sábado, 24 de noviembre de 2012

Una triste coña


Diario de Pontevedra. 23/11/2012 - J.A. Xesteira
Una de las pocas cosas positivas que tiene esta crisis, en su vuelta de tuerca a la incautación de las viviendas de honrados ciudadanos, que previamente fueron aconsejados y estafados (todas las promesas que se saben que no se pueden cumplir y se hacen con beneficio para la parte que las hace son una estafa) por una amplia variedad de entidades bancarias cuyos poco honrados directivos se pasaron la ética por el arco de triunfo, es que ha servido para que los periodistas aprendiéramos a escribir bien la palabra desahucio. No es coña; “desahucio”, junto con otras, como Beethoven, era de esas palabras que, antes de la invención del teclado y el corrector automático, siempre se atravesaban; por eso existían en los periódicos unos señores llamados correctores de pruebas. En el colegio, cuando teníamos faltas de ortografía (en los tiempos en que no tenerlas era importante) nos hacían escribirlas cien veces. Ese ha sido el sistema actual para que todos los periodistas pongan la hache del desahucio en su sitio: han tenido que escribir la palabra todos los días cien veces, y así nunca se olvida. El Gobierno, no, no la escribe y por eso unos días pone la hache al lado de los bancos y otro día pone a los desahuciados en la calle. La oposición socialista, en estado evanescente, tampoco sabe que hacer con la hache y se reúne con el Gobierno y no se entienden, porque son de la época en la que existían correctores de pruebas y ahora que no los tienen, escriben mal, con tuiters y esemeses acompañados de fotografías en las que se ve a las leguas sus faltas de ortografía social. La cosa sería de coña si no fuera tan triste. Como lo que está de moda (indignada) es la expulsión de los habitantes de las casas, el Gobierno saca una ley de la manga para remendar esta situación. Una ley de coña, claro, como corresponde a los tiempos que corren. Según esa ley si se cumplen una serie de requisitos de indigencia, consistentes básicamente en ser una familia como dios y Rouco Varela mandan (absténganse madres solteras y ni se les ocurra a gais de cualquier estilo), es decir, papá, mamá, dos niños/as (o la parejita) y la tarjeta del paro, tienen dos años para seguir viviendo. Eso no quiere decir que tienen el problema solucionado, ni que le van a perdonar los intereses que siguen acumulando sobre los impagos imposibles. Simplemente, que los dejan en la posición de “stand by”, por si en esos dos años contratan al cabeza de familia como presidente de una petroquímica o le tocan los euromillones. Ante esta triste coña, los suicidios de estafados desesperados continúan. Para mayor escarnio, y como una pirueta de circo político el mismo Gobierno de la ley anterior se saca otra para conceder la residencia en España a cualquier inmigrante que compre un piso de 160.000 euros por lo menos (absténganse gentes de pateras, del Sahara de abajo, sudacas pobres y demás; bienvenidos rusos más o menos mafiosos y chinos comerciantes). Así la cosa está mejor: si eres extranjero rico, puedes ser residente en un piso; si eres español pobre puedes residir en la calle. Y eso que los jueces, gentes que habitualmente mantienen su postura de aplicar las leyes vigentes de forma más o menos justa, opinan, por vez primera y en grupo: los ciudadanos están desprotegidos. Lo que quiere decir: cambien las leyes, porque no sirven y no queremos aplicarlas. Por cosas como estas, el portavoz del partido en el Gobierno llama al juez pijo ácrata, indecente e impresentable. Y no pasa nada. Otra cosa es cuando el apostrofado es el ministro Wert. En ese caso, el fiscal actúa de oficio y denuncia al grupo de personas que le llamó unas cuantas cosas en una de sus apariciones ministeriales. En ese caso, sí es un delito insultar a un ministro, aunque en ocasiones no se trate de un insulto, sino de una evidencia. El español, en grupo o en masa, está