viernes, 23 de junio de 2017

Los bancos entre dos frases

J.A.Xesteira
Una frase: “¿Que delito es el robo a un banco en comparación con fundar uno?”. B. Brecht; “La ópera de tres centavos”.
El Banco de España, que es el paradigma de los bancos, el banco nacional, de todos y para vigilar los cuartos de todos, acaba de decirnos que aquel préstamo a la fuerza que el Estado, por medio del Gobierno del PP, y por imperativo capital de la Comunidad Económica Europea (también conocida como Mercado Común y –una coña marinera – como Unión Europea) que los bancos recibieron para no quebrar, no se va a devolver. Recapitulemos. En 2012, el Gobierno (el mismo de ahora pero con algunas variaciones en la formación titular) prometió reiteradamente que aquello que se llamó el rescate del sistema financiero (en este punto habría que analizar quién tenía secuestrado al sistema financiero para que tuviéramos que pagar el rescate) no iba a costar un céntimo a los contribuyentes españoles. Hoy, cinco años después, sabemos, por boca del titular del Banco, remachado por el ministro Guindos (el hombre con cara de tener que dar las malas noticias del Gobierno) que sí nos va a costar, y sabemos además cuanto nos va a costar: unos 60.000 millones de euros de nada, aunque todavía están pendientes de vender un par de cositas en las rebajas, una Bankia y poca cosa más. Traducido por las cuentas de la vieja; aquella grandiosa operación que no nos iba a costar nada y que nos iba a dejar “nuestros” bancos niquelados, nos va a salir poco más o menos a 1.300 euros por habitante, a mí, a usted, a todos los niños de preescolar, al señor Guindos, a todos los parados, al señor Rajoy, al chapista, al socorrista de playa, a los carteristas de calle, a los obispos, a las enfermeras de guardia…, en fin, a tododiós (un aparte: esta palabra no figura en los diccionarios, y ya es hora de que alguien la meta, dado su uso habitual y práctico a la par que conciso y claro).
En su día se celebró aquel rescate y, hagamos memoria, con 76.000 millones de euros para sanear el sistema financiero, principalmente la Bankia resultante de fundir a Cajamadrid con Bancaja, en una operacion que todos saludaron con risas y con Rodrigo Rato (hoy conocido como Imputado Rato) y otros bancos entre los que se encontraban las cajas gallegas ya refundidas. El Gobierno, Europa (es decir, las sociedades que maniobran por detrás de los gobiernos para alterar el precio de las cosas y obtener pingües beneficios con la jugada) y la prensa en general (unas por ignoracia y otras por malicia) anunciaron la buena nueva, el rescate de la Crisis, porque nosotros no éramos como esos pringados de Grecia o Portugal. Pero la cosa no era así, y se sabía. La gran jugada consistía en inyectar el dinero público para salvar los negocios privados de unos presuntos delincuentes nacionales y extranjeros. Tanto el FMI (el organismo internacional que tiene más presidentes condenados que la Camorra napolitana) como el Banco Europeo, justificaron y avalaron la jugada porque