gana. Putin dice que a El Assad no se le toca, y se cabrea porque los turcos le derriban un avión; Obama dice que hay que combatir juntos al ISIS, pero a los americanos les cae muy lejos la historia (como siempre); Cameron aprovecha la jugada para salir del bajón político; Merkel se ofrece para mandar tropas a Mali, que es menos follón que Siria. Y el que más y el que menos aprovecha la maldad de los yihadistas para aumentar el presupuesto de defensa; Cameron apunta un  gasto del 30 por ciento por encima de lo presupuestos; en España se piden millones para comprar drones, que nos hacen una falta como el turrón en Navidad; el resto de los países abre la tienda y hace negocio. Los yihadistas son malos, pero buenos clientes, tienen fusiles AK-47, los famosos kalashnikov, que fabrica su enemigo Putin, y fusiles M-16, que fabrica su enemigo Obama, y los de El Assad tienen aviones MIG, también de Putin. Es decir, que unos y otros hacen negocio. Porque de eso se trata, de vender las herramientas necesarias para que la guerra continúe y el dinero corra. Nadie sabe por donde circula ese dinero, pero los países de los emiratos y Arabia Saudí, tiranías medievales sostenidas por las llamadas democracias occidentales, tienen  algo que ver con las subvenciones a los grupos revoltosos. Y mientras rusos, franceses y americanos bombardean con sus aviones unos objetivos indefinidos, los yihadistas bombardean con jóvenes parados que iban al instituto en Francia o España (el papa acaba de decir que el terrorismo lo genera la pobreza, y si él lo dice, palabra de Dios, o de Alá, o de Yaveh, según)
Porque la guerra tiene ese lado bueno. El malo es el de los muertos, inevitables, porque están allí en lugar de estar en otro lado. Pero los políticos, que están en ese otro lado, salen reforzados, porque organizan funerales en colorines, cantan himnos y la patria emociona a la masa espesa, que deja caer una lagrima mientras suena “La vie en rose” cantada por Celine Dion. Cursi, si, pero patriótica. No hay más que ver a los líderes, serios, con la mano en el pecho. Por un lado unen a los ciudadanos contra el enemigo (no hay nada que una tanto como un enemigo) y por otro lado, levantan el país al reforzar la industria del armamento, también llamada de Defensa.
En España, como estamos en campaña electoral, todos los líderes que tendremos que votar dentro de unos días, cogen la guerra con papel de fumar. Nadie se compromete a nada, amagan un poco, prefieren salir en programas de televisión con Bertín Osborne o con Pablo Motos, en plan “somos de un cool que te cagas” O hablar de fútbol, como Rajoy, que sabe que las armas las carga el diablo y sabe como acaban las películas de Hazañas Bélicas. Se lo contó Aznar.

viernes, 20 de noviembre de 2015

La guerra confusa


J.A.Xesteira
Todo el mundo opina sobre el atentado de París, en contra de la recomendación precisa sobre estos casos: para opinar hay que tener la cabeza fría y los pies calientes. En este momento los muertos de París son la disculpa para una serie de espectáculos de gran diseño de luz y sonido, retransmitidos en directo por todos los medios de difusión conocidos, en los que hay mucha flor, muchos más “selfies” y poca reflexión. La sociedad virtual de esta segunda década de siglo es muy dada al funeral grandioso y a los signos externos con tendencia a “enflorecer” las calles y poner cosas en internet, acompañando a los políticos, que aprovechan cualquier muerte para colgarse una medalla de defensores de democracias y cantar un himno. Como ya hay demasiados políticos y demasiada sociedad opinando por todas partes, mejor dejarlo todo como está, hasta que se enfríen los cerebros y pase esta ola peligrosa de demonizar a los musulmanes. No hay funeral gratuito, todo tiene su rentabilidad, como se puede ver en las declaraciones de circunstancias y ese “París c’est moi” que recuerda a un viejo anuncio de perfume francés. A fin de cuentas, como decía el cínico Ambrose Bierce, un funeral es una reunión de personas que se congratulan de no ser el muerto. Los muertos son los que han pagado el pato de una situación de más profundo calado en el que nadie quiere entrar; pasarán pronto a ser unas palabras en un monumento en el que dejar flores, un recordatorio y poco más
Todo es confusión, en el marasmo de opiniones vertidas para darle importancia al asunto; cada acontecimiento mundial, sea de la gravedad que sea sólo se toma como motivo para colgar nuestra opinión, en el caso de las mentes opinantes, o colgarnos la medalla de defensores de la libertad, igualdad y fraternidad, en el caso de los políticos rampantes. Lo que acontece estos días sólo podrá ser analizado con calma cuando pase el tiempo necesario, o, a lo peor ni siquiera en ese momento. No hay más que echar la vista atrás y recordar otros dos grandes masacres, la del tren de Atocha y la de las Torres Gemelas de Nueva York. Todavía hay informaciones ocultas y escaso análisis de los dos hechos. Hay mucho ruído y pocas nueces en la matanza de París, y, cuando escribo esto, todavía quedan radicales libres que pueden seguir matando, mientras las policías se desparraman por Europa a la caza del terrorista suelto. Hay pánico ciudadano que se traduce en las suspensiones de los partidos de fútbol. En parte son las consecuencias buscadas por los terroristas, chafarles la fiesta a Occidente y recordarles que el miedo también puede ser material de exportación, como el petróleo o las armas.
Si conseguimos enfriar los ánimos por un momento y hacer un análisis elemental de lógica militar, podemos llegar a la aterradora conclusión de que todo esto debería estar previsto por los servicios de inteligencia (mala palabra para un organismo mundial que puede que tenga mucha inteligencia, sobre todo artificial y de tecnología punta, pero demuestran ser poco listos). Si los franceses bombardean los pueblos donde domina el ISIS (hay que aprender esa palabra, porque volverá a aparecer mucho más) como lo hacen desde el pasado mes de setiembre, hay que esperar que el ISIS bombardee Francia, en respuesta a una guerra que está en marcha. Como los yihadistas no tienen aviones para mandar contra ciudades francesas, utilizan a personas debidamente descerebradas para inmolarse y morir matando en donde más daño les haga al enemigo. Hay que hacer un inciso sobre la palabra “terrorista”, que es variable, según desde donde se mire. Si se trata de un agente de la CIA infiltrado para matar en territorio enemigo, se le llama soldado; si era un miembro de la Resistencia contra los nazis, se le llamaba patriota, pero vistos desde el otro lado le llaman terrorista. Y esa es la cuestión. Que no se trata de una acción puntual en lugar específico. La guerra ya no tiene territorio, el mundo es el campo de batalla, de la misma manera que la intimidad ya no existe y todo se controla a través de millones de ojos que lo meten en pantallas mundiales. No iba muy desencaminado el rey Abdalah de Jordania cuando dijo hace unos días que estamos en la Tercera Guerra Mundial. Nadie lo declara, pero esa tercera gran guerra hace años que colea por el mundo. Si la Primera Guerra tenía un territorio pequeño, incluso reducido a las trincheras de las afueras de París, que se podían visitar en los ataques a la bayoneta y luego volver a tomarse unas copas en el Moulin Rouge, la Segunda Guerra creció en territorio, peleó en el Pacífico, en las estepas rusas, se bombardeó Londres, se trasladó al desierto árabe y libio y se expandió por todo el mundo. Pero ahora, la guerra ya no tiene campo de batalla, no tiene espacio físico y, sobre todo, no tiene estrategias ni espacio de tiempo para ganar o perder. Es la guerra intangible, está, o puede estar, en todas partes y a cualquier hora, sin presencia de ejércitos ni cornetas. Y, como en todas las guerras, los que más mueren son los que no son de la guerra, como el personaje tan bien inventado por Gila; mueren los niños y sus padres mientras están en su casa en Siria, mueren los que huyen de la guerra ahogados en el Mediterraneo y mueren las personas corrientes que salen un fin de semana a tomar una copa en París, ajenos a los dramas que suceden a miles de kilómetros. Si lo analizamos con el cinísmo de la estrategia militar diríamos que todos ellos, los que mueren bombardeados en sus casas, los que se ahogan en el mar y los que mueren en la discoteca, son daños colaterales de una guerra mundial. Y me temo que la respuesta de los grandes potentes de las grandes potencias va a ser (es) una respuesta bélica del siglo pasado, cuando están en una guerra del Siglo XXI, sin banderas ni desfiles militares, sólo con cámaras de vigilancia y móviles.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Contrasentidos contra sentidos

