sábado, 31 de marzo de 2012

Tres huelgas

Diario de Pontevedra. 31/03/2012 - J. A. Xesteira
Primera.- Volví a ver esa película, “La Huelga”, de S.M. Eisenstein hace unas semanas. La había comprado en un paquete de DVD con todo el cine eisensteniano. Es una más que interesante película que el genio ruso realizó en 1924 como prólogo a una saga que no se llegó a hacer pero que preveía que una de las piezas iba a ser el “Potemkin”. La película, muda, claro, es un alarde de genialidad conceptual e interpretativa; Eisenstein utiliza al grupo de teatro de “Proletkult” (Cultura Proletaria) para relatar una huelga en todas sus fases: situación crítica y penosa del proletariado; tensión con la patronal; proyecto de huelga; agitación y propaganda; reivindicación de los derechos sociales básicos, y, finalmente, intervención del Estado zarista, que envía a la caballería, que carga a sable desenvainado y mata a todos los huelguistas y sus familias. La simplicidad y exposición del tema contrasta con el lenguaje cinematográfico. Eisenstein decía que la forma resultó ser más revolucionaria que el fondo. Todavía ahora, en la era del 3D y digitalización, asombra por sus imágenes. La tesis del film (no hay que meterse en aventuras revolucionarias si no se está preparado) se apunta en una frase de V.I. Lenin, de 1907, con la que se abre la película: “La organización es la fuerza de la clase obrera; sin la organización de las masas, el proletariado es nulo. La organización es la unidad de acción, la unidad de la intervención práctica”. Los personajes de la película no estaban organizados y por eso son aplastados por los capitalistas y el Estado. Al margen de consideraciones, les recomiendo la película; pueden utilizarla como colirio después de que se les meta en los ojos cualquier cadena de la televisión. Segunda.- Una de las situaciones más interesantes que se vivió en este país hace unos días fue la huelga de silencio del Real Madrid, encabezada por su entrenador y secundada por los jugadores. Los Medios dieron noticia equivocadamente en la sección deportiva, pero, no nos engañemos, lo que pasa en el fútbol español no es algo simplemente deportivo, sino una cuestión de más calado. Se puede analizar desde el punto de vista económico y encuadrar la suspensión de pagos técnica de muchos clubes-empresa dentro de la crisis económica (la relación construcción-fútbol) o dentro de la variante de delincuencia y fraude al fisco (de hecho ya hay empresarios-presidentes con un pie en la celda y las deudas con Hacienda y Seguridad Social obligarían a un cierre del sector fútbol con más razones que el sector naval). Pero una cosa es el fútbol, la liga, y otra cosa son el Barça y el Madrid, fenómenos dignos de estudio aparte. Sus entrenadores son el paradigma de los principios de Lenin. Claro que hay otro entrenador paradigmático, Del Bosque, pero ese sería una variante de Trotski, como auténtico creador del Ejército Rojo. Los dos equipos grandes (grandes a escala planetaria) han trascendido de cuestiones menores como ganar o perder; cualquiera de los dos ofrece un espectáculo garantizado por la calidad