acostumbrado a insultar o a jalear; es costumbre tradicional llamarle hijoputa a cualquier árbitro de fútbol o llamarle guapa a la Macarena. El llamarle al ministro Wert cualquier cosa del modelo árbitro no debiera ser considerado insulto, sino una coña de la idiosincrasia. De cualquier forma, con la multa que piden para los insultadores (60 a 90 euros) creo que más de uno se va a apuntar a llamarle cosas a los ministros, sale barato. Porque estamos de coña, y eso también hay que considerarlo. Por estar de coña no se distingue entre gasto e inversión, se mete todo en el mismo saco y el resultado es que, llamen como le llamen, se recorta siempre de lo mismo, por abajo, por la parte más débil, los dependientes, los disminuidos psíquicos, físicos, los que tenemos que ir al ambulatorio y pagar recetas y ese largo etcétera que usted podrá rellenar según su criterio. Para compensar y seguir la coña, se crea el Banco Malo (se espera que aparezcan en breve el Bueno y el Feo) con sueldos millonarios para sus directivos. Y al tiempo se prohibe pagar en efectivo más de 2.000 euros (ya quisieran los casi seis millones de parados poder meter la mano en el bolsillo y sacar 2.000 euros para pagar) Y es que estamos en un país de coña triste. Los artistas de la pista central no hablan ni saben que hacer, después de un año de gobierno echándole la culpa a los anteriores; los anteriores, buscándose a sí mismos y tratando de averiguar donde se perdieron. Y el rey de España, que siempre parece estar de coña, anuncia que la cadera, que es el fundamento de su estatura real, está averiada por la izquierda, y la derecha se resiente. Como el resto de los españoles. Así que se va a operar, como siempre, en una clínica privada, que no van a convertir en geriátrico ni en otra cosa. Entre tanto, para seguir con la coña española, la extrema derecha se aprovecha y, a imitación de los fascistas griegos, crea una especie de auxilio social para españoles indigentes. Elemental.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Un cuento y pico


Diario de Pontevedra. 16/11/2012 - J.A. Xesteira
Hay que reencontrar siempre a los clásicos porque, si no lo hacemos, son los clásicos los que nos reencuentran a nosotros. Los clásicos lo son por algo, no porque lo apoye una campaña de márketing. Sobreviven en el tiempo y en el espacio, y por ello sabemos más de la guerra de Troya gracias a un poeta ciego que de la guerra de Afganistán, con todo el poder mediático de las nuevas tecnologías. El otro día me agarró un clásico y me dio una lección sobre la crisis y la situación actual por la que pasamos (espero que estemos pasando) en España en particular y en el mundo en general. Lo encontré en una librería de segunda mano, una edición del Segundo Libro de la Selva con ilustraciones preciosas. Entre las historias del niño-lobo, una titulada «Como llegó el miedo». Kypling, el autor, utilizaba sus escritos con afán moralista, a veces de forma controvertida, pero con un fin parecido a las parábolas. El cuento en cuestión decía que el agua había desaparecido de la selva, todo se secaba y la situación llegó al extremo en que el elefante Hathi decretó la Gran Tregua, durante la cual, y mientras el agua fuera escasa y todos tuvieran que beber en la misma charca, ningún animal cazaría a otro; los comedores de carne no matarían a los comedores de hierba, y la pantera Bagheera bebería al lado de los ciervos. La ley dice: no se caza, no se mata Los animales se reunieron para establecer el pacto y esperar a que regresaran las lluvias y volviera el agua. Todos estaban reunidos, hablando de la mejor manera de soportar aquella gran crisis de la selva, la que les había metido en el cuerpo un miedo mucho más grande del que cada animal arrastra sobre sí mismo a lo largo de su vida, cuando apareció el tigre cojo, Shere Khan, quien acababa de matar a un hombre «por placer y no por necesidad», afirmó. Tenía derecho a hacerlo en virtud de una vieja