así España se salvaba de la crisis, con ese dinero y con los recortes en gasto social y estado de bienestar, principalmente educación y sanidad. Desde el principio todos los que ya habíamos visto esta película sabíamos que al final matan a los protagonistas, que son los que pagan, y sale ganando el Lado Oscuro. Por supuesto que, cuando decíamos aquellas pequeñas cosas, nos tachaban de demagogos. Pero los hechos, como decía Vladimir Ilich (uno que ni está de moda: era marxista) son contumaces y siempre acaban por imponerse a las falsas palabras. (¿Por qué lo llaman democracia cuando quieren decir negocio?)
Con aquella mentira se consiguieron varias cosas: por una parte, concentrar pequeños bancos en uniones bancarias de cara a un futuro duopolio o cosa parecida (el último eslabon del Popular aún colea); por otra, levantarle la paletilla a tantos bancos que se habían metido en negocios desastrosos por la mala gestión de sus dirigentes y del Banco de España, que debiera ser el vigilante de la playa: burbuja inmobiliaria o inversiones en activos tóxicos o fondos buitre; de paso, salvar el el culo de la quema a los consejeros y presidentes de bancos que se fueron con indemnizaciones millonarias y pensiones de lujo; por otra, cumplir con la Madre Europa y el Padre Euro, que necesitan un control monetario con solvencia; finalmente, y como pecata minuta, se aprovechó para poner en la calle a unos miles de empleados de banca que estaban sobrando ante el empuje del pago por tarjeta y las operaciones por teléfono, que convierten el cliente en su propio empleado de forma gratuita (perdón, gratuita para el banco, pagando el cliente su teléfono y, seguramente, beneficiando al banco por llamada). Todos los bancos rescatados presentan hoy beneficios, sus presidentes y consejeros, salvo contadas excepciones, siguen cobrando sus sueldos o disfrutan de retiros dorados. Y ahora nos salen con que no van a pagar lo que deben. Y el Gobierno dice que si, que no se devuelve el dinero. Y no pasa nada, la vida continúa, los furanchos abren y cierran, las fiestas se llenan de sardinas y churrasco y la gente se va a la playa. Seguramente alguien volverá a decirme que esto es demagogia, por eso envolví este texto en las dos frases ajenas. Son dos demagogos conocidos. Y a mi me han mangado la pasta. Y sé quien fue.
Otra frase (1813): “Creo, sinceramente, con ustedes, que los establecimientos bancarios son más peligrosos que los ejércitos permanentes y que el principio de gastar dinero para ser pagado por la posteridad, bajo el nombre de la financiación, es sin embargo una estafa futura a gran escala. El sistema de la banca nosotros lo hemos reprobado por igual. Yo lo contemplo como un borrón en todas nuestras constituciones, que, si no se protegen, terminará en su destrucción, ya que ya están siendo golpeadas por los jugadores corruptos, y está arrasando en su progreso, la fortuna y la moral de nuestros ciudadanos”. Thomas Jefferson, tercer presidente de los EE UU, padre de la Constitución Americana.

