sábado, 31 de octubre de 2015

Lo que aprendi del cine

J.A.Xesteira
En el cine se aprende mucho. Diría más, prácticamente lo que sé lo aprendí en el cine. Hablo del cine como rito y mito de un tiempo en que ver cine consistía en reunirse con gentes en un templo a oscuras, y comulgar todos con un milagro que sucedía en una pantalla enorme durante una hora u hora y media. El cine era un acto social al que asistíamos independientemente de la película que echaran. Desde que el cine dejó de ser un acto social para convertirse en un acto aislado, de sillón y mando a distancia, ya no aprendemos nada, estamos estupefactos, amorfinados delante de la pantalla, pequeña, convertidos en zombies de pensamiento único y débil. Debe ser que nos quieren así.
Pero el cine, ese otro cine, conformó nuestra manera de pensar, nos hizo aprender unos esquemas de comportamiento y unas reglas que operaban por el principio de acción y reacción. Por ejemplo, sabemos que cuando el chico mira a la chica y suenan violines, es que se van a besar. O cuando van a matar al centinela. A lo largo de la historia del cine han muerto miles de centinelas, de ejércitos, o de bandas o de tribu apache. Sabemos que cuando un centinela está vigilando y el protagonista, o el amigo del chico se arrastra por detrás, es que el centinela va a morir, bien apuñalado, estrangulado o de un tiro con silenciador. Realmente el puesto de centinela en el cine es un puesto muy desprestigiado. Han muerto miles y todavía siguen poniendo centinelas. En el cine aprendimos más de la historia de América del Norte que de la de España, de la que nunca aprendimos nada realmente cierto, salvo fechas y grandezas patrias (en los libros de bachiller estudiamos batallas que ni siquiera existieron). El cine, tal y como lo entendíamos, fue el gran arte del siglo XX. En el XXI no sabemos lo que pasará, dada la diversidad de acceso a los contenidos, la enorme variedad de soportes y el abrumador tonelaje de historias contadas en imágenes, ahora en series de televisión, películas repetitivas que pasan directamente de la pantalla de los multicines de centro comercial a los ordenadores, en descargas legales o piratas.
Lo que el cine nos enseñó básicamente es a reconocer en la vida real lo que pasa y puede pasar, según los cánones seguidos en la pantalla, las reglas del juego aprendido, pero que sólo funcionan en la historia contada en imágenes. Como el caso del centinela, otro de los casos frecuentes es que si una rubia camina por una casa a oscuras, en camisón y con una vela en la mano…, usted sabe lo que sucederá a continuación. En la vida real no  siguen las reglas del juego. Los directores de las películas que salen en los telediarios o en las páginas de los periódicos cuentan una historia que no se ajusta a lo que se espera, a lo que es la norma clásica.
Una película ya vista. Los tres de las Azores (¿se acuerdan?) sonriendo en el comienzo de la guerra de Irak, una guerra-negocio patrocinada por los Bush y que, como cualquiera que hubiera ido al cine sabe, iba a acabar como acabó, convirtiendo el mundo musulmán en una bomba atómica. Cuando los tres personajes posaban como si fueran Groucho, Chico y Harpo (uno tenía el mismo bigote, pero ninguno era gracioso) sabíamos que aquello era una estupidez de tamaño imperial. Cuando los aviones chocaron contra las torres de Nueva York sabíamos que era la segunda parte de la película anterior; solo los emperadores estúpidos no saben lo que pasa en las secuelas de la serie: los imperios contraatacan, las amenazas fantasmas acechan y el mundo deriva a una guerra total, mucho más peligrosa, porque todos somos soldados, todos somos víctimas posibles y todos somos el centinela que vigila el sistema económico para que no venga un comando a ponerle una bomba. Sabemos como son estas cosas. Los tres de las Azores, no. Uno de ellos, el inglés, acaba de pedir perdón por las consecuencias de la guerra de Irak (¡tarde piaches!) y reconoce que aquella estupidez es la causa de la actual situación en todo Oriente Próximo y no tan próximo; seguramente Tony Blair (pronunciese en el inglés de Aznar, para hacerlo más auténtico) hace ahora ese mea culpa porque seguramente tiene algún negocio que así lo requiere. Los otros dos de la foto no dicen nada, porque seguramente no tienen negocios de ese tipo. Pero todo eso lo sabíamos antes, porque ya habíamos visto esa película, conocíamos la ley del Oeste y sabemos que los héroes están bien en la pantalla, pero en la vida real no hay truco.
Otra película que podría titularse “La Corrupción” ( en varios episodios, como una saga de política ficción). Sabemos lo que pasa cuando los corruptos hablan con un vaso de whisky sobre sus negocios. La corrupción en  todas sus variantes es un género cinematográfico confuso y de escasa aceptación. El espectador se pierde por la mitad de la historia, acaba por no entender la trama  y necesita tener unos conocimientos de la economía mundial que no están a su alcance. No entiende la historia, en la que pululan los malos con aspecto de prepotente y los buenos con cara de Tom Cruise; lo único que tenemos claro en ese tipo de películas es que, al final, el malo es detenido y va a la cárcel porque el poli bueno siempre tiene un truco de última hora que descubre el pastel. En la vida real no sabemos como funciona, esperamos que aparezca algo que lo aclare, pero, acostumbrados a un  tipo de cine, no vemos que se sigan las reglas del juego. Nos embrollamos, no sabemos si la Gurtel existe o es una trama islamista, o si los independentiscas catalanes y Jordi Pujol pertenecen a Spectra, o si todas las operaciones abiertas tendrán un The End satisfactorio. La corrupción real, la de los partidos en campaña, no se ajusta a las leyes del cine, y las leyes reales son incapaces de dejar contentos a los espectadores, que pagamos nuestra entrada.




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