leyenda, pero, sentenció el sabio elefante Hathi, «sólo a un tigre cojo se le hubiera ocurrido alardear sobre su derecho en una época en que padecemos juntos». Los animales, unidos, volvieron la espalda al tigre, que es el único animal de la selva que no puede mirar fijamente a los ojos. El cuento es oportuno porque estamos viviendo en nuestra selva particular una época de miedo; el agua de la felicidad prometida, de alegres préstamos hipotecarios que los bancos, que aseguraban que eran ricos, ofrecían como lluvia de mayo. Nuestra selva se secó y sólo queda la pequeña charca del Estado en la que tenemos que beber todos. Y hay señales de que se está en camino de firmar una Gran Tregua, porque de lo contrario la sociedad de la jungla desaparecerá. Hemos visto protestar en la calle contra los dictados del Gobierno a colectivos insólitos; jueces, abogados y personal de Justicia salieron a mostrar su desacuerdo; jueces que dan la cara en las televisiones y afirman que la ley que ellos tienen que aplicar no es justa, y que no están dispuestos a ser los cómplices de unos desahucios injustos; los médicos de todos los rangos salieron junto con todo el personal de bata blanca a la calle para oponerse a las pretensiones de privatización de la sanidad pública; los policías se niegan a ser ejecutores de sentencias que echan de sus casas a personas indefensas; los alcaldes presionan a los bancos para que paren los desalojos. Los distintos sectores de la sociedad que padece esta gran sequía, está época del Miedo, salen a la calle, se manifiestan en los foros, aparecen en nuestras pantallas de ordenador para revolvernos las tripas del alma y cabrearnos. El miércoles salieron a la calle todos, los comedores de carne junto con los comedores de hierba. Un pacto, una tregua. Mientras, los jefes de la jungla se reúnen para buscar una solución en tanto no viene el agua. Sólo el tigre cojo, el Capital de la selva, ejerce su derecho a partirnos el cuello, la ley lo ampara para poner en la calle al que no pague, para dejar sin atención a los más débiles, a los dependientes, a los que no se valen por si solos. Sólo la muerte enseña el verdadero rostro de la situación; la mujer que se arroja por la ventana mientras suben por las escaleras los agentes del desahucio; la mujer discapacitada que muere de inanición porque su madre se muere a su lado, son las muestras de que el Miedo se extiende, y hay que pararlo. Aunque esté dentro de la ley. Los días del Miedo nos han traído problemas de los que aprender y contra los que debemos rebelarnos. Seguramente no aprenderemos y, cuando pase todo, cuando vuelvan las lluvias (siempre vuelven, antes o después) ya nos habremos olvidado de cuando fuimos pobres, de cuando tuvimos miedo. Pero para entonces ya se habrán perdido varias generaciones de artistas, de científicos, de aquellas grandes promesas que podrían haber hecho el mundo un poco mejor de lo que estaba. El presente no aprende nunca del pasado. En el crack de 1929 los banqueros de Nueva York se tiraban por las ventanas; en este crack de 2012 los banqueros tiran por las ventanas a las pobres gentes que fueron estafadas por los mismos banqueros. La Selva entera mira hacia arriba y no ve ni una nube que pueda dejarnos el agua necesaria para la vida. Los políticos, que dicen trabajar para nuestro bien , (en realidad trabajan para verse en el espejo de la tele: a un político le quitas su vanidad y se queda en nada) aseguran que el Sistema no soporta el gasto, y en lugar de derribar el sistema, suprimen el gasto. Si el Estado no es capaz de mantener lo público y prefiere regalárselo al sector privado, entonces no necesitamos ese Estado. Si el Derecho no ampara a los que hemos ganado el derecho a ser iguales, felices y vivir con justicia, entonces hay que cambiar el Derecho. Así estamos ante la charca, esperando. Sólo el tigre cojo sigue matando por placer.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Sensaciones borrascosas