de sus jugadores, que realizan maravillosas jugadas trenzadas hasta la portería contraria, tiros imparables en vaselina o cañonazo, remates y desmarques. Todo lo que el fútbol representa en el terreno de las bellas artes lo encontramos en los dos equipos, aunque pierdan. No hay sorpresas, es como si fuéramos a escuchar la Tercera Sinfonía de Brahms; ya sabemos como va a ser, lo importante es disfrutarla. Han invertido en ello mucho dinero y tienen a los mejores hombres en sus filas. Por lo tanto, su trascendencia está más allá del partido, en las ruedas de prensa y en las declaraciones de sus entrenadores. Ellos son los que marcan las pautas y ambos, Guardiola y Mourinho, tan distintos entre sí, en su discurso y su programa, han entendido que lo principal es la organización. Y a esa organización de su soviet particular deben el éxito de sus clubes, más allá de las goleadas y récords. Pero Mourinho, de pronto, decide una huelga, y, conociéndolo, hay que suponer que la tiene organizada. No es una cuestión de dinero. Partimos de la base de que tanto entrenador como jugadores son personas millonarias, con sueldos que usted y yo no juntaremos en toda nuestra vida. Los futbolistas de elite son muchachos con vidas de ricos y lujos de ensueño, pero, ¡ay!, son gente frágil, sensible y con tendencia a episodios de tipo afectivo (¿para cuándo un estudio psicológico del futbolista estrella?) Ya no es una cuestión económica, ni deportiva, es un asunto de respeto a los derechos sociales, sean estos cuales sean. El espectáculo está fuera, en la ofensa o defensa al equipo, y los entrenadores lo saben, y cuando les faltan al respeto, hacen huelga, de la que sólo salen, como Mourinho, para hablar por imperativo legal de la UEFA. Tercera.- El 29-M, anteayer mismo, los sindicatos llamaron a huelga general, una huelga tardía, que llegó a contratiempo, pero que había que hacer, porque está escrito que así sea. No se pueden imponer leyes laborales desde arriba hacia abajo sin que los de abajo (los sindicatos son sus representantes) se queden de brazos cruzados. El problema es que las circunstancias son adversas: millones de trabajadores no pueden hacer huelga porque ya están en el paro; de los que están en nómina, la inmensa mayoría tiene miedo o, lo que es peor, no puede permitirse el lujo, salvo heroicidad personal, de perder el salario de un día en una economía precaria; así, sólo los funcionarios con valor pueden apuntarse, si es que no toca servicio mínimo. Hace años que el proletariado fue perdiendo derechos, poco a poco, porque le gustaba más la subida salarial que las conquistas sociales. Ahora es tarde, pero nunca demasiado tarde. La huelga general llega a contramano y con el Capital crecido y especulador. Pero es necesaria. Porque esto no es como empieza sino como acaba en este cuento de nunca acabar. “Asumo la responsabilidad de decir que somos favoritos por nuestro potencial tanto económico como deportivo. Tenemos que jugar nuestro partido.” Lo decía Mourinho. Los hechos son tercos, añadía Lenin, y se demostró en el terreno de juego, en la calle, donde se juegan estos partidos.