viernes, 16 de junio de 2017

Érase un vez la democracia

J.A.Xesteira
Esta semana hubo una moción de censura contra el Gobierno, promovida por el partido Podemos. Ya, ya sé que lo saben, pero lo digo porque, consultado el aparato de medir la tensión democrática (se pone en el brazo del pueblo llano y soberano –eso es una frase, no teman–, se infla una pera y depués se miden los latidos de máxima y mínima) nos da que somos un pueblo hipodemocrático, aunque todos presumamos de demócratas de toda la vida. La gente –eso que rellena el concepto de pueblo, también conocido como ciudadanía– sabe que hubo una moción de censura, pero nadie se ha parado a ver el espectáculo entero. Y es comprensible, cada uno ya viene sabido de casa, y según nuestra intenciones políticas (iba a decir ideas, pero no, son un bien escaso las ideas) ya sabemos quien nos gustó y quien no, incluso antes de que hablaran en el Parlamento. Tengo que confesar que entre mis aficiones no está la de tragarme entero un debate parlamentario, de la misma manera que no aguanto un partido de fútbol o la final de Roland Garrós, es un defecto de nacimiento. Son espectáculos que me interesan en su resumen final: ganó el Madrid a la Juve o Nadal a Wawrinka. Y ya está. Con el debate de esta semana, me entero del resumen, y como aquí no gana nadie, pues me vale con lo que pasa.
En esa ceremonia parlamentaria, regida por un guión previsto, ya se sabía de antemano que Podemos no podría echar a Rajoy de la Moncloa por ese sistema; pero estaba en su derecho proponerlo por las razones que sean. Se podría escribir el guión de lo que iba a pasar y casi de lo que se iba a decir. Unos, los de Podemos, aprovecharían para decir todo lo que suelen hablar fuera del Parlamento, y otros, los del partido en el poder, se dedicarían a minusvalorar o despreciar (a veces por vía de portavoz chabacano) la actitud de censura de Podemos; ambos están en su derecho y en su papel. El resto intervendrían como invitados, unos, amigos del novio y otros, del otro novio –es un (anti) matrimonio del mismo sexo–. Ciudadanos se apuntaría el tanto de no ser de los acusados y poder desmarcarse para disparar a derecha e izquierda, y el PSOE acudió como el Comendador de Don Juan. Nada imprevisto. Los discursos se movieron entre el tópico y la menguada oratoria habitual: nuestros políticos son de bajo nivel oratorio, desarrollan sus argumentos dentro de esquemas previsibles, utilizan frases que parecen titulares de prensa (frases tópicas mal escritas) y cuando se salen del esquema, caen en el vacío, rebuscan palabras inusuales que se nota que las acaban de poner en el papel. La excepción sería el mismo presidente Rajoy (a quien el Señor no le concedió el don de la oratoria), del que estamos esperando esas frases para la antología Rajoyniana que alguien debe estar coleccionando para la feria del libro de dentro de unos años. Las intervenciones de Rajoy son dignas de estudio; parece como si en el normal fluir de su discurso, de repente el cerebro se le volviera de corcho y, en ese instante, apareciera una de esas frases en las que se lía inexorablemente. No es sólo que el nivel de los discursos parlamentarios sea bajo (pensemos que estamos hablando de los políticos que parlamentan con el dedo de escribir tuiters en el teléfono) sino que, conociendo el estilo de los finalistas, todo se reduce a un peloteo sin subir a la red, esperando que el rival falle.
Pero si el juego parlamentario era el previsto, el peligro de la rutina puede llevarnos a terrenos más pantanosos. El sistema político nacido después de la Transición ha degenerado en esto. Cuando se celebraron en este país elecciones democráticas todos esperábamos ilusionados que aquello fuera lo que colmara nuestros deseos. En aquellas elecciones me tocó ser presidente de un colegio y recuerdo el buen rollo de todos los partidos en aquella fiesta (por vez primera, un policía se presentó en la mesa electoral que yo presidía y se puso ¡a mis órdenes! para vigilar el buen desarrollo del acontecimiento: el mundo cambiaba) Pero pasaron los años y lo que pensábamos que iba a ser la democracia, se ha convertido en “esto”. ¿En qué?  No se sabe a ciencia cierta. Por una parte los partidos que son oposición al gobernante ejercen un derecho parlamentario y se apoyan en una realidad: el partido del Gobierno está perforado por docenas de corrupciones que abren vías de agua en el casco y pueden hacerlo naufragar. Por otra parte, el PP hace como que no se entera de los delitos que se amparan bajo el paraguas político que sostiene, y le echa la culpa a tipos que pasaban casualmente por ahí. La democracia ilusionante que percibíamos hace años se ha convertido en una rutina gaseosa, en la que flotan conceptos falsos que nadie se molesta en rebatir ni, en el caso de rebatirlos, modificaría en nada la rutina política.
Hay un proceso independentista en marcha; partidos (de derechas, no olvidemos) catalanes plantean una cuestión de independencia. El Gobierno sabe (o debiera saber) que estos procesos, a largo plazo, acaban en una consulta popular. No vale decir (como dijo la vicepresidenta Sáez de Santamaría) que ese proceso es contrario a la democracia; no es cierto, y lo saben, y saben que, a la larga, se hará un referéndum. Basta ver el mundo alrededor para ver que eso será así y será democrático. Todos los partidos políticos que componen el panorama democrático (un panorama crepuscular) se sienten cómodos en un estado en el que la palabra democracia no es más que un comodín a uso de cualquiera, un estado de cosas con reglas no escritas que consisten en votar cada cierto tiempo, como un  concurso televisivo para ver quien gana. Pero lo peor es que toda la ciudadanía asume que eso es la democracia. Todos parecen sentirse bien en ese estado y se limitan a no hacer olas, porque, según el viejo chiste, la mierda flota al nivel de nuestras bocas.

