domingo, 29 de diciembre de 2013

Empacho de gastronomía


Diario de Pon tevedra. 28/12/2013 - J.A. Xesteira
Por tradición las fiestas de Navidad son para empacharse de viandas variadas y para celebrar el nacimiento del Mesías (tanto para los que creen en él como para los que no) con una resaca triunfal mientras se canta el “a belén pastorés”. Es tradición variable, y aquellas cenas con pollo de casa, ollomol o bacalao cocido con coliflor casi son cosa exótica. Hoy las cenas son como más fino, aunque la resaca sigue en el portal de belén que ya ni existe en plan figuras de barro (es más práctico un árbol de Navidad de los chinos, plegable y aprovechable para el año que viene, y mas ecológico). La cena navideña, ya es cosa de expertos, a juzgar por la enorme cantidad de libros sobre gastronomía que se amontonan en las hiperlibrerías, en la zona de regalo, impulsados por el auge de programas de televisión en los que se utiliza la cocina como objeto de culto, de concurso-humillación, como asesoría de salud, como espacio de arte y ensayo o como pasatiempo folklórico-pailanesco. Nunca se consumió tanta sabiduría culinaria como hoy, si atendemos a la venta de libros de cocina y a la presencia reinante en los medios de comunicación de grandes expertos en inventar formas y maneras de comer. Se veía venir. Desde aquellos primeros programas de televisión en blanco y negro (“¡Siempre que vuelves a casaaa me encuentras en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masaaa!” cantaban Sabina y las Vainica Doble) hasta el despiadado chef gordo que hace honor a su apellido (ver en el DRAE la cuarta acepción de la palabra “chicote”) y azota a una tropa de pardillos que pretenden ser Arzak sin saber quien era Brillat Savarin. Se veía venir; empecé a sospechar en una ocasión en la que un amigo nos invitó a sus bodas de plata y en el banquete sirvieron un “mousse de lacón con grelos” servido en copa, entre la coña universal de todos los acostumbrados a la alimentación base de Galicia (cualquier variedad del cerdo y de postre tarta-contesa-con-chupito-balantines o licor café). La originalidad derivó en restaurantes con más bombo que platillo, en los que deconstruía, se vaporizaba, se recurría a la química del carbono para emplatar unos dibujos animados de la gastronomía y cobrar como si fuera un aguafuerte de Rembrandt. Como la estupidez es contagiosa, las colas para dejarse cobrar en algunos restaurantes y poner cara de haber entendido y gustado las ocurrencias del chef tenían demora de meses; no pasaba nada, porque, generalmente, la tarjeta que rascaban después del “expresso” (en estos sitios le llaman así al café solo) era una tarjeta corporativa, directamente conectada con gastos de representación y desgravación automática en las Islas Caimán. De ser ciertas las cifras de ventas de libros gastronómicos a estas alturas deben ser legión los españoles que aprenden nuevas recetas, nuevos trucos, distintas cocinas y fórmulas en los miles de libros de gastronomía que se han regalado estas navidades. Lo cual es sorprendente, porque una de las características más sobresalientes del español medio (el bajo y el alto, también) es que nunca leen las instrucciones de funcionamiento de cualquier utensilio: simplemente operan por instinto y a la fuerza, aunque desbaraten el utensilio en el primer intento o trabajen con él sin los seguros puestos. Sin embargo, por lo visto, se leen las instrucciones para preparar un –pongamos– arroz con bogavante deconstruido y caramelizado con algas japonesas. Si existe una relación de causa y efecto entre la cantidad de libros de recetas vendidos y la aplicación a las cocinas de este país, deberíamos ser una sociedad de tipos finos, saludables, y alimentados mediterraneamente. Pero, por lo visto y por lo que dicen las otras estadísticas, cada vez hay más gordos y gordas. Y esas estadísticas no hace falta buscarlas en los papeles, sólo hay que salir a la calle y contemplar culos y barrigas que muestran a las claras que su alimentación viene más del lado oscuro de las estanterías de los súper que de la Guía Michelín; el relleno está en los restaurantes de comida rápida y la ingesta de productos engordantes (aunque traten de compensarlo con yogures para el tránsito). Lo de la gastronomía debe quedar para presumir de experto en los fogones. En realidad lo mejor de la comida es poder comentarlo (como lo de acostarse con Ava Gardner) y presumir de haber comido en tal sitio o de haber saboreado tal comida. Sucede otro tanto con los vinos, una variedad de los libros vendidos estas navidades. Todo el mundo parece saber de cosechas, añadas, variedades e, incluso de las manos de sulfato que tiene cada crianza. En realidad todo es para presumir; la mayoría se bebe el vino y le gusta o no; otra mayoría hace lo mismo, pero, además nos descifra los secretos que el resto, profanos bebedores sin clase, no hemos sabido encontrar. Los que de verdad saben de que va la cosa suelen ser más discretos y cobran por hablar del vino. La cocina actual es como llamarle ciclogénesis explosiva a un temporal, o decir que estamos a siete grados, pero la sensación térmica es de cero grados en vez de decir que hace frío. Si creemos en las ventas y la utilidad de los libros de gastronomía, debemos suponer que estas navidades son unas fiestas gastronómicas de altura. Pero ya han puesto anuncios para recordarnos otra cosa. Hay gente que pasa hambre en Navidad. Lo dice la tele de los concursos de chefs; Cáritas y los bancos de alimentos no dan abasto a atender a gentes a las que les han deconstruido la vida. Como parece que todo vuelve (Gallardón nos retrocede a la época de los abortos en Londres) hemos vuelto al blanco y negro de Berlanga, y ya podemos sentar un pobre a la mesa. Los hay de sobra, pero sólo se sientan a las mesas de otros pobres, un poco menos pobres que ellos. Supongo que entre tanto libro de regalo gastronómico habrá alguno de recetas tres-estrellas-michelín con productos de contenedor de súper o con raciones de bancos de alimentos. Es lo que se va a llevar esta temporada