sábado, 24 de marzo de 2012

Oigo voces

Diario de Pontevedra. 23/03/2012 - J.A. Xesteira
Me dijo: “Hablaba con voz de venderme algo, pero no sabía qué me estaba vendiendo. La voz de vendedor es característica y si es joven y se siguió algún curso para emprendedores (que son como imperdibles de los negocios) mucho más característica, está ecualizada y estructurada en tono, timbre e intensidad para enganchar en ella una serie de frases mucho más estudiadas y remasterizadas (esto es, resultado de haber hecho dos máster en negocios) son voces que visten de negro con corbata negra sobre camisa blanca, como sepultureros económicos. No sé lo que me vendía, pero aquella voz me estaba vendiendo algo, no sé, una moto, un burro muerto, esplendorosos futuros o triunfos en oros.” El hombre parecía un experto obsesivo en asuntos de voces, se lo sabía todo, y total, allí sentados, por el precio de un café cortado, me desgranó una serie de teorías que, evidentemente, le perseguían. Si no fuera porque todo su discurso sonaba un poco a chifladura o, para decirlo, en términos más técnicos, a charla obsesivo-compulsiva, diría que aquel tipo era un tratadista en voces. 
“Porque, verá. No son iguales todas las voces; yo las estudio y clasifico. La voz del tipo que me estaba vendiendo algo que no sabía que cosa era, suena distinta de, por ejemplo, la del Papa. Todos los malos humoristas y monologuistas que imitan al Papa, les basta con poner voz de viejo y decir: “Carísimi fratelli”, como si sonara en la plaza de San Pedro. Que, en voces de iglesia, no es lo mismo que la voz del cura en el púlpito, un tanto amanerada para decir “Amados hermanos” y después aburrir a la parroquia con una homilía repetida mil veces. Aunque ahora tendré que incluir la voz de la Iglesia como la del cartel que señala con el dedo de “¡Alístate, la Iglesia te llama!; no te ofrecemos el Más Allá, sino un puesto de trabajo llevadero, cómodo y seguro, aunque tengas que trabajar con uniforme de feria medieval. Sueldo garantizado por un acuerdo con cualquier gobierno laico. Por cierto, el anuncio de los curas lleva subtítulos en inglés, y convendría que aclarasen que “luxurious life” es vida de lujo y no vida lujuriosa como alguien pueda pensar. “La voz nos define en cada momento –continuó–. No hablamos igual cuando conversamos con amigos que cuando les llamamos por teléfono. Cambia la entonación, aunque seamos los mismos diciendo las mismas cosas. Por teléfono salen voces distintas; todas las tardes me llama un joven o una joven sudamericanos que se hacen un lío para pronunciar mi apellido; después tratan de venderme no sé que conexión telefónica, porque les cuelgo antes de que me la expliquen. También cambian las voces de los políticos en las tribunas, porque ensayan como los actores –en realidad son sólo eso, aunque se crean otra cosa–; es distinta la voz del parlamento que la voz que usan en los mítines, son voces para dejarlas flotando y que los periódicos las