J.A.Xesteira
Hay cosas que son un contrasentido, como monarquía parlamentaria (un concepto que viene de arriba abajo, incluso en ocasiones por la gracia de Dios, y otro concepto que va de abajo arriba, desde el pueblo al poder, tienen que chocar en alguna parte, un rey demócrata es como un gatoperro); democracia cristiana (el cristianismo, como cualquier religión, no es demócrata, manda quien quiere Dios, no quien quieren los adoradores del dios) y algunas otras de peor intención como la imposibilidad del pensamiento navarro, atribuido a la mala leche de Pío Baroja. Hay otras cosas que van contra el sentido común, esa percepción natural en las personas con dos dedos de frente, que es la medida estándar para cualificar a una persona con los atributos necesarios de lógica, ética y corrección de estilo (en gallego se le conoce también como “sentidiño”); son esas cosas que cualquiera ve en el forro de una noticia, según aparece en los Medios; es esa frase pronunciada por un notable –político, artista, futbolista o banquero– y que cualquiera puede ver que está mintiendo o que no sabe por donde se anda; son esas barbaridades que cualquiera puede ver a diario en las decisiones que nos afectan a todos y sabemos que nos van a hacer la puñeta. Hay otras cosas que son un contrasentido contra el común de los sentidos, que se hacen para una foto, un gesto, una propaganda vacía. Están conectadas con la falta de sentido común; son esos posados de inauguraciones de inutilidades, de promesas en tiempos de elecciones que sabemos que son mentira, tanto los que las dicen como los que las oimos (los primeros se benefician de las mentiras, los segundos las tendremos que pagar de nuestro bolsillo). Y hay, finalmente, otras cosas que son contrasentidos direccionales, que van contra el sentido lógico que llevan los acontecimientos, a contracorriente y a contrapelo.
En el primer grupo hay que situar los recientes acontecimientos del rey de España como garantía de la democracia constitucional contra el intento de instaurar una república catalana. Las fuerzas constitucionalistas se escudan en el imperio de la ley: nadie por encima de la ley. Y no recuerdan, porque la memoria es débil, que no hay nada más frágil que una ley. En política se aplica el marxismo de Groucho: “La ley es inamovible, y si no le gusta, la cambiamos por otra inamovible”. La Transición se hizo así: se cambiaron leyes fundamentales por otras leyes igual de fundamentales. Otros acontecimientos de este apartado, están en el Vaticano, donde el papa se pelea contra el dinero negro que circula por las alcantarillas de Dios. El dinero de la Iglesia es negro, no cotiza tributos ni se controla en un registro (para muestra, el caso de los millones de Compostela, que nadie sabía que faltaban, ¡tanto es lo que entra en negro que ni se sabe!)
En el segundo grupo, el de la falta de sentidiño, lo dejo al criterio del lector, aunque podríamos apuntar la cantidad de despropósitos en la gestión del dinero público que nos lleva a padecer una sanidad cada vez más cara, una seguridad social descapitalizada, una enseñanza en precario y un mundo cada vez más dependiente de poderes capitalistas sin ningún tipo de pudor ni ética; un mercado laboral en el que se emplea a destajo y salarios miseria (aunque luego en las estadísticas se mienta a cara lavada) y, en definitiva, ese mundo que nos cuentan a diario en los Medios los grandes dirigentes de la sociedad.
El tercero de los grupos es una farsa. El de las fotos de inauguraciones propagandísticas y de las frases en los foros de opinión. Hay, sin embargo, una foto preocupante de estos días atrás; la de los mandamases europeos recolocando inmigrantes de acogida en Europa; la pudieron ver en algún telediario. Se reunían en Grecia el primer ministro heleno y los de la Europa acogedora; se hicieron la foto para alegrarse de colocar a 30 inimigrantes en Luxemburgo y lo dieron como el comienzo de una  solución. Lo preocupante es que si los miles de refugiados los recolocan de treinta en treinta, pasarán los años y se pudrirán en campos de concentración a la espera del viaje. Y lo más inquietante; cuando los recolocados subían al avión con destino a Europa, una niña del grupo, de unos seis años, se dio la vuelta y fotografió a los políticos con un caro iPhone. Una sospecha: ¿de que nivel de asilados estamos hablando para mandar al país más rico del mundo? Cuando vemos que la Europa que festejó la caída del único muro que tenía acepta como natural que se levanten nuevos muros entre sus países, es que algo huele a mentira podrida en el viejo mundo.
Por último, en los acontecimientos que van a contramano de la corriente principal tenemos tres ejemplos; parlamentarios, de momento, pero con tendencia a prolongarse en el inmediato futuro, incierto y sin nada claro en el horizonte.
Primero, Portugal, que, por vez primera en cuarenta años, rompe con la tradición de que mande el más votado y echa abajo a la derecha, complicándole la papeleta al presidente de la República, que viene a ser como un rey (que nadie elige) pero sin corona. La izquierda portuguesa, que, como la española, no se “ajunta” facilmente, decide, de pronto, formar frente común contra Europa y la derecha. La izquierda de los portugueses quiere estar en el poder y ser la que tome las decisiones.
Segundo, Cataluña, que quiere ser independiente y no estar en España. La dificultad está en que para ello no “ajuntan” ni a izquierdas ni a derechas, y todo queda en un gran  embrollo, difícil de resolver, ni con las posturas de fuerza ni con la ley imperante.
El tercero, Gran Bretaña, que, como es tradicional, quiere ser de Europa pero no estar en Europa y para ello pone unas condiciones en plan chulo. Es más una cuestión semántica, en inglés, ser y estar se dice de la misma manera.
Todas esas cosas tendremos que soportarlas en el futuro más inmediato, algunas de resolverán o complicarán el mes que viene, otras, vaya usted a saber.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Letras pequeñas

J.A.Xesteira
Todos los que escribimos artículos de opinión nos alimentamos de lo que ponen en los periódicos. Todos. Incluso los que, por su rimbombancia opinativa, parece que tienen línea directa con la Moncloa o el Pentágono. La verdad es que cada uno agarra el periódico por la mañana y moja en el café las noticias que más le van para lo que se le ocurra escribir. Todo se reduce a agarrar las noticias al vuelo y exprimirlas un poco según funcione nuestra imaginación ese día. Como el acceso a las noticias ya se practica a través de un ordenador o del cachivache luminoso que cada cual prefiera, basta con leer la primera página virtual y, si acaso, entrar a través de cada titular en el texto ampliado, para tener una visión de lo que nos importa. Y lo que importa, generalmente es la letra grande, las grandes noticias que atraviesan las primeras páginas como una corriente del golfo, con el mismo mar de fondo pero con  las variaciones adaptadas a las intenciones de cada medio. Las letras grandes de esta temporada son lo que podríamos llamar el Problema Catalán y las Generales del 20-D (no vale hacer chistes con lo de las Generalísimas del 20-D). En ocasiones, y según los medios, ambas cosas se confunden. Los catalanes se disfrazan de El Segadors para romper con España, y el resto de los partidos se disfrazan del alcalde de Móstoles para dar un grito patriótico. Pero en el fondo no es más que palabrería escrita con letras grandes. Todos saben que una secesión o independencia o como quieran llamar a la Cosa, no es tan fácil en un mundo atravesado por una economía imperante y una superestructura europea creada a imagen de ese esquema económico. Saben que ponerse patrióticos (en los dos bandos) puede ser rentable electoralmente, pero en la práctica será otra cosa. Y lo será, porque ese maldito embrollo no hizo más que empezar, y los grandes analistas van a tener material para pontificar durante mucho tiempo, por encima de tribunales constitucionales y grandes declaraciones de amor y odio. Son la letra grande, la que está en todos los artículos que escribimos todos los grandes estrategas.
Hay otras letras grandes que son puntuales, circunstanciales. Como las cifras del paro, que resuelven el tema del momento. Pero pasa pronto, porque las cifras las carga el diablo, pero se las lleva el viento. Suba o baje el paro, siempre habrá en esos datos una disculpa para ser optimistas o pesimistas. La ciencia estadística es lo que tiene. Hay expertos que incluso anuncian una nueva Gran Depresión. Y mientras, para contraste de esas letras grandes puntuales, otras letras anuncian que Amancio Ortega, el hombre gallego más rico del mundo, acaba de cobrar 480,5 millones de euros con la misma facilidad con que usted cobra el reintegro de la primitiva. Ortega es un rico con pinta de vestirse en las rebajas de sus tiendas; seguramente sabe de la importancia de la letra pequeña y que es mejor un discreto pasar que una imagen rompedora, aunque sea más rico que el Tío Gilito. Las cifras no nos sirven, son letra grande inútil. Los verdaderos parámetros sobre el paro y sus crueldades nos vienen dados por la realidad: un camarero de mala leche nos dice más sobre el subempleo y sus escasos salarios que mil palabras de un político; la cantidad de emigrantes que han salido para buscarse la vida por ahí adelante es más expresiva que todos los editoriales de prensa. La letra grande no nos sorprende ni nos tiene que interesar, es tema que se resolverá con el tiempo y en contra de las grandes declaraciones de intenciones.
La letra pequeña es más sorprendente y agradecida. Tiene sus gracias. Vean si no el regalo que le hizo el rey Felipe a su hija mayor, una niña que a lo mejor le haría ilusión la muñeca de Frozen o un videojuego: nada menos que el Toisón de Oro, además de un estandarte. No creo que le haga ninguna gracia a la niña, por muy princesa de Asturias que sea, que su padre le regale un collarón con un carnero colgado (cuentan que el carnero de marras tiene un origen bastante porno) y una bandera, como si fuera un hincha de fútbol. Son noticias de escaso alcance pero de mucha más coña. Como lo de las comuniones civiles, que son como las religiosas pero sin hostia. Una tontería más que añadir a las novedades que el siglo estrena. Su hija puede ir vestida de Sissi emperatriz, pero sin misa ni canciones a la virgen. Estas noticias pequeñas, y otras que pasan de manera tangencial por los periódicos, son las que de verdad enseñan la cara de la sociedad en la que cotizamos.
De estas, de las letras pequeñas, la que se lleva los grandes honores es la del cura detenido por el Vaticano. Merecería la historia una película de espías, porque tiene todos los ingredientes. Ni Spectra le llega al borde de la sotana. Tiene de todo; su espía español, el “contable de Dios” (The Bookepper of God”, en su título cinematográfico) con tres carreras, dos en Teología y una en Derecho Económico; tenía licencia para invertir (doble cero siete debería ser su contraseña de acceso); hay por medio una mujer guapa que se pasó de las financieras privadas a la asesoría de la Santa Sede; una ligazón con el Opus, una organización de ramificaciones internacionales; unos documentos secretos que se roban, se filtran a periodistas y escritores y aparecen dos libros  con esos secretos, “Avaricia” y “Vía Crucis”; fiestas por todo lo alto de las terrazas del Vaticano, en las que se gastaron miles de euros en algo más que martinis secos, agitados, no revueltos; una organización de cardenales y obispos que no gusta de las maneras del papa, pero que viven en pisos romanos de superlujo (imagínense el lujo episcopal). Todo eso, con música de John Barry, resultaría un bombazo en taquilla. El papa Francisco está rodeado de un personal más peligroso que Goldfinger y un río de dinero negro circula sin control por los circuitos católicos. Continuará.