domingo, 22 de diciembre de 2013

Aquel 20-D


Diario de Pontevedra. 21/12/2013 - J.A. Xesteira
Tal día como ayer hace 40 años el presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, fue asesinado en el atentado más espectacular que vieron los tiempos. Sobre el vuelo de aquel pesado Dodge Dart blindado por encima el tejado de un colegio ya se ha escrito todo lo que se debía, se especuló con todas las teorías conspirativas y de política ficción, e incluso se hicieron películas competentes con música de Ennio Morricone; la última, el año pasado, en una serie de televisión. Sobre la importancia que la muerte del segundo de Franco tuvo para el derrotero del país también se ha pontificado lo suficiente. Sorprende, sin embargo, el hecho de que al celebrarse un número redondo del aniversario de aquel hecho, de trascendencia evidente, no se diga ni palabra, ni siquiera por los aficionados a los aniversarios cuadrados de cualquier cosa. Parece como si aquel atentado de ETA, tan asombroso (incluso para los propios etarras) en su ejecución y resultados no interesara ya a nadie, ni a los que tratan de mantener el franquismo como fe ni a los que detestan el franquismo incluso como historia. La muerte de aquel presidente del Gobierno fue la “hazaña” de ETA más importante, y ahora, cuarenta años después, ni la prensa se molesta en airear en sus páginas ni un miserable reportaje encargado al último de los becarios. Nada, alguna noticia suelta avisando de la efeméride. En ocasiones similares, por motivos menos importantes ya tendríamos desde hace días a personas y personajes hablando de este hecho histórico (las más de las veces sin fundamento alguno, hablar por hablar y por lo que se cobra por hablar). La historia se escribe, muchas veces, de cualquier manera y se enseña de la misma forma. En los centros de estudio, desde el parvulario hasta la licenciatura universitaria, la Historia de España (incluidas las colonias, ex colonias y países con ganas de independencia) se detiene en el siglo XIX. La guerra civil queda a criterio del profesor de turno y la historia de las gentes de ahora simplemente no existe. Para la generación de los que vivimos el paso de la Transición, el franquismo es nuesttra historia, mientras que para los que andan por los cuarenta y de ahí para abajo, no es más que un capítulo, unas páginas más adelante de Viriato. No digamos el atentado de Carrero Blanco. Si en el tango veinte años no es nada, cuarenta deben ser dos nadas, pero la memoria de los que nacieron en el pos franquismo no conserva este veinte de diciembre de 1973. Los que sí lo conservamos en el recuerdo, sabemos en donde estábamos aquel día. Sucede con las muertes especiales; todo el mundo recuerda –o dice recordar– donde estaba cuando murió Marylin Monroe o John F. Kennedy, y seguro que podemos recordar perfectamente donde estábamos aquel 20-D. Yo estaba en un cuartel de Ferrol esperando marchar de permiso de Navidad que se truncó por el acontecimiento. A poco que hagamos memoria recordaremos que todo fue una enorme confusión mezclada con pasmo. No se esperaba nada parecido ni tan espectacular (esa debería ser la palabra, aunque no defina exactamente aquel atentado con explosivo suficiente como para mandar por los aires nada menos que al presidente del Gobierno Español y abrir un socavón que levantó la calle entera). La sociedad en general y los estamentos gubernamentales en particular (Gobierno, Ejército y toda la estructura de lo que entonces se llamaba Movimiento) quedaron pasmados; se vivieron horas de confusión en las que no se sabía que pasaba, se habló en principio de una fuga de gas, y para cuando se supo que había muerto Carrero Blanco, la confusión ya era total en todas las instancias; se produjeron situaciones esperpénticas, muy españolas, como la reacción del ministro de Educación, Julio Rodríguez, un personaje peculiar sólo comparable en el futuro con el ministro Wert, que apareció en el Pardo con una metralleta, dispuesto a la defensa de los valores patrios. Durante tres días la confusión y el estupor originó la parálisis del país, el acantonamiento de las fuerzas armadas (tres días armados todos los cuarteles sin saber que hacer exactamente), la persecución en busca de los terroristas, que no encontraron, los funerales de estado y aquella misteriosa frase del discurso de Franco, lloroso con la viuda del militar, “No hay mal que por bien no venga”, todavía hoy sin una explicación clara. Después vinieron detenciones de posibles cómplices, surgieron teorías conspirativas en las que se implicaba a la CIA (a los americanos no les gustaba nada el almirante, según se descubrió en documentos desclasificados años más tarde) y surgieron análisis sobre el caso. El presidente murió por ser muy religioso y cuadriculado: iba a misa todos los días a la misma hora y por el mismo recorrido; demasiado fácil para un atentado. El paso del tiempo explicó algunas de las cosas que hace cuarenta años eran sólo barullo y confusión. Se supo por boca de los autores como sucedió el atentado, se escribieron libros y, como dije, se hicieron películas. Todo cambió a partir de ese momento, y la desaparición del hombre de las cejas como los malos de Charlot fue como el principio del fin. Franco moriría dos años después y lo que sigue es historia que aprenderán los alumnos de dentro de cien años, porque para entonces eso será historia vieja. Hace unos días todos los medios de comunicación sacaron a relucir durante días los 50 años del atentado (magnicidio le llamaron) de Kennedy. Los 40 de Carrero parece que no interesan a nadie.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Es un país para viejos


