sábado, 17 de octubre de 2015

Grandioso

J.A.Xesteira
Estoy convencido de que vivimos en un país grandioso, lleno de gente grandiosa que está gratamente convencida de que somos grandiosos. Y no lo somos por comparación con el entorno vecinal, sino porque tenemos esa percepción y la manifestamos a cada momento, y esas manifestaciones se traducen en noticias grandiosas sobre nuestro grandioso país y su grandioso destino en el mundo. Dicho de otra manera, vamos de sobrados por la vida y –esa es la virtud y el pecado– esa soberbia genética (en Francia le llaman chauvinismo, que es parecido, pero es otra cosa) nos incapacita para reflexionar el mínimo necesario para entender lo que está pasando a nuestro alrededor. Por eso votamos lo que votamos (casi siempre por impulso del bajo vientre más que por análisis de la cabeza) y dejamos que las cosas vayan como quieran que vayan, con grandiosidad de miras. Siempre ha sucedido así hasta que las cosas se tuercen y, como sucede con los que van sobrados y no las piensan, acabamos con cabezas partidas, bien la nuestra contra un muro, bien la de los otros de un botellazo. Los países grandiosos con gente grandiosa cometen grandiosos despropósitos. Y por encima, nuestra vanidad nos atasca las ideas y nos hace creer que somos la repera en almíbar, lo creemos todo, lo admitimos todo y alcanzamos con nuestra grandiosidad las más altas cotas de estúpida soberbia. Los mismos debates parlamentarios, que debieran ser paradigma de sentido común y ganas de trabajar por todos los votantes y abstenidos (el pueblo, que de vez en cuando dicen representar) se convierten en un grandioso mitin de “lo-bien-que-lo-hicimos” y el rebote de los contrarios. Mientras las peleas y deserciones en el partido en el poder se suceden, aparecen datos sobre lo que se abarata la vida, lo bien que nos atienden en las urgencias y en los hospitales, lo contentos que van los niños a las escuelas, datos que nadie se molesta en comprobar y que tienen todo el tufo de campaña de propaganda fabricada por el sistema de corta y pega. El resto de los partidos están ocupados en sus propios datos y no ofrecen todavía una idea coherente ni de izquierda ni de derecha.
Pero de pronto aparecen cosas grandiosas. Un día se me aparece en televisión el presidente del Gobierno inaugurando un pantano. De repente pareció que mi televisor estaba en blanco y negro y con la música de fondo del No-Do se escuchaba una vieja y recordada voz que decía: “Su Excelencia el Jefe del Estado…patapín, patapán”  Y un par de días después, la Fiesta Nacional que se hace en plan grandioso, coincidiendo –parece ser que es pura coincidencia– con la de Corea del Norte. Y venden ese producto como la fiesta de todos los españoles. Craso error; primero fue el Día de la Raza, pero, como no se sabía cual, y como los españoles, entre las cosas malas que hicieron en América hicieron una muy buena, el mestizaje, pronto se sustituyó por el Día de la Hispanidad, que tampoco duró mucho más allá del festival de la OTI; al final quedó en ese extraño Día de la Fiesta Nacional, a lo mejor para fastidiar a los antitaurinos. Pero todos sabemos que, de verdad, es el Puente del Pilar.
Mientras miramos como quien mira llover desde la ventana, las grandiosidades en la televisión, un ente que declara tener a sueldo nada menos que a 144 tertulianos, una grandiosa e inútil plantilla, nos las cuelan por todas partes. Mientras los grandiosos preparan su campaña electoral para las Navidades y Europa nos dice que no cumpliremos el déficit (cosa que se apresura a desmentir la vicepresidenta, cada vez más parecida a Dora la Exploradora) nos meten un impuesto por generar energía grátis. Algo grandiosamente insólito. Hace años, mi amigo K (como el agrimensor de Kafka) solía sentarse en un banco de la alameda al sol, y cuando lo saludaba me decía: “Ya ves, tomando el sol, que de momento, es gratis”. Ya no lo es, hay que pagarlo, porque el sol también pertenece a un fondo buitre o a una corporación que controla las empresas de energía. Como tampoco serán gratis el agua que se pierde ahora por los montes de Galicia, ni la sanidad que se pierde por las gestiones chapuceras, ni la educación que se va restringiendo en más alumnos por aula. Dentro de unos años todo será de grandes corporaciones que están firmando acuerdos entre Europa y Estados Unidos y de lo que nadie parece enterarse en este país. Si usted piensa que estoy hablando de ficción político-económica, eche la vista atrás sólo unos años y cuente la cantidad de cosas que eran gratuitas y por las que ahora paga tasas, impuestos o multas. Pagamos nuestros impuestos sin posibilidades de hurtarle al fisco ni un céntimo. Eso está reservado solamente para aquellas compañías que dominan el espacio tecnológico, venden mucho más barato que el chino del barrio y pagan sus impuestos en paraisos fiscales; me refiero a Apple, Google, Amazon, Ebay y suma y sigue. Son  marcas sin las cuales ya no podemos vivir, pero que no dejan de sus beneficios obtenidos con nuestro dinero más que una pequeña parte en nuestras arcas. Si usted cobra una nómina o una pensión no podrá escapar de la declaración legal de sus rentas. Pero si es una gran empresa tecnológica, si. O si es la iglesia católica, que no paga impuesto de bienes inmuebles por sus extensas posesiones, aunque esas posesiones sean conventos que ahora funcionan como hoteles, restaurantes, párkings y otros establecimientos. Los acuerdos con el Vaticano son grandiosos, y como su reino no es de este mundo, se queda con lo del César pero no paga IBI. Aunque el papa pida perdón cada semana por cosas que muchas veces ni sabemos que son; aunque el obispo Cañizares tenga miedo de que vengan muchos refugiados (el le llama inmigrantes) y conviertan a Europa en otra cosa. Debe olvidarse de que su religión –grandiosa– fue fundada por un palestino y reorganizada por un turco de Tarso que iba de viaje por Siria.

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