sábado, 31 de octubre de 2015

Lo que aprendi del cine

J.A.Xesteira
En el cine se aprende mucho. Diría más, prácticamente lo que sé lo aprendí en el cine. Hablo del cine como rito y mito de un tiempo en que ver cine consistía en reunirse con gentes en un templo a oscuras, y comulgar todos con un milagro que sucedía en una pantalla enorme durante una hora u hora y media. El cine era un acto social al que asistíamos independientemente de la película que echaran. Desde que el cine dejó de ser un acto social para convertirse en un acto aislado, de sillón y mando a distancia, ya no aprendemos nada, estamos estupefactos, amorfinados delante de la pantalla, pequeña, convertidos en zombies de pensamiento único y débil. Debe ser que nos quieren así.
Pero el cine, ese otro cine, conformó nuestra manera de pensar, nos hizo aprender unos esquemas de comportamiento y unas reglas que operaban por el principio de acción y reacción. Por ejemplo, sabemos que cuando el chico mira a la chica y suenan violines, es que se van a besar. O cuando van a matar al centinela. A lo largo de la historia del cine han muerto miles de centinelas, de ejércitos, o de bandas o de tribu apache. Sabemos que cuando un centinela está vigilando y el protagonista, o el amigo del chico se arrastra por detrás, es que el centinela va a morir, bien apuñalado, estrangulado o de un tiro con silenciador. Realmente el puesto de centinela en el cine es un puesto muy desprestigiado. Han muerto miles y todavía siguen poniendo centinelas. En el cine aprendimos más de la historia de América del Norte que de la de España, de la que nunca aprendimos nada realmente cierto, salvo fechas y grandezas patrias (en los libros de bachiller estudiamos batallas que ni siquiera existieron). El cine, tal y como lo entendíamos, fue el gran arte del siglo XX. En el XXI no sabemos lo que pasará, dada la diversidad de acceso a los contenidos, la enorme variedad de soportes y el abrumador tonelaje de historias contadas en imágenes, ahora en series de televisión, películas repetitivas que pasan directamente de la pantalla de los multicines de centro comercial a los ordenadores, en descargas legales o piratas.
Lo que el cine nos enseñó básicamente es a reconocer en la vida real lo que pasa y puede pasar, según los cánones seguidos en la pantalla, las reglas del juego aprendido, pero que sólo funcionan en la historia contada en imágenes. Como el caso del centinela, otro de los casos frecuentes es que si una rubia camina por una casa a oscuras, en camisón y con una vela en la mano…, usted sabe lo que sucederá a continuación. En la vida real no  siguen las reglas del juego. Los directores de las películas que salen en los telediarios o en las páginas de los periódicos cuentan una historia que no se ajusta a lo que se espera, a lo que es la norma clásica.
Una película ya vista. Los tres de las Azores (¿se acuerdan?) sonriendo en el comienzo de la guerra de Irak, una guerra-negocio patrocinada por los Bush y que, como cualquiera que hubiera ido al cine sabe, iba a acabar como acabó, convirtiendo el mundo musulmán en una bomba atómica. Cuando los tres personajes posaban como si fueran Groucho, Chico y Harpo (uno tenía el mismo bigote, pero ninguno era gracioso) sabíamos que aquello era una estupidez de tamaño imperial. Cuando los aviones chocaron contra las torres de Nueva York sabíamos que era la segunda parte de la película anterior; solo los emperadores estúpidos no saben lo que pasa en las secuelas de la serie: los imperios contraatacan, las amenazas fantasmas acechan y el mundo deriva a una guerra total, mucho más peligrosa, porque todos somos soldados, todos somos víctimas posibles y todos somos el centinela que vigila el sistema económico para que no venga un comando a ponerle una bomba. Sabemos como son estas cosas. Los tres de las Azores, no. Uno de ellos, el inglés, acaba de pedir perdón por las consecuencias de la guerra de Irak (¡tarde piaches!) y reconoce que aquella estupidez es la causa de la actual situación en todo Oriente Próximo y no tan próximo; seguramente Tony Blair (pronunciese en el inglés de Aznar, para hacerlo más auténtico) hace ahora ese mea culpa porque seguramente tiene algún negocio que así lo requiere. Los otros dos de la foto no dicen nada, porque seguramente no tienen negocios de ese tipo. Pero todo eso lo sabíamos antes, porque ya habíamos visto esa película, conocíamos la ley del Oeste y sabemos que los héroes están bien en la pantalla, pero en la vida real no hay truco.
Otra película que podría titularse “La Corrupción” ( en varios episodios, como una saga de política ficción). Sabemos lo que pasa cuando los corruptos hablan con un vaso de whisky sobre sus negocios. La corrupción en  todas sus variantes es un género cinematográfico confuso y de escasa aceptación. El espectador se pierde por la mitad de la historia, acaba por no entender la trama  y necesita tener unos conocimientos de la economía mundial que no están a su alcance. No entiende la historia, en la que pululan los malos con aspecto de prepotente y los buenos con cara de Tom Cruise; lo único que tenemos claro en ese tipo de películas es que, al final, el malo es detenido y va a la cárcel porque el poli bueno siempre tiene un truco de última hora que descubre el pastel. En la vida real no sabemos como funciona, esperamos que aparezca algo que lo aclare, pero, acostumbrados a un  tipo de cine, no vemos que se sigan las reglas del juego. Nos embrollamos, no sabemos si la Gurtel existe o es una trama islamista, o si los independentiscas catalanes y Jordi Pujol pertenecen a Spectra, o si todas las operaciones abiertas tendrán un The End satisfactorio. La corrupción real, la de los partidos en campaña, no se ajusta a las leyes del cine, y las leyes reales son incapaces de dejar contentos a los espectadores, que pagamos nuestra entrada.