viernes, 9 de junio de 2017

Protocolo y silencio

J.A.Xesteira
Si hubiera un detector de actitudes, de reacciones ante lo que está sucediendo, de actuaciones de la parte dirigente de la sociedad, en la que podríamos meter a los políticos, los que en otro tiempo se llamaron fuerzas vivas, y a los detentadores del poder económico y social, el resultado podría resumirse en pocas palabras: ausencia de improvisación, falta de ideas ante una situación imprevista. La respuesta a las acciones anormales del habitual discurrir del mundo son rutinarias, previstas, escritas, que –seguramente por moda- se resumen en una frase: se aplica el protocolo. Escuchamos la palabra por todas partes, se aplica un protocolo para poner en marcha una ley, la vigilancia de un campo de fútbol en partido de riesgo, la intervención de bomberos en un accidente, cualquier movimiento político de los miembros del Gobierno… Un  protocolo. Como siempre, la palabra significa otra cosa (los ilustres políticos lo sabrían si consultaran más a menudo el diccionario de la RAE en las tabletas que les regalaron con el escaño parlamentario).
La aplicación de protocolos, que sí son correctos en los casos médicos, científicos o en todas las ramas técnicas que precisen de acciones previamente estudiadas, es norma ya generallizada en todo el mundo. Ocurre un suceso con víctimas, sea de la naturaleza que sea y al nivel que sea (desde la parroquia hasta la ONU) y se aplica un protocolo que, en realidad es una rutina formulista y burocrática. Si hay un país en el mundo en el que resulta más chocante, ese es España, un lugar donde nadie lee los manuales de instrucción ni los folletos explicativos de como funcionan los electrodomésticos o la herramienta de bricolage. Nadie sabe quien escribió la rutina protocolaria, pero ante cualquier acontecimiento anormal, un suceso trágico, un asesinato, un atentado o cualquier acto que inspire lástima y dolor a la ciudadanía, se aplica un protocolo inmediato, generalmente con el fin de aprovechar la vena dolitente y ponerse en plan pésame para una foto. Ya saben: un atentado en París o una mujer asesinada en su cocina y las fuerzas vivas salen a la puerta de su negocio y se ponen para una foto en un minuto de silencio, se dicen cuatro frases sobadas (“no podrán con nosotros” o “venceremos a esta lacra”) y la vida continúa sin más problemas que para los muertos.
Me dio el toque el pasado atentado en Londres, similar a otros atentados en otras capitales, en los que mueren unos turistas y unos residentes. Los políticos salieron al minuto de silencio para la foto, se pusieron las flores en el lugar habitual y se hicieron promesas de castigo y de persecución igual que siempre (los resultados serán los mismos) La fórmula la repitieron en otros países, que tienen, por lo visto, el mismo protocolo. Como están en campaña electoral, cada quien barrió para su terreno las condenas del atentado. La primera ministra en funciones británicas advirtió que ganarán la batalla al terrorismo, un argumento de pura fórmula que no dice nada, llevan diciéndolo hace años en todas partes del mundo, y la cosa no mejoró. Nadie va al fondo de la cuestión, a los orígenes. No hay nada espontáneo, todo está regulamentado. El terrorismo, en principio y entre otras cosas, es una cuestión semántica, aquel que es un terrorista para Occidente es un mártir heróico para muchos musulmanes; y viceversa, los ejércitos que bombardean zonas indeterminadas de Oriente Medio, destruyen un tanque islámico o un hospital, son para los musulmanes unos asesinos. Unos atacan Siria o Irak y otros atacan ciudades europeas. Mientras no se entienda eso y solo se busque la solucion protocolaria de hacer que se investiga (detienen a unos peligrosos yihadistas que dicen que iban a atentar, adivinación que suponen los policías) y enviar más bombarderos a los países islámicos que no pertenecen al selecto club de los emires, no se arreglará nada. Se sigue el protocolo: minuto de silencio, notas de pésame, flores y a otra cosa. La policía no detendrá a los terroristas potenciales, de hecho la policía solo triunfa en las series de televisión, en la vida real unas veces acierta y otras no resuelve nada. Los terroristas no son una secta de película rancia tipo Fumanchú, son la consecuencia de una situación armada a nivel mundial, en la que hay demasiados países implicados y muchas economías manchadas de sangre. No acabará mientras no se elimine la causa que lo genera, la guerra en los países de Oriente Medio, en la que hay más muertos que negocio. Los terrorista no siguen protocolos, improvisan.
La violencia doméstica, otro protocolo. Cada mujer muerta tiene un minuto de silencio para que hagan la foto de los alcaldes o del gobierno autonómico, una manifestación de vecinos de la víctima, y el ingreso en prisión (si no se suicidó) del presunto agresor. En el saco de la violencia de género se mete todo, sin entrar a analizar caso por caso; no es lo mismo el arrebato asesino de la-maté-porque-era-mía, que el premeditado que muchas veces queda sin solución, o la muerte con orden de alejamiento (un protocolo inútil, al alejado le importa muy poco que le ordenen alejarse si tiene la intención de asesinar) o la doble muerte a lo Stefan Sweig de la soledad un anciano desesperado y desesperanzado con su mujer convertida en vegetal año tras año. Todo lo meten en el mismo saco. Las cifras seguirán sumando, porque el minuto de silencio no arregla nada, las llamadas al 016 son muchas, las soluciones, protocolarias. En lugar de un pacto político tendría que haber ya estudios de sociólogos, psiquiatras y policías expertos en la materia que traten todos los aspectos del tema para prevenirlo. Porque una vez muerta la gente ya no vale el protocolo. Es un problema que necesita una regeneración de la sociedad en todos los estamentos y terrenos, trabajar para que la gente sea más justa, más digna y más culta. Y eso requiere ir al fondo de la cuestión, trabajar por una sociedad más feliz en la que el Yo no tenga más poder que el Tu y la rutina no gobierne.