pesquen y las vendan al día siguiente como el pescado en la plaza. Es una técnica que funciona en democracia; en las dictaduras cada cual habla como le da la gana; Franco tenía una voz eunucoide con dentadura floja, pero sus ministros tenían voz de bombardero. Eran estilos distintos de tiempos distintos. “La voz lo es todo. Identificamos a nuestros héroes por las voces del doblaje de las películas, y sabemos con los ojos cerrados si en la pantalla está Woody Allen, Bruce Willis, Sean Connery, James Stewart o el Pato Donald. El doblaje, tan polémico, siempre ha sido nuestra guía sobre el bien y el mal. El día que escuché a Humphrey Bogart en versión original me sentí estafado. Los actores españoles estaban pegados a una voz propia, y los extranjeros, a una voz que era más propia que la suya, en el idioma que hablasen.” El hombre iba por el segundo café, esta vez con leche y con un cruasán. Pero se lo merecía, se lo estaba ganando con su teoría bien expuesta y pronunciada con voz de científico de la segunda cadena. No dejaba, sin embargo, de lado el tema principal, el de la voz que le había vendido el motivo de que su vida se rompiera y mendigase cafés con leche a tipos como yo. “Cuando la voz se disfraza es que esconde algo. Los policías ponen voz de poli malo y poli bueno en los interrogatorios; los animadores de orquestas ponían voz de vocalista para dedicar un bolero; los catedráticos ponían voz de suspendernos en cuanto dictaban las preguntas del examen; los locutores de radio antiguos eran seleccionados por su voz, no por sus conocimientos, los estudios de periodismo lo cambiaron y aquellas voces campanudas, bien impostadas, se esfumaron; la voz de la madre cambiaba en ligeros matices para darnos a entender que nos amaba o que nos iba a dar con la zapatilla si seguíamos haciendo el ganso; la voz de don Vito se hacía un susurro para ofrecernos la oferta que no podríamos rechazar; hay voces de jefe y voces de mandado, que es como el perro que escucha la voz de su amo en la tulipa de la gramola; hay voces de militar, que sólo son gritos vacíos que resbalan sobre la tropa; y hay voces de amantes, que son falsas, inventadas para el momento que tiene banda sonora con violines detrás; hay voces sinceras de los niños, que todavía no fueron maleadas, o las de los viejos, que ya no se cortan un pelo y no se callan nada. Las voces cambian al tono natural cuando descendemos al nivel del bar. Se hacen transparentes, audaces, sentenciosas, claras, en román paladino como suele el pueblo “fablar a su vecino”, que decía el clásico. Ahí las voces se hacen conocidas, amistosas, familiares, y sabemos qué terreno pisamos. No hay desconfianza... No sé lo que me vendió el tipo aquel, pero el caso es que firmé el papel y ahora si sé lo que tengo que pagar al banco: la vida. La próxima vez que firme un papel lo haré delante de un fraile trapense, de Harpo Marx o del enano Mudito”. Y dicho esto, se acabó el café, dio las gracias y se fue.