sábado, 24 de octubre de 2015

Predecir futuros

J.A.Xesteira
Se celebró (bueno, lo debieron celebrar los frikis y culbs de fans) estos días la llegada de Marty y Doc al futuro. Me refieron, como saben los buenos aficionados a estas cosas, la película “Regreso al futuro”, que marcaba la fecha del miércoles pasado como futuro del viaje en el coche del tiempo, aquel Delorean trucado por el sabio chiflado. Andaban estos días por la Red montones de comentarios, artículos y montajes de películas para comparar el futuro cinematográfico rodado en 1989 y el futuro real al que llegarían los personajes del film. Como siempre, los futuros nunca coinciden. Los grandes futuros anunciados nunca fueron una premonición acertada. Recordemos el año 2001, de la odisea espacial. Llegó el 2001 y no hubo ni monolíto en Marte ni aquel gran ordenador que asesinaba a los viajeros del espacio, que navegaban a ritmo de “Así hablaba Zaratustra”. ¿Y qué decir de aquella visión pesimista de Orwell de “1984”? Hubo que hacer muchos esfuerzos conceptuales para hacer cuadrar la dictadura aplastante con el sistema capitalista imperante en aquel año y en los posteriores. En su caso dejó en herencia una marca registrada, el Gran Hermano, que todo lo ve, pero aplicado sólamente a un programa de televisión dedicado a mostrar como se relacionan los seres humanos reducidos a la condición de animales de laboratorio, dentro de una jaula. Cierto, y hay que decir en defensa de Orwell, que su visión del poder gubernamental como el controlador visual de todos los habitantes es un deseo de cualquier poder actual, que se traduce en la colocación de cámaras de vigilancia por todas partes, una costumbre controladora cada vez más en aumento, y que se complemente con la proliferación de imágenes de nuestra vida en las redes mal llamadas sociales.
Marty y Doc se llevarían un chasco si aterrizaran con su coche el miércoles pasado, como ya se han encargado de catalogar en las redes, señalando todas las maravillas que encuentran en la película pero que no encontramos en el momento actual (el ejemplo de los patines voladores es lo de menos)  Treinta años después ni siquiera hay una solución a la vista para la enfermedad real de Michael J. Fox, el joven que viajó hacia adelante con el chaleco rojo y las zapatillas Nike.
Si hacemos la pedestre reflexión de considerar este momento como el futuro de un pasado más o menos reciente (a elegir) podemos comprobar que “esto” es lo que no esperábamos que fuese. Cantidad de cosas que deseábamos de una manera se convirtieron en lo que ahora son, incluidos nosotros mismos. La vida viene y nos lleva sin que podamós hacer gran cosa para remediarlo. De la misma manera, podemos hacer la misma reflexión pensando en el futuro que vendrá si nos montamos en nuestro coche trucado y aparecemos dentro de treinta años (o lo imaginemos, porque, según edades, cada cual puede echar sus cuentas). Entre lo impensable de antes y lo pensable de ahora nos movemos tropezando siempre en la misma piedra, una, dos y mil veces. Bastaría hacer una simple comparación entre lo prometido, lo predecible y lo que de verdad ocurrió, para escarmentar y no hacer planes de futuro sin un mínimo de sentido común.
En este momento que se nos aparecen Fraga y el embajador americano bañándose en una playa que dicen que era Palomares, vuelven las famosas bombas que rescató Paco con su red. Y como en una película de sábado por la tarde, aparece el vicepresidente americano (sin chaleco rojo ni zapatillas Nike) y promete que EEUU va a limpar, después de  49 años, el plutonio de las arenas de Palomeras. No se lo cree nadie, y no deja de ser un detalle de gente enrollada. A cambio de esa promesa, el ministro Margallo (de fácil rima gallega) le regaló una guitarra, como colofón a una reunión de cantantes. Probablemente los USA manden personal a retirar la arena y la llevarán a cualquier parte y lo festejarán en su momento. Lo que estuvo contaminado durante todos esos años, queda contaminado, el que sufrió o murió sin enterarse de los efectos del plutonio ya pertenece al pasado. El plutonio no va a salir tan facilmente de Palomares; su vida sí que tiene futuro (una vida media de más de 24.000 años) y aquel pasado con la imagen del bañador de Fraga, que mostraba al mundo que allí no pasaba nada, vuelve como una mala película en blanco y negro, contaminada y cutre.
Las previsiones de futuro suelen hacerse casi siempre –en el mundo de la política combinada con el capitalismo imperante– para hacernos creer que lo que viene va a ser mejor que lo que pasó. Sabemos que no es más que un buen deseo que rara vez se cumple. Sí sabemos con antelación que muchas de las cosas que se hacen al tiempo de prometer bienestar y prosperidad son ya, en cuanto las hacen, una estupidez que cualquiera puede entender, o una estafa que cualquier sabe que tendremos que pagar en un futuro inmediato. Por ejemplo, las autopistas construidas alrededor de Madrid, que nunca llevaron coches a ninguna parte y que ahora tendremos que pagar entre todos a las empresas que las construyeron y gestionaron. En aquel reciente pasado dijeron que salían baratas, eran necesarias y, además, iban a ser rentables. Tanto ellos como nosotros sabíamos que mentían. Y ahora tendremos que pagar a las empresas que sabían que aquello no valía para nada. Si aplicáramos el sentido común que no se aplicó ante aquellas evidencias a muchas de las obras actuales –hospitales incluidos– en un futuro no muy lejano no tendríamos que volver a pagar las estupideces que ahora mismo se firman en despachos políticos.
Pero no aprenderemos. Seguimos cultivando la estupidez (y la indiferencia ante esa estupidez) como una flor delicada. Se habla de una formación profesional para toreros y no pasa nada. Si ahora aparecieran personas del pasado en una máquina del tiempo se encontrarían con las mismas estupideces del pasado. Si pudiéramos ir hacia adelante, nos encontraríamos seguro dentro de treinta años con que los patines no vuelan y los políticos siguen haciendo las mismas promesas.

sábado, 17 de octubre de 2015

Grandioso

J.A.Xesteira
Estoy convencido de que vivimos en un país grandioso, lleno de gente grandiosa que está gratamente convencida de que somos grandiosos. Y no lo somos por comparación con el entorno vecinal, sino porque tenemos esa percepción y la manifestamos a cada momento, y esas manifestaciones se traducen en noticias grandiosas sobre nuestro grandioso país y su grandioso destino en el mundo. Dicho de otra manera, vamos de sobrados por la vida y –esa es la virtud y el pecado– esa soberbia genética (en Francia le llaman chauvinismo, que es parecido, pero es otra cosa) nos incapacita para reflexionar el mínimo necesario para entender lo que está pasando a nuestro alrededor. Por eso votamos lo que votamos (casi siempre por impulso del bajo vientre más que por análisis de la cabeza) y dejamos que las cosas vayan como quieran que vayan, con grandiosidad de miras. Siempre ha sucedido así hasta que las cosas se tuercen y, como sucede con los que van sobrados y no las piensan, acabamos con cabezas partidas, bien la nuestra contra un muro, bien la de los otros de un botellazo. Los países grandiosos con gente grandiosa cometen grandiosos despropósitos. Y por encima, nuestra vanidad nos atasca las ideas y nos hace creer que somos la repera en almíbar, lo creemos todo, lo admitimos todo y alcanzamos con nuestra grandiosidad las más altas cotas de estúpida soberbia. Los mismos debates parlamentarios, que debieran ser paradigma de sentido común y ganas de trabajar por todos los votantes y abstenidos (el pueblo, que de vez en cuando dicen representar) se convierten en un grandioso mitin de “lo-bien-que-lo-hicimos” y el rebote de los contrarios. Mientras las peleas y deserciones en el partido en el poder se suceden, aparecen datos sobre lo que se abarata la vida, lo bien que nos atienden en las urgencias y en los hospitales, lo contentos que van los niños a las escuelas, datos que nadie se molesta en comprobar y que tienen todo el tufo de campaña de propaganda fabricada por el sistema de corta y pega. El resto de los partidos están ocupados en sus propios datos y no ofrecen todavía una idea coherente ni de izquierda ni de derecha.
Pero de pronto aparecen cosas grandiosas. Un día se me aparece en televisión el presidente del Gobierno inaugurando un pantano. De repente pareció que mi televisor estaba en blanco y negro y con la música de fondo del No-Do se escuchaba una vieja y recordada voz que decía: “Su Excelencia el Jefe del Estado…patapín, patapán”  Y un par de días después, la Fiesta Nacional que se hace en plan grandioso, coincidiendo –parece ser que es pura coincidencia– con la de Corea del Norte. Y venden ese producto como la fiesta de todos los españoles. Craso error; primero fue el Día de la Raza, pero, como no se sabía cual, y como los españoles, entre las cosas malas que hicieron en América hicieron una muy buena, el mestizaje, pronto se sustituyó por el Día de la Hispanidad, que tampoco duró mucho más allá del festival de la OTI; al final quedó en ese extraño Día de la Fiesta Nacional, a lo mejor para fastidiar a los antitaurinos. Pero todos sabemos que, de verdad, es el Puente del Pilar.
Mientras miramos como quien mira llover desde la ventana, las grandiosidades en la televisión, un ente que declara tener a sueldo nada menos que a 144 tertulianos, una grandiosa e inútil plantilla, nos las cuelan por todas partes. Mientras los grandiosos preparan su campaña electoral para las Navidades y Europa nos dice que no cumpliremos el déficit (cosa que se apresura a desmentir la vicepresidenta, cada vez más parecida a Dora la Exploradora) nos meten un impuesto por generar energía grátis. Algo grandiosamente insólito. Hace años, mi amigo K (como el agrimensor de Kafka) solía sentarse en un banco de la alameda al sol, y cuando lo saludaba me decía: “Ya ves, tomando el sol, que de momento, es gratis”. Ya no lo es, hay que pagarlo, porque el sol también pertenece a un fondo buitre o a una corporación que controla las empresas de energía. Como tampoco serán gratis el agua que se pierde ahora por los montes de Galicia, ni la sanidad que se pierde por las gestiones chapuceras, ni la educación que se va restringiendo en más alumnos por aula. Dentro de unos años todo será de grandes corporaciones que están firmando acuerdos entre Europa y Estados Unidos y de lo que nadie parece enterarse en este país. Si usted piensa que estoy hablando de ficción político-económica, eche la vista atrás sólo unos años y cuente la cantidad de cosas que eran gratuitas y por las que ahora paga tasas, impuestos o multas. Pagamos nuestros impuestos sin posibilidades de hurtarle al fisco ni un céntimo. Eso está reservado solamente para aquellas compañías que dominan el espacio tecnológico, venden mucho más barato que el chino del barrio y pagan sus impuestos en paraisos fiscales; me refiero a Apple, Google, Amazon, Ebay y suma y sigue. Son  marcas sin las cuales ya no podemos vivir, pero que no dejan de sus beneficios obtenidos con nuestro dinero más que una pequeña parte en nuestras arcas. Si usted cobra una nómina o una pensión no podrá escapar de la declaración legal de sus rentas. Pero si es una gran empresa tecnológica, si. O si es la iglesia católica, que no paga impuesto de bienes inmuebles por sus extensas posesiones, aunque esas posesiones sean conventos que ahora funcionan como hoteles, restaurantes, párkings y otros establecimientos. Los acuerdos con el Vaticano son grandiosos, y como su reino no es de este mundo, se queda con lo del César pero no paga IBI. Aunque el papa pida perdón cada semana por cosas que muchas veces ni sabemos que son; aunque el obispo Cañizares tenga miedo de que vengan muchos refugiados (el le llama inmigrantes) y conviertan a Europa en otra cosa. Debe olvidarse de que su religión –grandiosa– fue fundada por un palestino y reorganizada por un turco de Tarso que iba de viaje por Siria.