viernes, 2 de junio de 2017

Tiempo de reajustes

J.A.Xesteira
Veo y leo la noticia de una batalla entre policías y gente joven en Santiago, por causa del desalojo de un edificio ocupado en el casco histórico; concretamente se trata de un edificio con blasón en el número 11 de la Algalia de Arriba. Depende quien dé la información tuerce hacia su propia subjetividad (por no llamarlo tendencia, partido o simplemente falta de profesionalidad) y unos hablan de “batalla campal en una casa okupa” y otros hablan de “carga policial contra los que se manifestaban por una casa cultural”. La (des)información es coja y tuerta; las pesquisas de los Medios llegan, como mucho a situar en ese número al coro Cantigas e Agarimos. Pero para algunos, entre los que me cuento, ese edificio fue mucho más. En el curso 67-68 vivíamos una tropa de estudiantes en el piso primero, en la vivienda de doña Mercedes, una excelente maestra de escuela (y persona encantadora) que tenía pensión para unos doce o catorce tipos repartidos entre las facultades de Derecho, Medicina y Químicas. Formábamos un colectivo incontrolable que conviviamos con los hijos de la casa. Mi habitación, compartida con tres compañeros, estaba en el balcón pegado al blasón. En el segundo piso había otra pensión en la que creo que habitaba en aquellos días el cantante Benedicto, que recién presentaba canciones en el Paraninfo de Medicina (en el que las Voces Ceibes se esforzaban por meter dentro de los tres acordes que conocían la poesía de Celso Emilio; los del público sudábamos como pollos de granja y pedíamos a gritos una libertad abstracta). En los bajos estaba Cantigas e Agarimos y la taberna El Cuco; arriba de todo estaba la Orquesta Compostela. Al lado estaba nuestra sede social, el Bar La Cepa. De todos aquellos que asistíamos –más o menos– a clase, cantabamos serenatas y procurabamos pasarlo bien, hay varios doctores, médicos, abogados, profesores de ciencias y otros que seguimos caminos diferentes. Los tiempos eran difíciles, pero, como diría Brecht, también en los tiempos difíciles se cantaba, y también en aquellos tiempos difíciles había batallas entre la policía (gris) y los estudiantes sesentayocheros. Muchos de aquellos que vivieron aquel Santiago, recordarán tiempos pasados al ver otros polícias golpear a otros jóvenes. Algunos de los que estudiábamos (y zascandileábamos) en aquellos días han fallecido (como doña Mercedes, que siempre me animaba, ya cuando volví a su pensión como trabajador periodista, a que escribiera todas aquellas aventuras de estudiantes) pero todo es un deja vú: las dignas autoridades del 67-68, desde el rector (magnífico) hasta el alcalde, pasando por el gobernador civil clamaban contra el estudiantado levantisco y rojo. Al ver las reacciones de los dignos dirigentes políticos de ahora, me pareció dar un salto atrás espacio-temporal. Se invoca la ley que hay que cumplir, se demoniza a los ocupantes por poseer un folleto en el que se dice como hay que actuar en caso de ser