sábado, 7 de noviembre de 2015

Letras pequeñas

J.A.Xesteira
Todos los que escribimos artículos de opinión nos alimentamos de lo que ponen en los periódicos. Todos. Incluso los que, por su rimbombancia opinativa, parece que tienen línea directa con la Moncloa o el Pentágono. La verdad es que cada uno agarra el periódico por la mañana y moja en el café las noticias que más le van para lo que se le ocurra escribir. Todo se reduce a agarrar las noticias al vuelo y exprimirlas un poco según funcione nuestra imaginación ese día. Como el acceso a las noticias ya se practica a través de un ordenador o del cachivache luminoso que cada cual prefiera, basta con leer la primera página virtual y, si acaso, entrar a través de cada titular en el texto ampliado, para tener una visión de lo que nos importa. Y lo que importa, generalmente es la letra grande, las grandes noticias que atraviesan las primeras páginas como una corriente del golfo, con el mismo mar de fondo pero con  las variaciones adaptadas a las intenciones de cada medio. Las letras grandes de esta temporada son lo que podríamos llamar el Problema Catalán y las Generales del 20-D (no vale hacer chistes con lo de las Generalísimas del 20-D). En ocasiones, y según los medios, ambas cosas se confunden. Los catalanes se disfrazan de El Segadors para romper con España, y el resto de los partidos se disfrazan del alcalde de Móstoles para dar un grito patriótico. Pero en el fondo no es más que palabrería escrita con letras grandes. Todos saben que una secesión o independencia o como quieran llamar a la Cosa, no es tan fácil en un mundo atravesado por una economía imperante y una superestructura europea creada a imagen de ese esquema económico. Saben que ponerse patrióticos (en los dos bandos) puede ser rentable electoralmente, pero en la práctica será otra cosa. Y lo será, porque ese maldito embrollo no hizo más que empezar, y los grandes analistas van a tener material para pontificar durante mucho tiempo, por encima de tribunales constitucionales y grandes declaraciones de amor y odio. Son la letra grande, la que está en todos los artículos que escribimos todos los grandes estrategas.
Hay otras letras grandes que son puntuales, circunstanciales. Como las cifras del paro, que resuelven el tema del momento. Pero pasa pronto, porque las cifras las carga el diablo, pero se las lleva el viento. Suba o baje el paro, siempre habrá en esos datos una disculpa para ser optimistas o pesimistas. La ciencia estadística es lo que tiene. Hay expertos que incluso anuncian una nueva Gran Depresión. Y mientras, para contraste de esas letras grandes puntuales, otras letras anuncian que Amancio Ortega, el hombre gallego más rico del mundo, acaba de cobrar 480,5 millones de euros con la misma facilidad con que usted cobra el reintegro de la primitiva. Ortega es un rico con pinta de vestirse en las rebajas de sus tiendas; seguramente sabe de la importancia de la letra pequeña y que es mejor un discreto pasar que una imagen rompedora, aunque sea más rico que el Tío Gilito. Las cifras no nos sirven, son letra grande inútil. Los verdaderos parámetros sobre el paro y sus crueldades nos vienen dados por la realidad: un camarero de mala leche nos dice más sobre el subempleo y sus escasos salarios que mil palabras de un político; la cantidad de emigrantes que han salido para buscarse la vida por ahí adelante es más expresiva que todos los editoriales de prensa. La letra grande no nos sorprende ni nos tiene que interesar, es tema que se resolverá con el tiempo y en contra de las grandes declaraciones de intenciones.
La letra pequeña es más sorprendente y agradecida. Tiene sus gracias. Vean si no el regalo que le hizo el rey Felipe a su hija mayor, una niña que a lo mejor le haría ilusión la muñeca de Frozen o un videojuego: nada menos que el Toisón de Oro, además de un estandarte. No creo que le haga ninguna gracia a la niña, por muy princesa de Asturias que sea, que su padre le regale un collarón con un carnero colgado (cuentan que el carnero de marras tiene un origen bastante porno) y una bandera, como si fuera un hincha de fútbol. Son noticias de escaso alcance pero de mucha más coña. Como lo de las comuniones civiles, que son como las religiosas pero sin hostia. Una tontería más que añadir a las novedades que el siglo estrena. Su hija puede ir vestida de Sissi emperatriz, pero sin misa ni canciones a la virgen. Estas noticias pequeñas, y otras que pasan de manera tangencial por los periódicos, son las que de verdad enseñan la cara de la sociedad en la que cotizamos.
De estas, de las letras pequeñas, la que se lleva los grandes honores es la del cura detenido por el Vaticano. Merecería la historia una película de espías, porque tiene todos los ingredientes. Ni Spectra le llega al borde de la sotana. Tiene de todo; su espía español, el “contable de Dios” (The Bookepper of God”, en su título cinematográfico) con tres carreras, dos en Teología y una en Derecho Económico; tenía licencia para invertir (doble cero siete debería ser su contraseña de acceso); hay por medio una mujer guapa que se pasó de las financieras privadas a la asesoría de la Santa Sede; una ligazón con el Opus, una organización de ramificaciones internacionales; unos documentos secretos que se roban, se filtran a periodistas y escritores y aparecen dos libros  con esos secretos, “Avaricia” y “Vía Crucis”; fiestas por todo lo alto de las terrazas del Vaticano, en las que se gastaron miles de euros en algo más que martinis secos, agitados, no revueltos; una organización de cardenales y obispos que no gusta de las maneras del papa, pero que viven en pisos romanos de superlujo (imagínense el lujo episcopal). Todo eso, con música de John Barry, resultaría un bombazo en taquilla. El papa Francisco está rodeado de un personal más peligroso que Goldfinger y un río de dinero negro circula sin control por los circuitos católicos. Continuará.

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