sábado, 10 de octubre de 2015

Unos más que otros


J.A.Xesteira
Hay dos cosas que constantemente atraen nuestra atención a poco que nos asomemos al periódico del bar donde tomamos las cañas o el cortado con leche fría y sacarina: el fútbol y la democracia. Son dos conceptos más parecidos de lo que podamos creer (aunque eso sería más propio de un estudio a fondo o de una tesis doctoral) y tienen en común  que siempre están delante de nuestras narices, para recordarnos que somos seres electorales, a los que hay que dar de comer noticias sobre los diferentes campeonatos y elecciones mundiales, ruedas de prensa de líderes políticos y entrenadores, escándalos financieros para el descrédito de enemigos y alabanza de propios, amistades y enemistades dentro de los equipos (ambos, políticos y futbolísticos), estado de salud (física, la mental no es materia necesaria) clasificaciones y encuestas, declaraciones sobre el futuro inmediato y análisis pormenorizado de los grandes temas a cargo de importantes periodistas supuestamente enterados de lo que puede pasar si no les hacen caso. En el periódico que estaba leyendo un señor al fondo de la barra y que dejó con restos de patatillas por el medio, se hablaba de los resultados del domingo, en la liga española y en las elecciones portuguesas. La primera es de nuestra incumbencia, la segunda también. De la primera sabemos que mandan en la clasificación, por el momento, equipos que nunca  pensaron en mandar, seguramente porque el bipartidismo Madrid-Barça atraviesa una fase de desajustes (el poder también tiene sus días bajos); de la segunda nos dice que en Portugal sigue mandando el que mandaba, pero que el reparto de las fuerzas deja todo por hacer, un poco como en Cataluña, lo que augura que será la tónica de futuras elecciones y que el bipartidismo PP-PSOE puede entrar en fase de mínimos y manden los del Villarreal o los del Celta, al menos por unas semanas. En cualquier caso, y de cara a la liga y las próximas elecciones del 20 de diciembre (¿quién dirá el discurso presidencial de fin de año?) la cosa es confusa. Y se nota. La derecha acusa ese fenómeno de hundimiento: la orquesta sigue tocando en cubierta mientras el resto trata de arriar botes. Por mucho que insistan en el PP en que ellos han arreglado las cosas como Dios manda, el barco escora y, por encima, su ex presidente, Aznar, ese sedicente “analista político” (en este país cualquiera puede ser analista político o crítico de cine, no se piden credenciales) reconoce que Ciudadanos puede desbancar al PP, cosa que todo el mundo sabe, a poco que se lean los periodicos más atrás de los deportes y los resultados de la bonoloto. Pero cuando el presidente de la FAES (un desafortunado nombre que recuerda siempre a falange española) sale diciendo eso de su propio partido, ya no hay que esperar a lo que digan los enemigos. Eso es un tiro en el píe y veneno para la taquilla. Es como si Florentino del Madrid saliera diciendo que el Atletico de Cerezo está mucho mejor que los del Bernabeu. Y desde la cumbre de su colina (aún no es una montaña) Ciudadanos se crece ante la derecha auténtica, la fraguista (no aznarista) que presenta como triunfos una economía en la que nadie tiene fe. Los Ciudadanos venden una imagen “cool”, vestidos de “casual” y sin corbatas. En su caso su imagen vale más que mil palabras de cualquiera del Gobierno (con excepción de Soraya) y ellos saben que están representando una versión actualizada de “Los chicos del Preu”. 
En la otra banda, la autodenominada izquierda (usted puede opinar otra cosa, de momento ni cobran comisión por opinar ni constituye delito de injurias) prepara las ofertas que no podremos rechazar. Sánchez quitará la religion de la escuela y Podemos sacará un día de estos su catálogo de otoño, con 500 medidas a precios de Ikea. Mientras, siguen las confluencias en una izquierda que se hace en la picha un lío cuando las cosas deberían ser más sencillas, como lo eran antes de que la política se enviara por tuiter. A la izquierda le mata el juego individual, el regate y el primer toque, pero a la hora de organizar el equipo y hacer que funcione en bloque, no hay nadie que centre pelotas sobre el área ni hay quien salga al remate. Y con eso no hay goles, por mucho que sus entrenadores salgan a dar ruedas de prensa. 
Como el año que viene llegan las elecciones gallegas, Núñez Feijoo ya ve las elecciones en el horizonte, como un mapa del tiempo, con nubes que entran por las rías y dejan una ciclogénesis explosiva; pone en la calle a la conselleira de Sanidad y arromba la casa para presentarla en las proximas campañas. Es el mito del eterno retorno, o una campaña electoral como el nudo infinito de la sabiduría tibetana, sin principio ni final. Tampoco la marca gallega lo tiene claro, y desde las municipales, con la aparición de los “enanos infiltrados” (expresión que pueden ver en internet y que utilizaba la derecha del franquismo en tiempos remotos) el espectro se difumina. Y ya la cosa no está tan clara. Ni siquiera la iglesia católica lo tiene claro, y eso que al reino de Dios en la Tierra le basta con hacer un dogma en un momento para resolver cualquier posible torcedura de “lo que Dios manda”. No se aclaran con este papa. A la “famiglia” española de Rouco y sus hermanos no le gusta como llevan las cosas en Roma en el sínodo de familias (todo esto recuerda mucho a las reuniones del Padrino I) y, por encima aparecen un cura gay que presenta a su novio como si fuera una novedad. Y lo echan fuera (biblicamente, donde es el llanto y crujir de dientes), porque la iglesia acepta mejor un pederasta oculto que un homosexual manifiesto.
Y todos los espectadores-votantes nos sentimos como Gene Hackman en la película “La noche se mueve”, mientras ve en la televisión un partido de fútbol americano. Su mujer le pregunta: “¿Quien gana?”. Le contesta: “Nadie, sólo que unos pierden más que los otros”.