Diario de Pontevedra. 10/11/2012 - J.A. Xesteira
Negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver... Cantaban en el himno anarquista que en su versión original se llamaba La Varsoviana. Y las nubes se oscurecen cada vez más y la sensación real de las gentes telespectadoras-contribuyentes-ciudadanas-pensionistas es que la cosa se está poniendo cada vez más negra, como (y me perdonarán que acuda a tantas canciones) cantaba Chico Buarque: “unos días llueve y otros días hace sol, la gente habla de fútbol pero la cosa está negra”. Es una sensación generalizada, abonada con telediarios y titulares de prensa, que no ayudan a entender los porqués de tanto nubarrón; más aún, la confusión periodística alcanza extremos entre paranormales y surrealistas. Lo importante, el resultado final de las sensaciones que percibimos pero que no alcanzamos a comprender, porque no hemos hecho nada para merecer esto, es que las previsiones del tiempo social son nefastas, no se ven anticiclones de bonanza por ninguna isobara, y la frase más repetida es “la que está cayendo”. Y cae cada día en cada nuevo titular que remacha un clavo más en el acojonamiento general. El lunes, que es un día que todos odiamos, especialmente por la mañana, mientras los americanos se enfrentaban a ese laberinto electoral que ellos llaman democracia (no lo es, no pasa de un siniestro juego de capitales y fuerzas económicas) los españoles, incluidos los supuestamente separatistas, nos frotábamos las legañas con la ya vieja noticia de que el paro seguía subiendo: en octubre, un 2,7 por ciento más de apuntados a las oficinas de registro de paro (que no de empleo) mientras el número de afiliados a la seguridad social caía en 73.000 personas. Nubarrones de lunes. Como el que nos cuenta que, según un observatorio de demoscopia los españoles hemos bajado en el escalafón de las clases sociales, se nos ha degradado un peldaño o más en la escala de valores; la mitad de los transeúntes de este país admite que bajó de clase media a clase media-baja. No es mucho decir, porque no hay muchos datos para medir clases, no hay un “clasómetro” como para medir la presión arterial en una farmacia (se sugiere la investigación en ese sentido, con una inversión en I+D para patentar una máquina de medir clases sociales; se podría colocar en las oficinas del Inem, con lo cual tendrían un valor añadido a los que supuestamente tienen). Pero lo importante no es el dato en si, sino que ese dato es una percepción de los ciudadanos, que se sienten de clase inferior; es como si aquel “spanish way of life” que arrancó en los años 70 del pasado siglo en Torremolinos, y que nos llevaba de triunfal crédito y victoriosa hipoteca hasta la derrota final, nos diera ahora con la sensación en las narices: somos clase media baja, y nunca debimos cruzar el Mississippi de la clase media alta, donde imperan las vacaciones y los puentes con crucero a precio de ganga. Nunca debimos olvidar de donde venimos, que somos masa obrera, despedible y reciclable en un Ere. El que anunció un día que ya no había lucha de clases, mentía como un bellaco y, además, lo sabía. Era un truco de espejos, en los que nos veíamos con el móvil en la oreja agitando en el meñique las llaves del Audi y pidiendo al mismo tiempo un reserva de Rioja con jamón ibérico. Los hechos, decía Vladimiro Ilich, son tercos como mulas y la realidad se impone, o, al menos, la intuimos en medio de la tormenta del lunes de otoño. Los entrevistados de la encuesta creen, en inmensa mayoría, que existe una gran desigualdad social y económica; y eso ya no es sensación, es evidente, y siempre lo ha sido, aunque lo pintaran de colorines. Por lo tanto nos encontramos de nuevo la vieja lucha de clases, aunque por el momento es una lucha pacífica, dialéctica y de esperanza de tiempos mejores. Que vendrán, seguro, porque nunca llueve que no escampe. Mientras tanto, hay que poner paraguas, calzar katiuskas