sábado, 17 de marzo de 2012

Los seres de la noche

Diario de Pontevedra. 17/03/2012 - J.A. Xesteira
Nos asomamos a diario a la televisión, a los telediarios de cualquier cadena, con la mirada fija y el terror en el cuerpo de la niña de “Poltergeist”, nos atrae y sabemos que allí dentro está el susto. Aparecen los seres del día a día, personas de apariencia correcta, amable, incluso, hombres vestidos con uniforme de hombre que se mueve por salones y pasillos parlamentarios, por edificios públicos, y mujeres que lucen modelos correctos, no ostentosos, con el desenfado de la figura pública que va a ser fotografiada en los pasillos, donde luce su sonrisa. Porque todos sonríen y a veces hasta se ríen, y no sabemos de qué. Nos asomamos a la hora fijada para darnos las noticias y cuando aparece la presentadora o presentador, adivinamos, a través de su rostro que pretende ser neutro, que hay una película de miedo detrás. Igual que Carol Anne, miramos a la pantalla y decimos para nuestro interior: “¡Ya están aquí!”. A continuación, la lista de desgracias que nos esperan nos pone los pelos de punta: una enorme cadena de desgracias nos avisan de que la cosa está fea y se va a poner peor, pese a que los seres que pueblan el día a día de la noticia dicen que es lo mejor para nosotros. Y, como Carol Anne, caminamos hacia la luz, a pesar de que sabemos que ahí la cosa ya no tiene remedio. Nuestra casa nacional está poseída y no tenemos una enana de guardia que nos libre del conjuro; ni siquiera Iker Giménez y su esposa. La cifra de parados que fue engullida por la luz aumenta y aparecen nuevos focos lumínicos anunciados en la reforma laboral, que hará que la luz sea como un faro. Las cosas que se ven en la televisión de día dan miedo, los seres que la habitan, pese a su apariencia, nos hacen sudar frío, entre lo que dicen y lo que adivinamos detrás de lo que dicen, nos meten en un “poltergeist”, que es palabra alemana que significa “espíritu que hace ruido”. Y no nos gusta el ruido que hace. Por la noche, la cosa cambia. Los seres de la noche, aparentemente más raros, son, sin embargo, protectores. Les cuento. Me acuesto tarde; es un vicio adquirido de los tiempos en que el periodismo se hacía hasta altas horas de la madrugada (había una teoría de las cuatro P, los que trabajaban de noche: policías, putas, panaderos y periodistas). Y como todo ciudadano adicto, recorro la programación nocturna en busca de algo interesante; como saben, ahí no hay nada; es como ese fondo de ría donde van a parar los restos de las mareas. Generalmente le doy la vuelta al tedeté y salto por series de abogados o forenses o policías, coloquios en los que encuentro viejos amigos hablando de todología, vendedores de sartenes chinas y alarga penes, y los inevitables magos del tarot. El otro día (mi impotencia espectadora llegó a ese límite) me paré a ver que decían los adivinadores. Y descubrí que ellos son, realmente los que nos pueden dar esperanza en la crisis. Los repasé todos y los estudié a todos. Lo primero es el aparataje: un señor o una señora, rodeados de un candelabro judío, unas estrellas planetarias flotando y los teléfonos que empiezan por 806 (de pago mortal); detrás suelen tener a un tipo tocando una guitarra que no se escucha, y debajo más teléfonos y el aviso de que se puede pagar con la Visa. El primero que se me aparece en cuerpo y alma es un tal Sandro, y en su “pograma” también aparece, en otro teléfono, Blanca no sé qué (especialidad en el amor). El adivinador le dice a la que llama que tiene problemas sentimentales, económicos y de trabajo (como casi todos) pero la señora le dice que no. Tras un tira y afloja, mientras el 806 corre, le receta una misa. Así de fácil. En otra cadena, una señora, arreglada como si fuera al programa de Teresa Campos o a un debate político, tiene dos teléfonos distintos para un sólo consultorio. A la primera señora que llama le dice claramente en un pispás: “Mira cariño, con tu pareja no tienes futuro”. Aquí te pillo, aquí te mato. El tercero ya es más exótico, se llama Maestro João, y se supone que es portugués. Su eslogan lo define: “¿Tienes negatividad?” Y su entorno está repleto de velas encendidas y un Cristo coronado de espinas (lo de las velas es algo común y debe ser buena cosa). Llama una señora (a las tantas de la mañana hay señoras que están inquietas por su futuro) y le pregunta si va a haber trabajo para ella, su hija y su yerno. “Veo un mal de ojo para ti –le dice–; para tu hija y para tu yerno, llama de nuevo. Pon una vela blanca y todo se te solucionará”. A otro le da un remedio para deshacerse de su enemigo: “Escribe su nombre en un papel, lo metes en un vaso con agua, un poco de sal marina y pimienta, y lo dejas allí hasta que se deshaga”. Por último encuentro a una oronda mujer con acento gallego, lo que me hace suponer que su radio de acción es más bien diocesano, y que recibe en su 806 a una mujer que le pregunta por el juicio en el que reclama dinero a su ex marido. La respuesta está impregnada de idiosincrasia gallega: “El juicio está cantado, te va a pagar el dinero, pero lo que le “pidiste” no te lo va a dar todo”. La solución está también en las velas, que es un sistema fácil y barato. Realmente, ¡que distintos son los seres del día y de la noche!. Porque los problemas son los mismos; las soluciones, parecidas y, en los dos casos siempre pagamos, ya sea un 806, ya sea un IRPF, un aumento de los precios o cualquier cosa. Sin embargo, por lo menos, los raros de la noche dan esperanzas, los normales del día dan miedo. Extraño país este de esas dos Españas, la diurna y la nocturna. Debe ser, como en la película, que nuestra casa común está construida sobre un cementerio