detenido, como si eso fuera ilegal o pecaminoso (lo que allí cuentan es la táctica utilizada por políticos corruptos, no declarar, buscar un abogado de confianza y negarlo todo) Y todo vuelve a repetirse; sólo hay que cambiar al dictador del Valle Caído por la democracia más llena de bobos que nunca pudimos imaginar. En aquella Algalia del 67-68 no se dormía: se conspiraba contra el universo. En la cocina de Doña Mercedes vimos una noche “El acorazado Potemkin” en super-8; echábamos serenadas nocturnas a cambio de un trago de cualquier cosa; llenamos la plaza de Cervantes de octavillas ilegales escritas a mano contra el referéndum del 66 de la Ley Orgánica del Estado (que los españoles votaron porque era el “Sí a la paz”) y pasaron otras muchas cosas: unas, gamberras, otras más conflictivas (un poco más abajo, en el Preguntoiro participé una vez en una quema de periódicos, en protesta contra el rotativo en el que unos años más tarde sería redactor, cosas de la vida). Han pasado cincuenta años más o menos y parece que nada ha cambiado en el fondo. De la forma hay gustos para todos: los policías pasaron del gris ratón al azul-hombre-de-Harrelson, las barbas pasaron de la barba Ché a la barba Curros Enríquez, los rojos que vestían de pana y trenka se convirtieron a la fe del Santo Cargo Público, creen que existen en las redes sociales, pero son difíciles de ver en la vida real… Y los políticos no acaban de entender en qué consiste la democracia (ver el barrío sésamo del Congreso de los Diputados y lo entenderán: en el debate sobre los presupuestos del Estado se rompen las sillas, el presidente del Gobierno no sabe que botón tiene que apretar –es de letras, a él, la técnica no le va–, y la presidenta advierte que aquello no es un circo y aclara: “con perdón del circo”).
Ahora que va a venir el verano (falta poco para el cuarenta de mayo) hay que hacer ajustes; los equipos de fútbol cambian a sus entrenadores, el Gobierno cambia fiscales. Los padres de la patria se dan prisa por aprobar las cuentas para gastos del año, como una rutina; la cosa consiste en buscar aliados y prometer obras públicas, creación de empleo y ninguna cultura. Reajustes que vienen en el folleto de cómo-actuar-cuando-hay-presupuestos, que se reparten entre los ocupas del Congreso (los del Senado son hologramas). Sólo les queda un tema para poderse ir de veraneo: los catalanes tercos. Si el Gobierno hiciera política comparativa, vería que ese ajuste es el mismo que afecta a otros países por las mismas separaciones. Siempre acaban haciendo el referéndum, y los catalanes lo harán algún día, solo hay que cambiar las leyes que hagan falta. Si se fijaran un poco, verían, además que esos referendos siempre lo pierden los independentistas.
Hace tiempo me dijeron que en las casa de la Algalia querían hacer un hotel; eso estaría bien en una ciudad que es parque temático. Si lo hicieran iría a dormir a mi cuarto de antes, y se me aparecerían los fantasmas del curso 67-68 para echar unas risas.