y vestir chubasqueros, o ropa de aguas marineras. No es tiempo de andar a cuerpo empapándonos. Somos clase baja, de acuerdo, pero también tenemos nuestro corazoncito. Y no debemos cabrearnos por no poder alternar, porque el mundo da sorpresas y hay que estar preparado para todo y asumirlo. Hace años un amigo periodista descubrió que, según los datos que manejaba el antiguo Instituto Nacional de Estadística, toda la redacción del periódico, de acuerdo con los parámetros económicos estructurales y de renta per cápita, estábamos en la franja de “marginados y gitanos”. Nuestra clase, en ese caso, era bastante acertada (hay que recordar que los periodistas, en su versión de autónomos, estábamos inmersos en un epígrafe fiscal curioso, en el que figuraban payasos, malabaristas, titiriteros variados, serenos, toreros y personas de actividades diversas y difícil clasificación, lo cual también era muy ajustado, somos todo eso y algo más) Llegados a este punto hay que asumir la tormenta y pensar que después del lunes caminamos hacia el sábado irreversiblemente. Las oscuras percepciones y las sensaciones grises no son más que un estado de ánimo inducido por el miedo que pretenden meternos en el cuerpo desde todos los frentes políticos, con el evidente fin de que “aceptemos con resignación los golpes y dardos de la insultante fortuna” en lugar de “enfrentarnos a un mar de calamidades, hacerles frente y acabar con ellas”; el ser-o-no-ser de Hamlet. Nosotros decidimos y ahí no vale resignación de clase media baja, lo sabemos los que pertenecimos a la clase “marginal-gitana” del periodismo. La tormenta está ahí, y sabemos una cosa: el huracán lo soportan mejor las clases miserables de Haití, Jamaica y Cuba, que el primer mundo de Nueva York con todo su poderío. Y sabemos otra cosa, que la Varsoviana comenzaba con las nubes oscuras que nos impiden ver, pero continuaba con el llamamiento a las barricadas. La vida es lo bastante breve como para que tengamos que andar con la sensación del lunes toda la semana. Agarremos al sábado por el cuello, porque nos pertenece.

sábado, 3 de noviembre de 2012

En presencia del Rey


Diario de Pontevedra. 02/11/2012 - J.A. Xesteira
Cuenta Charles Darwin en su libro de viajes alrededor del mundo que en Tahití los nativos deben ir desnudos de cintura para arriba en presencia del rey. En cada latitud se observan unos protocolos diferentes ante la realeza. En los tiempos en que se usaba sombrero había que descubrirse ante el monarca (sólo estaban exentos los marinos que habían doblado el Cabo de Hornos, que además podían usar arete en la oreja y mear a barlovento). Las normas varían con los tiempos y los reyes se adaptan a las circunstancias; a veces salen en carroza dorada por las calles de Londres y a veces salen delante de un elefante muerto. Son cosas reales de la realeza. El rey de los españoles es un personaje atípico, como todo en este país. Sabe posar con empaque de moneda ante un desfile y sabe vestirse de marinero de yate para la ocasión. No es como los reyes que quedan por Europa, un poco apretados dentro de sus papeles, él está definido como «campechano» sin que se sepa muy bien por qué. Un amigo mío dice que es por haber estudiado en la Escuela Naval de Marín, donde el Dúo Dinámico cantaba aquello de «Guardiamarina es, que duda hay, un tipo alegre, campechano y sin igual...». Será por eso. En presencia del rey se puede estar de forma oficial, según el protocolo, disfrazado de lo que toque o en restringidos momentos de relajación. A los primeros corresponden los actos oficiales, aperturas de años judiciales o de parlamentos; a los segundos, las reuniones informales con periodistas. Son dos mundos distintos en los que don Juan Carlos se porta de manera diametralmente opuesta. Se cuentan anécdotas de su vida privada suficientes como para un diccionario de leyendas reales. Muchas son eso, leyendas, pero sí persiste en él el espíritu de su abuelo, el