martes, 13 de marzo de 2012

La palabra no es la palabra

Diario de Pontevedra. 13/03/2012 - J.A. Xesteira
Todo el mundo tuvo que escuchar alguna vez aquel consejo familiar, generalmente materno, que nos exigía llevar limpia la ropa interior, “por si nos da un dolor o tenemos un accidente”. Nunca entendí la relación causa-efecto entre los calzoncillos limpios y un cólico nefrítico o un atropello de circulación. Es más, durante las eventuales ocasiones en que tuve que cubrir alguna noticia de la página de sucesos, cuando llegaba con el fotógrafo para “echarle un retrato” (era frase típica de los viejos reporteros gráficos de prensa) a la víctima, siempre me asaltaba la idea: ¿tendrá limpia la ropa interior? Lo contrario sería un doble disgusto para su familia. Claro que, a veces, la víctima estaba en un estado lamentable, interior y exteriormente, y lo de menos eran sus calzoncillos. Pero la larga reflexión que da la vida me llevó a reconsiderar el consejo: las madres nunca se equivocan. Es cierto, la moraleja es que no vale ir vestidos de Armani por fuera si no nos cambiamos los calzoncillos. La cosa va más allá, hay que estar limpio por dentro y por fuera porque esa es la verdadera esencia de la ética y la estética: tienen que ir juntas. Se puede llevar vestido humilde siempre que sea nuestro vestido y lo lavemos con la frecuencia necesaria. En la calle, que es donde circula la verdad, si nos da un dolor o nos atropella un motocarro debemos aparecer con limpieza, como exige el consejo familiar. Los grandes personajes suelen aparecer con disfraz, con el traje de político-jefe-de-planta, pero por dentro no sabemos como van; a lo mejor no le hicieron caso a sus madres y andan por ahí de cualquier manera, hasta que les da un dolor judicial o les atropella una manifestación en la calle, y se descubre una ropa interior en estado deplorable. Y así no vamos a ninguna parte. Se esconden detrás de un lenguaje que utiliza las palabras para decir cosas distintas; no es nuevo, siempre los dueños del poder usaron el vocabulario para decir con otras palabras lo que en la calle se dice de forma más natural. Es el disfraz del concepto. Si Franco llamaba a los obreros “productores”, por poner un ejemplo, los que vinieron después fueron por el mismo camino y surgieron los eufemismos más famosos, a los tiempos duros se les llamó “coyuntura”, a los patronos, empresarios y a los antiguos franquistas, demócratas de toda la vida. El problema con el lenguaje es que una vez que se entra en él y se poetiza la vida, se acaba en una espiral, crea adicción y el disfraz verbal se convierte en mentira. Nos asomamos a la televisión (con miedo: a ver que nos cuentan hoy que nos deje el estómago como si hubiéramos bebido fairy) y hablan y dicen cosas, y tenemos que hacer un esfuerzo suplementario para poner otros conceptos en las palabras que pronuncian, porque sabemos que son disfraces. Recorte y crisis son las palabras que más se llevan esta temporada, son palabras que nos caen dos tallas estrechas y que nos aprietan. Sabemos que detrás de ellas se esconden otras realidades y que cuando hablan de ellas hablan, en realidad, de los recortes que nos van a afectar y de la crisis que ya nos afecta; no al conjunto de la nación o a la ciudadanía o al Estado, que son conceptos globales, sino a los pringados de siempre. Mientras el sistema capitalista ha demostrado que la ley del libre mercado no sirve para nada más que para hacer ricos a unos cuantos, con desprecio absoluto de la inmensa mayoría de pringados, la clase dirigente nos dice que tenemos que hacer sacrificios y saca a relucir un nuevo lenguaje que hay que aprender: desaceleración de la economía (nos hemos gastado lo que no teníamos), ralentización del crédito (los bancos jugaron con nuestro dinero y ya no lo tienen), flexibilización de plantillas (despidos libres y baratos), concurso de acreedores (la empresa no tiene dinero, el empresario si, y los acreedores tienen que presentarse a un concurso; si aciertan puede que algún día cobren) y así hasta donde ustedes quieran. Ya nadie llama a las cosas por su nombre, los ministros salen a la pantalla y explican cosas como si fuéramos párvulos; la ministra portavoz Soraya, que es como Dora la Exploradora, nos explica que la subida del IRPF es un “aumento temporal de solidaridad”, y nos quedamos con la misma cara que los niños cuando ven que Dora habla en inglés. Pero no echemos todas las culpas al momento y al Gobierno. Todos los gobiernos retorcieron el idioma para decir sin que se entienda; y nadie protestó, y los periodistas, también culpables, escribimos las mismas frases entrecomilladas que decían los que manejan los poderes, y nos olvidamos de que éramos “redactores”, es decir, que nuestra obligación era contarle al lector lo que se decía, pero escrito en la lengua que usamos a diario, sin eufemismos ni aquello que nos inspiraba terror en las clases de gramática de bachiller: la perifrástica activa. Comenzamos por aceptar que las cosas se llaman de forma distinta y acabamos por aceptar que el país funciona de forma distinta. Y andamos con la ropa interior hecha unos trapos. De toda Europa sólo un país, Islandia, ha decidido lavar esos trapos y ponerlos a secar en la prensa; sienta en el banquillos de los acusados a su primer ministro y mete en la cárcel a los banqueros. Un buen comienzo. Desde que la corrección política en el lenguaje llegó incluso a la literatura han desaparecido las palabras de verdad. Lejos están los estilos naturalistas en los periódicos y en las novelas y las palabras malsonantes ya no tienen cabida en un mundo de disfraces. Y no hay manera de calificar a los que nos han traído a esta crisis coyuntural de crecimiento negativo que se pretende acelerar mediante un plan de ajustes para revitalizar las finanzas. Ya los dijo una vez Camilo José Cela, un escritor de otro mundo: “El día que vuelen los hijos de puta, cambia el clima”. A lo mejor es eso y no la capa de ozono.