Diario de Pontevedra. 14/12/2013 - J.A. Xesteira
Decidió ir al cine. Se fue hasta el centro comercial, se acercó a la taquilla y pidió a la muchacha: «Una entrada para viejos». La muchacha se sonrió y le vendió la entrada de precio reducido para Séniors, que es una manera fina de llamar a los viejos (también les llaman «tercera edad», «mayores» y otros eufemismos; a él le gustaba cortar por lo sano y llamar(se) viejos a los viejos). Comprobó en la cartelera que todo el cine era para viejos y para los nietos de los viejos: dibujos animados de navidades, una reunión en la cumbre de viejos de Hollywood en Las Vegas y el resto eran variaciones sobre juegos de consola llevados a la pantalla para pasto juvenil; los argumentos eran del tipo de «jubilado conoce a viuda» y «una abuela decide ir a vivir su vida por su cuenta, encuentra a un amor». De repente se dio cuenta de que el mundo se había vuelto viejo al mismo tiempo que él. Por la mañana pasó por delante de un banco; en la puerta protestaba un grupo de personas con camisetas que recordaban el robo de sus ahorros: todos eran viejos. Recordó dos canciones, la de Pablo Milanés («el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos...») y aquella de Paul McCartney, Yesterday, escrita por un muchacho de 18 años que se ponía en el pellejo de un viejo para analizar su ayer, cuando todo era imprevisible y parecía lejano un futuro que llegó demasiado pronto. Mientras tomaba un café antes del cine leyó en un periódico: «España se hace vieja. Cae la natalidad y la población envejece». Le vino a la memoria un tiempo viejo cuando los periódicos hablaban de una situación parecida y la reacción de un ministro franquista (más adelante transmutado en demócrata-de-toda-la-vida) que vino a decir que «había que follar más y tener más hijos»; el ministro no se daba cuenta de que no existe una relación causa-efecto entre el follar y tener hijos si los participantes no quieren; y así hicieron lo primero y evitaron lo segundo con los grandes avances de la farmacopea. Recordaba nuestro hombre aquellos tiempos del ministro y Paul McCartney, su juventud, como la época en que el Capitalismo descubrió a los jóvenes como los grandes protagonistas del consumo. Él mismo fue uno de los destinatarios de los bienes de la Sociedad de Consumo, recién inaugurada; música, ocio, diversión, cultura, artes, cine, bienes materiales..., todo estaba destinado a él como consumidor joven. Y ahora, paradojas de la vida, volvía a ser objetivo económico: sólo los jubilados pueden gastar; la juventud y la clase media acaban de descubrir que lo prometido sólo era deuda y nada más que deuda, ni bienestar ni derechos adquiridos. Ahora mismo la fuerza de cambio social de la economía eran los viejos y los niños (estos, grandes consumidores por vía interpuesta de padres, abuelos y amigos de un mundo de productos de consumo destinados a ellos) Los gobiernos lo saben y crean sus planes pensando más en los jubilados que en crear puestos de trabajo. Saben que son miles las familias que sobreviven gracias a la pensión del abuelo, y saben que los abuelos, producto de la época en que conquistaron sus derechos laborales y aseguraron sus pensiones, están sosteniendo a sus nietos en paro. Leía en el periódico que el comercio actúa pensando en los viejos; productos más fáciles de llevar, con letras más grandes y con los conocidos trucos: bueno para el colesterol, biosaludable, sin azúcares añadidos, con fibra para el tránsito y un largo etcétera de mentiras a medias. Pensó también que hay más viejos porque la medicina alarga la vida de las personas y eso genera riqueza en gasto farmacéutico y sanitario (que, no olvidemos, pagamos con dinero público, no con dinero de los gobernantes, como parecen hacer creer) Pensó, mirando hacia el vacío, que las empresas se dieron mucha prisa en jubilar y prejubilar a los mayores de la plantilla, y ahora tenían a una legión de jóvenes baratos contratados en precario, que no tenían experiencia decisoria en su desempeño (total, para lo que les va a durar el contrato ni se molestan en interesarse por la empresa) Veía en los anuncios del periódico que los bancos echaban sus redes entre esa tercera edad; en los anuncios aparecía gente de su quinta, con sonrisas juveniles, como si el banco fuera un concierto de los Rolling (por cierto, gente vieja haciendo viejo rock) Él era el objetivo de los grandes pescadores del dinero: Gobierno, comercio, banca... Pensando un poco más recordó cuando se hizo viejo; fue aquel día en que los presidentes de gobierno ya eran más jóvenes que él. Los papas, no, porque siempre los eligen caducados. Pensó también como la edad no tiene que ser la medida de las cosas. Le vinieron a la memoria viejos con capacidad suficiente para seguir creando una obra como hace cuarenta o cincuenta años: el mismo McCartney y el rolling Mick Jagger, dos vejestorios en el escenario, o Serrat o Dylan, por seguir en el mismo terreno, o los Monthy Phyton, que renacen de sus cenizas, o, yendo más lejos, Pete Seeger, con 94 años, todavía cantando contra el sistema, o, el máximo de los máximos, el portugués Manoel de Oliveira, que a sus 105 años está preparando otra película (la última fue del año pasado, y la palma de Cannes la ganó en 2008). Y el fallecido Mandela, que consiguió congregar en su entierro a la mayor colección de cantamañanas oficiales que parece que fueron a hacerse ver y retratarse con sonrisa de triunfadores. A veces –recordaba– escuchaba aquella frase de Churchill de «Quien de joven no es de izquierdas, no tiene corazón; quien de mayor no es de derechas, no tiene cabeza». Pensó que Çhurchill era como el ministro que no entendía lo de tener hijos, y que era gran admirador de británico. Los viejos que importan mantienen frescas sus ideas y jóvenes sus rebeldías. Y levantándose se fue al cine con su entrada de viejo sénior a ver la última de Woody Allen, otro viejo.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Variaciones sobre un tema de "paganinis"