sábado, 3 de octubre de 2015

Cuestión de sentimientos

J.A.Xesteira
Después de las elecciones catalanas todos deben estar haciendo sus análisis. Cada cual a lo suyo, que no somos quienes de darles lecciones sobre como llevar sus negocios. Después de la consulta disfrazada de plebiscito, comienza otra etapa, los independentistas deben estar eufóricos, pero, como el esclavo que le susurraba el César que era mortal, también deben echar la vista a las experiencias variadas, Quebec, Escocia, la Bélgica Valona, para entender que ser secesionistas o independientes no es tan fácil. El resto de los partidos harían bien en buscar algún experto que les diga desde fuera como va la cosa, sin pelotillas pagadas, para circular por sus caminos. Y, para lo que se trata de verdad, de formar un gobierno en Cataluña, habrá que esperar a ver que pasa con la masa coral ganadora, con tenores de derechas, bajos republicanos y sedicentes izquierdosos de estelada en ristre. Tendrán dificultades para casar tanto grupo plural, porque una cosa es una campaña y otra un gobierno con el juro y prometo en la mesita (por cierto, ¿delante de la Constitución, del Estatut o de qué?). Para todos ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo; porque habrá tiros de fuego amigo, de tiros por la culata y de balazos mientras limpian sus armas. Cada partido se estará disparando dentro de sus saloones, unos, con tiros en los pies y otros con tiros en la sien. Para todos acabó el show, y ahora hay que ponerse a lo práctico, porque, en realidad, las elecciones, los partidos y el barullo de altavoces, tapa lo verdaderamente esencial: que nos arreglen la vida, nos curen en la enfermedad, nos eduquen en nuestra ignoracia y hagan todo lo posible para que lleguemos felices a fin de mes. Las elecciones democráticas están muy sobrevaloradas, porque siempre las entendemos como una final de Champions que acaba con un “hemos ganao” o un “la culpa fue del portero”; ellas, las elecciones, no son lo importante, lo importante es lo que sigue, sea eso lo que sea. No hay más. Todo el resto no es más que patriotismo barato, perdón, caro, muy caro a nuestros bolsillos. Y ya saben (hay que recordarlo de vez en cuando) lo que decía Samuel Johnson, que el patriotismo es el último refugio de los canallas, y que el escritor Ambrose Bierce corregía: el último no, el primero.
Porque en las elecciones (y vamos a tener otras dentro de nada) nos movemos en el terreno de los sentimientos abstractos, de las pasiones sin reflexión y votamos sin conocer muchas veces a quienes nos van a administrar la vida en los cuatro años siguientes. Y los sentimientos son casi siempre malos consejeros. Por eso entendí perfectamente a Trueba con su frase de que no se sentía español, que fue inmediatamente respostada por un “sentido” ministro de cultura, que sí se siente español. Me identifico con el director de cine, porque no sé lo que es sentirse como el ministro. Sé que soy español por mi pasaporte y unas cuantas cosas que me identifican de unos y me diferenciaan de otros, y sé que soy gallego por una serie de circunstancias obvias. Pero el sentimiento patriótico de vibrar con los himnos, con las banderas y con los votos, me es ajeno. Lo siento (en el sentido disculpatorio solamente). Pero nos perdemos con las emociones y los sentimientos, y focalizamos nuestra opinión política, amarrados a esos lastres, en “los otros”, ya sean partidos políticos o, la moda actual catalana, los borbones. A estas alturas la monarquía no es ya un foco de atención que llevar a la guillotina, los borbones, como otras monarquías, no son más que una marca registrada, una empresa que trata de vender su producto (Borbón SL o Borbón y Cuenta Nueva) ofreciéndose como embajadores de la paz y buen rollo. No salen más caros que un hipótetico presidente de gobierno en una hipotética república presidencialista. Solo que ahora también sirven de blanco patrótico de nuestros deseos de cambio nacional. Así que nos centramos en esos “ellos”, los otros partidos políticos y los borbones, por poner algo.
Y nos olvidamos de lo que nos viene de fuera; la internacionalización es lo que nos complica la vida, lo que de verdad nos va a condicionar, votemos lo que votemos. Son esas grandes corporaciones sin rostro las que nos agarran por el cuello hasta hacernos soltar la última moneda. Nos aseguran que existen poderes nacionales, nuestros poderes nacionales y supranacionales, los europeos, que vigilan y velan por que todos mantengan las reglas del juego y el juego sea limpio. Pero también sabemos que las reglas las escriben “ellos”, cada Estado, cada Gobierno, cada patria, pero siempre con las condiciones que imponen esas corporaciones. Hace unos días, la recta Alemania, la que pone condiciones con mano de hierro a los países pequeños que producen poco porque prefieren vivir más y trabajar menos, perdió todo su prestigio. Su gran empresa, la Volkswagen, el coche del pueblo que inventó el Tercer Reich, estafó al mundo entero, y la Alemania que exige rigor al resto de los países tiene que tragarse el sapo de ver como también está en la lista de los corruptos, como cualquiera. Una estafa perpetrada por sus grandes empresarios quizás con el conocimiento de sus políticos financieros; una mentira que estafa a las haciendas de todos los países donde se venden sus coches y que beneficiaban la baja contaminación de sus motores. Todos los estados estafados deberían ahora mismo demandar a la empresa y al gobienro alemán, y la misma empresa y el mismo gobierno deberían tener ya en la carcel a su director, dimitido y jubilado millonario, por estafa internacional.  Pero no pasará nada. Vuelven a la memoria otras corrupciones germanas, la de la Siemens, la de los sobornos de Flick, que salpicó incluso al presidente español de aquel entonces, Felipe González, amigo de Helmut Kohl.
Acostumbrados a que nos roben, a que nos sisen céntimo a céntimo las empresas eléctricas, los bancos, las telefónicas, el mismo Estado, sólo confiamos en el porvenir. Algunos podemos no sentirnos patrióticos, pero todos nos sentimos estafados entre elecciones y elecciones.

sábado, 26 de septiembre de 2015

De izquierda a derecha

J.A.Xesteira
En el estado en que nos encontramos de constante campaña electoral convendría aclarar un par de conceptos que tenemos desactualizados, corroidos por el paso del tiempo. Me refiero a los conceptos de izquierdas o derechas, los dos parámetros que sirven para manejarnos en el mar de la política en que navegamos todos los días. Lo que leemos, escuchamos o vemos en los Medios no ayuda mucho a nuestra claridad al respecto, porque ellos mismos (los Medios y sus escribidores) no lo tienen tampoco muy claro y se limitan a poner la pegatina de derecha o izquierda sin pararse mucho a pensar de que va la cosa y, me temo, sin tener mucha idea de que va esa cosa. Como el mundo está en constante conflicto electoral, y cada movimiento en el paisaje político de cada lugar influye en el resto a cada momento leemos las palabras izquierdas o derechas sin más matices. Por ejemplo reciente: Tsipras y Corbyn acaban de ganar en sus territorios propios; el primero en las elecciones generales de Grecia, una especie de volver-a-empezar; el segundo, como nuevo líder del Partido Laborista británico. La prensa de aquí los despacha a ambos con la etiqueta de “izquierdas”. Pero, salvando la posible cercanía ideológica, que estaría por ver, no tienen nada en común, salvo que hace un año nadie sabía de su existencia. Tsipras es el ganador de una elecciones generales en un país mediterráneo en conflicto económico con Europa y Corbyn es el ganador dentro de su partido (el Laborismo británico es lo que los británicos llaman “izquierdas”, comparable a lo que los británicos llaman “comida”, es decir, un nombre sin nada detrás) en un país de economía próspera, una reina eterna y una relación con el mundo un tanto peculiar. Pero a los dos los despachan con el titular de “Gana la izquierda”.
En el panorama político mundial hay izquierdas y derechas en el poder, según los baremos periodísticos, que son una purrela sin ningún análisis. Así, en el concepto izquierda meten al socialista francés Hollande, a la brasileña Dilma Russeff o al socialdemócrata Passos Coelho, mientras que en la derecha entraría la demócrata cristiana Merkel, Mariano Rajoy (sin etiquetar) o el conservador británico David Cameron. Y así, generalizando, despachamos la cuestión. Pero sabemos que las diferencias entre cada uno, su estilo político y las circunstancias diferentes de cada sociedad en la que gobiernan, hace que derechas e izquierdas tenga colores variables. Y convendría que nos aclarásemos, porque en nuestra realidad social (iba a decir España, pero a estas alturas, con el follón de identidades que tenemos, a lo mejor resulta poco definitorio) no sabemos ya en donde estamos, y los que fuimos de izquierdas o derechas de toda la vida, vemos como se nos escapan los conceptos y nos encontramos desubicados.
Convendría primero hacer un poco de memoria, esta cosa tan frágil que se rompe en los Medios, que padecen un altzheimer tanto gramatical como conceptual, y no digamos de referencias históricas (lo primero se soluciona con más escuela, lo segundo, con un simple diccionario ideológico –antes había un María Moliner en cada redacción– y lo tercero, consultando con las hemerotecas). Convendría recordar como la izquierda clásica de este país, encarnada en sus orígenes clandestinos por el Partido Comunista, empezó a soltar lastre para ganarse los votos del centro. El PC escoró a estribor, dejó de ser comunista, después desdibujó la izquierda y se amalgamó bajo unas siglas que decían que eran “izquierda”. Lo mismo le sucedió al PSOE, que dejó primero el marxismo, y después abandonó el obrerismo en Marbella para llegar al poder diciendo que eran de izquierdas, que estaban allí para cazar ratones aunque fueran gatos negros o gatos blancos (algo así decía el ahora gran gurú y en aquel entonces presidente del Gobierno). Las palabras comunismo o marxisto podían asustar a los españolitos del estado del bienestar (regular estar casi siempre) y todo se fue hacia el centro, donde ya había unos que se calificaban de centro. La derecha lo tenía más fácil, sólo tenía que quitarse el uniforme de jefe del Movimiento y vestirse de traje y corbata para disfrazarse de centro; como no tenían ideario, se adaptaron facilmente a lo que hiciera falta para ser rentables. Todos buscaban el centro de gravedad permanente, el lugar del poder intercambiable, el voto útil que lo mismo vale para unos que para otros, el denominador común, el espacio teórico que lo mismo sirve para que te vote un facha que un rojo (denominaciones hoy en desuso, simplemente folklóricas).
Y como todos se pusieron a olvidar la Política y a sustituirla por la Economía, pasó lo que pasó: como políticos eran mediocres, pero como economistas eran un desastre. Así que se dejaron ir por la Economía de la mano de los que de verdad sabían, los banqueros, los expertos en fondos de inversión, el Fondo Monetario Internacional (y sus presidentes sospechosos habituales), el Banco Central Europeo y las bolsas mundiales, amén de las fuerzas ocultas que manejan el oro y el moro. Y como vimos que todo eso sucedía no importara quien mandase en cada sitio, ni si era de derechas o de izquierdas, y que todos se besaban en público como si fueran de la misma idea, pues las fronteras se desdibujaron, las ideas se nublaron y todo quedó fuera de sitio. Ya no se sabe que es ser de derechas o de izquierdas. El izquierdoso Tsipras tiene que pelear contra la Economía, y si no lo hace con armas de la Política, no hará nada especial. El izquierdoso Corbyn empezó por cabrear a la artrítica política británica. En España habrá elecciones este domingo y las volverá a haber en diciembre (dicen), pero hay pocas cosas claras; nadie habla con claridad (ha tenido que venir el ex presidente uruguayo Mujica para decir cosas con sentido político común) y sólo se sabe que tenemos un país con tres millones de pobres y 21 supermillonarios (datos de Oxfan). Como posible regla general orientativa aporto la que me dio un amigo: La izquierda es un estado de ánimo, la derecha un estado de cuentas.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Tradiciones