trece de los Alfonsos, famoso por su vida de pendoneo matritense. Juan Carlos I es un rey atípico; instaurado en el trono por un dictador, mediante una extraña ley aprobada en un referéndum más que dudoso, cuenta, sin embargo, con la aceptación de la inmensa mayoría que aceptó su figura como pivote para la Transición; se consolidó después con su papel en aquella comedia siniestra llamada 23-F y se instaló en su papel de representante bien acogido en el extranjero. Pero, como todas las cosas, eso funciona bien cuando el país es feliz y rico; cuando las cosas están de capa caída empiezan a aparecer las banderas republicanas y los gritos antimonárquicos. La masa funciona así, un día hacen fiesta por la coronación y otro día hacen fiesta por la decapitación. Un día celebran que el rey le diga a Hugo Chaves «¡Por que no te callas!» (una gachupinada colonialista) y otro día le dicen la misma frase al rey (una falta de educación social). El rey es viajero, el que más de toda Europa (solo superado por el Papa anterior) y aprovecha para representar al comercio español y a esa estupidez llamada «marca España». Cuando sale actúa como rey y como presidente de empresarios. Lo hacía cuando era príncipe en el banquillo (mi primer artículo en un periódico hablaba sobre una foto en la que el príncipe de España se sentaba con los jeques árabes durante la crisis del petróleo que acabó con los famosos petrodólares) Durante el último viaje oficial habló en los dos terrenos que pisa; en el oficial leyó los folios habituales y levantó la copa por una próspera colaboración entre los comerciantes de los dos países; con los periodistas salieron las frases de que «en España dan ganas de llorar» y de que tenemos que salir adelante como Tarzán, «con el cuchillo en la boca». En la distancia corta, como en el anuncio, se la juega, y la caga. Porque no es persona que se calle y lo mismo le echa un rapapolvo a Rajoy que llama por teléfono a Fernando Alonso para animarlo en la carrera. Si hay una persona o personas que le escriben los folios oficiales, en los tiempos libres no tiene a nadie que le frene ni le asesore. Y así se escriben los titulares. El problema es mayor, porque ahora cada ciudadano puede poner su opinión al instante en todos los ordenadores, teléfonos e iPod del mundo y nada más decir la frase real, surgen millones de frases virtuales que le piden que se calle como mínimo. El rey acaba de entrar en un terreno peligroso en el que ser campechano no sirve. Tiene una página web y eso es como tener un perro de pedigrí reconocido; es agradable, juega con los niños, se pueden enseñar a las visitas, pero hay que darle de comer todos los días y llevarlo al veterinario para que le quite las garrapatas. Y a la mínima nos la juega. Don Juan Carlos acaba de dar otro paso, y ha opinado en su página, que no es lo mismo que opinar en la seriedad del banquete oficial, ni en el discurso de buen rollo de Navidad ni en el jijí-jajá de los periodistas relajados. La web es traicionera y todo lo que digas será usado en tu contra, porque es pasto de millones de opiniones instantáneas. Y se ha estrenado, nada menos que con una opinión sobre el independentismo catalán, con una especie de artículo editorial en el que pide unidad, concordia, buenas maneras y democracia. Se supone que detrás del escrito hay un equipo redactor, y que además cuenta con el visto bueno del Gobierno. Pero con ello se abre la veda para que el rey de las Españas sea cuestionado y se abra una caja de pandora imprevista. Mientras, en Asturias, el príncipe Felipe se enrocaba en lo que llaman un perfil bajo. Pedía un poco de optimismo y esperanzas y aplaudía a la filósofa Martha C. Nussbaum cuando decía que «la gente no lucha por la renta nacional, lucha por una vida con sentido para ellos mismos». El príncipe sabe que el futuro ya no es lo que era y que los que protestan en la calle ya han amortizado a su padre, un tipo alegre, campechano y sin igual.