sábado, 3 de marzo de 2012

La calle

Diario de Pontevedra. 03/03/2012 - J.A. Xesteira
Leía el otro día en algún periódico, no sé en cual (es uno de los problemas de leer en la red, que confundes al periódico de cabecera con el periódico de guardia) que los niños de ahora no juegan en la calle, y que eso, según el psicólogo que explicaba el caso, crea unos problemas nuevos; entre otras cosas, decía que se perdió el antiguo concepto de calle, y que los chavales se concentran ahora en los centros comerciales, con lo cual se encierran en un recinto placentero, con clima constante, donde no llueve, no hay charcos ni sopla el viento, hay una musiquilla de fondo y no hay ningún tipo de peligro, todo está controlado. Según el experto de la noticia, se carece de dos cosas que eran útiles al desarrollo del niño: el ejercicio físico y el riesgo. La cultura del “mall” (en esto siempre los americanos inventan la palabra al tiempo que el concepto) tendrá sus consecuencias de aquí a nada, pero las más evidentes son que el niño pasa del centro comercial directamente a la calle del botellón. Si eso es bueno o malo es otro tema. La calle, como concepto social, es vital. Los que nos educamos en ella aprendimos allí todo lo que no sabían enseñar en otro sitio (másters incluidos), era un centro social que marcaba nuestra existencia, era campo de deportes antes de que los políticos construyeran campos de deportes de presupuestos desorbitados; eran el club de amigos, era ese lugar donde existían unos niños que eran mal vistos en casa (aunque nunca supimos quienes eran, evidentemente, no se referían a esos amigos especiales que poseían conocimientos superiores de cosas que padres y maestros parecían ignorar). La calle, además era un lugar que nos pertenecía, cada uno tenía “su calle”, que defendía en batalla campal, si se terciaba, frente a los invasores de otras calles. Eran, también, un lugar de libertad, en el que vivir todo el día (después vinieron otros modos y condenaron a los niños delante de una pantalla, por algún delito que todavía ignoramos). Para los mayores era el espacio común, de paseo y charla (antes de que los paseos se convirtieran en caminata a kilómetro lanzado en lucha contra los colesteroles revoltosos). Había una identificación del ciudadano con su calle, en la que conocía al resto de los vecinos y con los que identificaba su estatus de esa parte de la ciudad. Me dice un amigo que aquella canción sesentera del grupo Lone Star, “Mi calle”, se ha convertido en mítica para muchos jóvenes. Puede ser. Hablaba de un tiempo muy pasado, y el cantante se desgañitaba para contar que su calle era suburbial, con lo cual nos hablaba de sí mismo a través del asfalto de su rúa. Los modos, las modas y los tiempos convirtieron las calles en otra cosa, la “humanización” amplió las aceras para llenarlas de artefactos de dudoso gusto y escasa utilidad. La “humanización” (esperamos que lo próximo, después de la crisis sea la “divinización”) es el arrepentimiento de haber concebido –mal– las calles como un paso de vehículos, y, una vez que los vehículos ya son un puro atasco, mejor devolver el paso a los peatones. Pero ya las calles son para ir y venir, no para estar, como antes. Las calles eran también el lugar donde hacíamos valer nuestros derechos y nuestras reivindicaciones. Y por ello salíamos a la calle a exigir y a gritar, guiados por ese impulso del que hablaba Gabriel Celaya (“a la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo”), y si la cosa se ponía dura, se resolvía en batalla callejera, como de niños resolvíamos contra los niños de otra calle. Y si había que levantar los adoquines de París pues se levantaban por mayo, y si había que correr, ¿dónde mejor que en nuestra pista natural de entrenamiento?. La calle era nuestro parlamento, nuestro buzón de quejas, nuestro defensor del pueblo (un pueblo que necesita defensor no merece que lo defiendan), nuestra carta al director, nuestra ágora y nuestro desfile. La Transición se ganó en la calle. En manifestaciones justas pero ilegales, con violencia, con víctimas (algunas mortales, cierto), pero parece que se olvidaron de ello. Vinieron otras manifestaciones que ya se confundían con las procesiones, y se olvidaba el origen de las manifestaciones, hasta el extremo de que el propio sistema es capaz de asumir cualquier manifestación pacífica sin que cambie nada de lo que se pide. La calle y sus plazas quedaron para eventos floridos: misas papales, festejos futbolísticos, carnavales y manifestaciones reivindicativas que no sirven para gran cosa. Los dictadores saben del poder de la calle y siempre tratan de controlarlo. Durante el franquismo, tres tipos en la calle eran ya una manifestación y podía ser delito penal. En determinadas circunstancias, en cuanto había un grupo de tipos agrupados en la calle, aparecía un policía vestido de gris y pronunciaba la conocida sentencia: “¡Disuélvanse!”, lo que siempre me producía el efecto aterrador de imaginarme metido en ácido nítrico. Contra la orden de prohibir la ocupación de la calle y que no pase nadie, comenzaron a nacer nuevas estrategias, los “saltos”, los cortes de tráfico organizados por dirigentes y expertos. La calle volvía a ser libre y todo lo que se dijera en ella podía salir en los periódicos (muchos periodistas teníamos que hacer juegos malabares para que se entendiera lo que había pasado). Llegado el momento, fue el propio Fundador del partido en el poder el que reclamó la propiedad de la calle. En vano. Pero ahora sus herederos naturales parece que reclaman la herencia y quieren el control de la calle. Sólo se autoriza la marcha pacífica, las reivindicaciones legales y sin violencia. Pero todo es inútil. Por mucho que pretendan hacer de la vida callejera un ambiente de centro comercial, los hechos siguen siendo tercos, como decía Vladimiro, y por mucho que se esgrima el estado de derecho me parece que se van a volver a a pedir las cosas con la educación que se aprende en la calle. Lo contrario, lo dicen los psicólogos, es nocivo, carece de riesgo y no hacemos ejercicio. Nos convierte en zombies de centro comercial.