J.A.Xesteira
La palabra tradición encierra a menudo un mecanismo peligroso, más por la ligereza con que se utiliza que por la propia palabra en sí; también por el uso del concepto tradicional como disculpa para una serie de actos que pueden ir desde la simple tontería hasta la más cruel imbecilidad, cuando no, a un uso disculpatorio para que los políticos con mando en plaza se inventen (y decreten) leyes que, bajo su amparo, acojan los más diversos disparates. ¿Cuantos años tiene que tener una tradición para ser tradicional? No hay regla ni excepción. El polémico y actual Toro de la Vega de Tordesillas es de 500 años de antigüedad, una fiesta instaurada en un tiempo en que los caballeros alanceaban a los toros o a los villanos o a los moros y Santiago se aparecía a caballo blanco en una batalla que nunca existió (Santiago, tampoco, ni su caballo). Así pues, una tradición secular, arrimada, como era de esperar, a una celebración religiosa (siempre hay sangre alrededor de los dioses) que tuvo sus más y sus menos a lo largo de los tiempos, incluso estuvo prohibida con firma del fundador del partido actualmente en el poder, cuyo ministro de Justicia calificó como “tradición histórica y cultural” lo que el padre fundador del PP prohibió en su tiempo. La tradición cultural e histórica es también fiesta de Interés Turístico, porque, ya se sabe que a los turistas les encanta el exotismo de ver a los nativos haciendo el bestia en cualquier parte del mundo.
Las tradiciónes viven actualmente de la televisión, y de sus hijos pequeños, las redes sociales virtuales. Ahí es donde se pueden ver a los más variados indocumentados haciendo declaraciones por su cuenta. La televisión se ha convertido en un aburrido espacio donde se le pregunta a cualquiera su opinión sobre asuntos que desconoce. Y en esas opiniones todo el mundo defiende las “tradiciones” porque son “de toda la vida”. Pero ¿cuanto es “toda la vida” de una tradición para que sea tradición, insisto? Tomemos ogro ejemplo recogido de la televisión: la fiesta del agua de Vilagarcía, que se celebra en el cálido verano. Según varios de los preguntados por los intrépidos reporteros, es una fiesta tradicional. Sin embargo su antigüedad es de hace unos veinte años, cuando a alguien acalorado se le ocurrió pedir a los de los balcones que echaran agua. Así que tenemos tradiciones de “toda la vida” de hace siglos y de ayer por la mañana. Todo puede ser tradicional.
Y si el tiempo no define la tradición, tampoco el concepto ayuda. Se toman por tradicionales cosas de dudoso origen o de origen conocido pero que tranformamos a nuestro criterio. Por ejemplo en el terreno del folklore. Existe lo que llamamos musica tradicional. Y sobre eso hay puristas que insisten en utilizar solo instrumentos tradicionales. Pero cuando se suben a un escenario para ofrecernos sus tradiciones utilizan amplificaciones modernas con micros de contacto, etapas de potencia, mesa de mezclas y otros artefactos, porque el público tiene que oirles. Y entre los instrumentos tradicionales, por ejemplo, aparece con cierta profusión el buzuki irlandés, que no es más que la copia modificada en los años 60 del buzuki griego. Las tradiciones, a veces son esquivas, y lo que parece musica celta de siglos de edad, no es más que música decimonónica, trasportada de un lado a otro en forma de jotas o jigas, que varían según el terreno que pisan.
Así que no nos aclaramos mucho sobre lo que es tradicional cuando aparece cualquier evento o circunstancia de conflicto. Las religiones siempre se valieron de la Tradición con mayúsculas para justificar cualquier dogma o mandato más o menos divino. Y muchos de los dogmas y tradiciones parecen “de siempre”, cuando ese siempre puede ser de ayer mismo. Ejemplo: el dogma de la Asunción de la Virgen es de 1950 (Pio XII, el que bendecía los tanques fascistas) y el papa de Roma sólo es infalible desde 1870, por decisión de Pio Nono.
 Así que, como no existe un criterio ni de antigüedad ni de credibilidad,  hay que establecer otros parámetros para hablar de tradiciones. No hay nada que objetar cuando lo “tradicional” consiste en que rieguen al personal de cachondeo desde los balcones, cosas más tontas se vieron, como la tomatina, que tanto impresiona a los japoneses. Pero la cosa comienza a pisar el terreno de la estupidez peligrosa cuando un pueblo entero prefiere pagar la multa de 2,000 euros y arrojar desde un campanario a un pavo o en otro pueblo disfrutan tirándose en la plaza ratas muertas. Ahí ya pisamos un terreno en el que convendría que se lo hicieran ver; el simple hecho de la tradición no convierte la estupidez en valor cultural. De la estupidez al fanatismo hay un cabello. Y del fanatismo estúpido a la violencia intolerante, otro. Lo que sigue ya lo saben.

No valen los argumentos que estos días, con motivo del toro de Tordesillas, anduvieron manejando los lanceros castellanos, y por los que pasaron de puntillas muchos políticos, amparándose en la legalidad vigente. Puestos a mantener legalidades tradicionales, en Valladolid era tradicional quemar herejes mas o menos cuando los caballeros mataban toros con lanza.  Y desde aquella los tiempos han cambiado. En otro pueblo, cuyo nombre no recuerdo ni pienso visitar, al toro lo mataban antes con dardos disparados con cerbatana, pero ahora, más civilizados, le pegan un tiro. Ahí hay una contradición legal. Hay una ley que prohibe matar al cerdo de manera tradicional (como siempre lo vimos desde niños) con el cuchillo del matarife, ahora hay que anestesiarlo con una descarga eléctrica. Pero por lo visto y según los dirigentes políticos que no quieren perder los votos de los tordesilleros, hay animales pueden matarse como en la Edad Media lo cual no solo es tradicional, sino legal.
En tradiciones hay que desbrozar mucho. De momento sólo es una palabra en la que nadie se atreve a entrar. Hay que tenerlo todo tradicionalmente atado. Incluso los partidos políticos se agarran a la tradición: dos partidos de toda la vida, y una democracia de siempre, aunque toda esa vida sea sólo de cuarenta años para atrás.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Tiempo de abuelos

J.A.Xesteira
Los abuelos han vuelto al cole. Los nietos, también. Las antiguas organizaciones familiares sobre los niños y el colegio hace años que cambiaron radicalmente. Más o menos por los tiempos en que la mujer se incorporó al mercado laboral (no al trabajo, en el que nunca dejó de estar). A estas alturas ya debe haber estudios sociológicos y psicológicos sobre el tema. Y estadísticas, que nunca faltan, como perejil en salsa. Supongo –no soy sociólogo ni psicólogo ni me interesan mucho las estadísticas– que las dos causas principales para que los abuelos formen batallones en los colegios de sus nietos son dos: mayor perspectivas de vida (en condiciones físicas decentes) y anticipación de la jubilación. Por lo tanto, esta semana comenzó el cole, con los abuelos (abunda el sector masculino, porque la abuela es la que hace la comida para todos, en un reparto de roles muy estandarizado) a la puerta de los centros, preparado para recoger al niño, recibir los recados de la profe (también aquí abundan más las mujeres) y escuchar las aventuras de la tercera generación, un mocoso que maneja los ordenadores como nada, habla en otro lenguaje y devuelve a los abuelos algo que habían olvidado: la ternura.
Si pasamos por delante de un colegio veremos grupos de jubilados tomando el sol y comentando las noticias. Reproducen las mismas estructuras de la juventud, y se juntan por afinidades laborales, políticas o futbolísticas, y rechazan al de otra banda, al pesado o al que ya no “ajuntaban” de niños. Los esquemas se reproducen. Son los abuelos que hicieron la Transición (o lo que fuera que hicieran), los que pelearon por unos derechos laborales en las calles (que más tarde tiraron por el retrete los políticos que los mismos abuelos ayudaron a llegar al poder), los que metieron este país en Europa, pelearon en el Mayo del 68, y sólo sacaron en limpio (pero, eso si, bien limpia) la pensión de jubilación a la que tienen derecho porque esa es la base del pacto entre la ciudadanía y el Estado. Hay otros abuelos que se forraron en el paso de la dictadura a la democracia, pero esos no van a buscar a nos nietos a las puertas del colegio, los tienen en otros colegios más caros e importantes con la pretensión (casi siempre vana) de hacer de ellos cachorros de triunfadores.
Los abuelos de las puertas del cole regresan caminando con los nietos, puede que hagan una parada cómplice para tomar unas cañas con pincho de tortilla, y dos generaciones se sentarán a comer sin la tercera generación, la del medio, porque el sistema obliga. El sistema se sostiene (no es un eufemismo) en gran parte gracias a los abuelos. En muchos hogares no solo son los que crean el núcleo familiar en torno al niño, sino que, desgraciadamente, sus jubilaciones son el único sostén de muchas familias, mientras la parte del medio –los hijos de los abuelos, padres de los nietos– trampea la vida en medio de trabajos mal pagados y de escasa duración, que después venderán los políticos como cifra de ocupación, en una estadística más falsa que un senador de palo. Los abuelos son una fuerza, aunque no lo saben (pero si intuyen vagamente) porque están en condiciones físicas de volver a reclamar en la calle lo que les dé la gana, porque tienen un voto en la recámara de la pistola electoral y ya saben más por viejos (no les llamen mayores, además de ser un error gramatical es un eufemismo hipócrita) que por diablos jubilados. Los abuelos son una fuerza numérica a tener en cuenta; las estadísticas y las esquelas lo respaldan. Y, por lo que se ve por ahí, mantienen el IPC (Índice Personal de Cabreo, no confundir) intacto y a punto de no-me-toques-las-pelotas. Y además son sensibles, porque ya han visto el otro lado de la luna.
La imagen de estos días, la del niño muerto en la playa, ha hecho correr ríos de palabrería vana. En este caso, como en otros, esa imagen vale más que las mil palabras que escribe cualquiera en un periódico. Esa imagen debería valer para que se hiciera un enorme silencio que la propia imagen sustituye. Lo dice todo, y no hacía falta que los comentaristas justificaran su prosa maravillosa aprovechando esa muerte, ni que los políticos se sintieran golpeados y abrumados de boca para la rueda de prensa como dijeron. Quizás no se dieron cuenta, porque la mayor parte de los políticos están metidos en una absurda campaña electoral sobre los catalanes y sus cosas. Pero esa foto, ese niño muerto, es algo mucho más importante: cada abuelo ha visto en ese pequeño cadáver a un nieto. El pequeño sirio ahogado en la playa turca era el Nieto de todos, el niño que no volverá al cole (y tampoco tenía cole, se lo habían bombardeado).
Ahora andan todos intentando arreglar un problema que se les viene encima. Los miles de fugitivos (el ministro de Interior les llama inmigrantes, lo cual define el nivel mental de un ministro) de una guerra en la que se cuecen grandes negocios, que consume mucho del armamento vendido, entre otros, por España, a través de su Ministerio de Grandes Negocios Bélicos (le llaman oficialmente de otra manera) Ahora no saben donde meterlos y los quieren repartir por varios países. Podían meterlos a todos en Luxemburgo, un país que no sirve para nada y tiene el mayor PIB por habitante del mundo. Hablarán mucho, repartirán a los refugiados en diferentes campos de concentración civilizados, pero no resolverán el problema. Porque el problema, lo dijo otro Nieto sirio, está en sus tierras, de donde no se quieren ir. “Paren la guerra, queremos ir a nuestras casas”. Decía el niño. En el mundo no mandan los abuelos, excepto en el Vaticano, donde Francisco, un abuelo (al menos por edad) ve las cosas desde el punto de vista de los viejos. Y hay que tener cuidado con el cabreo de los abuelos, pueden aguantar las crisis y los recortes, pero no soportan que le maten a un nieto en una playa de Turquía.

sábado, 5 de septiembre de 2015

La duda y la fe


J.A.Xesteira
El fenómeno sociopolítico geoestratégico conocido como “soberanismo catalán” tiene, entre sus hipotéticas virtudes y defectos, la sorpresa, el milagro transformador de poner de acuerdo a Felipe González con el PP y con Josemaría Aznar (en este orden, con posibilidades de añadidos según pasa el tiempo). Lo que no fueron capaces de unir ni las necesidades del pueblo español ni los consensos parlamentarios lo acaba de hacer Artur Mas, el Sospechoso, y sus compañeros de orfeón catalanista. Ante su presencia y sus intenciones confesas, los otrora enemigos pasaron del “¡Váyase, señor González!” al “Estoy presente en esa carta” (la de González) y formar un frente español frente a la conspiración catalana. No leí la carta de Felipe González (ni pienso leerla), porque en estos casos es más interesante el efecto que la causa (como si nos dan una pedrada y nos ponemos a examinar la piedra en lugar de curar el chichón). Y el efecto es variable, como el tiempo. Por un lado ha conseguido animar más a los catalanistas, que ven como su idea (independiente de la viabilidad de la misma o de su constitucionalidad o lo que usted quiera, esté a favor o en contra) es rechazada por extrañas parejas que en tiempos fueron enemigos mortales. Por otra parte, Felipe, cada vez que abre la boca le hunde las expectativas de voto al que fue su partido (ignoro ahora si es socialista o sólamente habla como consejero aburrido de alguna corporación financiera); lo mismo le sucede a Josemari Aznar, el Fibroso, que consigue hacer lo propio con su partido. En ambas formaciones deben estar poniendo velas al santo patrono de los mudos para que se callen. No lo harán, porque ambos pertenecen a un club selecto, el de los Walking Dead, los líderes que un día fueron reyes del mambo y que hoy son sólo zombies de pata negra. En ese club están unos cuantos muertos vivientes, como Blair, Clinton y alguno más, que cobran una pasta gansa por decir lo contrario de lo que decían cuando eran presidentes o primeros ministros. Ahora recorren el mundo dando conferencias y cursos, asesorando corporaciones financieras, defendiendo prisioneros de los malvados boliviaranos (o haciendo que los defienden; algo raro ocurrió por el medio, porque el prisionero no fue rescatado por el intrépido abogado) o mediando en el conflicto palestino (un conflicto fortalecido en tiempos del Eje del Mal). Aparecen en medio de gran aparato mediático para dejarnos su mensaje, pero no se dan cuenta de que están muertos, y todos (incluídos sus seguidores, que los aplauden con guantes y les alaban con la boca pequeña) somos como el niño de la película: vemos muertos y lo sabemos. 
No nos fiamos de ellos. Seuramente porque tenemos otros de quien fiarnos (cada quien con sus preferencias políticas); ellos están caducados, aunque salgan de vez en cuando de sus tumbas bien remuneradas para darnos un susto. No nos fiamos de nada, porque si hay algo de lo que estamos seguros es que en este momentos dudamos de todo. Nos han estafado tantas veces que dudamos hasta de lo que creemos. Hemos perdido la fe, porque también, con ella hemos perdido nuestro dinero en cuentas y productos bancarios, hemos perdido el poder adquisitivo de nuestras pensiones, hemos perdido la confianza en las viejas fórmulas, desconfiamos de los datos estadísticos y de las bonanzas anunciadas en los periódicos de que las cifras económicas mejoran. Sabemos que la política y los políticos son un mal necesario y tratamos de amortiguar el mal poniendo y quitando políticos según nos parezca y según podamos elegir del mercado de políticos, pero una vez que se han muerto y pasado a disfrutar del paraiso millonario, ya no. 
Nuestras dudas casi siempre se confirman, nuestra fe siempre se frustra. Teníamos fe en los bancos, y cada uno “trabajaba” con el suyo, de la misma manera que tenía su peluquero, su marca de tabaco, su niki con cocodrilo o caballito, su marca de cerveza… Éramos fieles a una serie de cosas, al club de fútbol (uno de los últimos monolitos de adoración) o al partido político. Y así nos fue. Los bancos, que eran un lugar en el que conocíamos a los que trabajaban y confiábamos en esas instituciones para tener nuestro dinero más seguro que debajo del colchón, no son más que la versión corporativa e inmensa de aquel personaje de “El Padrino II”, don  Fanucci, ¿recuerdan? (en caso contrario ver, por favor, la película es imperdonable no hacerlo) el hombre de blanco, amable, sonriente, colega, que cobraba un impuesto protector (una tasa por depósito bancario) al tiempo que prestaba dinero y mantenía un status en el comercio del barrio que hacía que todo funcionase (al menos en apariencia) Si vieron la película, saben como acabó la cosa. Ya no hay fe en los bancos, se gastaron nuestro dinero y tuvimos que prestarle más de nuestro propio dinero (¿han devuelto algo?) y no hay fe en los partidos políticos, por más que nos digan que mejoran los resultados económicos y las expectativas de futuro, de creación de empleo, de producto interior bruto, de crecimiento económico… En fin, de todas esas cosas que ya decían los zombies cuando estaban vivos y en sus moncloas. A poca memoria que tengamos no hay una sola de las promesas que se hacecn ahora, desde el Gobierno o desde la oposición que no se haya hecho antes. Y los resultados los conocemos. Tenemos más dudas que fe. Pero como el ser humano es como es, volveremos a creer en los nuevos mesías, en las nuevas promesas, incuso los catalanes creerán en sus soberanistas (¿por qué no?) y el resto en lo que se pueda. Con nuestras dudas y nuestra certeza de que nos están estafando, de la misma manera que hicieron en anteriores ocasiones. Y cuando venga otro ciclo y aparezcan nuevas generaciones, aparecerán nuevos zombies y nuevas promesas. Cabe la posibilidad de que en algún momento alguien pegue un puñetazo en la mesa y rompa el naipe. En cualquier caso, será muy interesante contemplar al actual presidente cuando pase a la condición de muerto viviente y se nos aparezca en los Medios. ¿Qué dirá?