Diario de Pontevedra. 07/12/2013 - J.A. Xesteira
Por sus obras los conoceréis. Parece ser el lema del Gobierno a la hora de legislar. Ya hay una ley Wert, otra Gallardón y ahora una ley Fernández (Ley Fdez. para abreviar) Todas traen polémica y levantan más polvareda de la necesaria en tiempos en que todo debería estar limpio y tranquilo. La ley que presentó el otro día el ministro Fernández Díaz es una ley de policía, aunque se llame Ley de Protección de Seguridad Ciudadana, y parece que su único fin está en multar a todos por todo; la relación de faltas y delitos por los que tendremos que pagar a poco que nos descuidemos –y que nos convertirá en «paganinis» de una ley que no nos protege de las leyes– es amplia y variada, a la vez que berlanguiana (este país cada vez se parece más a los grandes clásicos del cine español)
Después de leer lo que se nos avecina me acometen muchas dudas en torno a la Ley Fdez., y creo que muchas de ellas las tendrá que despejar el Tribunal Constitucional (o no, a estas alturas ya no se sabe quienes somos, de donde venimos nadie se acuerda y, lo que es peor, no sabemos a donde vamos ni para qué) La primera duda es la de fichar a los manifestantes sin permiso, a los cabreados contra la policía y a los que no desfilen dentro del orden establecido. Es una vuelta a los ficheros policiales y parece como si el certificado de penales y buena conducta estuviera a la vuelta de la esquina; volveremos a estar «fichados» («por teimoso inconformista téñente fichado os gardas», cantaba Celso Emilio Ferreiro en uno de sus poemas) y eso volverá a ser un signo de distinción; a la hora de buscar trabajo en el Inem saltará nuestra ficha de policía y volveremos a los viejos buenos tiempos, que eran buenos solo porque éramos jóvenes.
Otro tema que me inquieta por incógnito es el del capítulo de ofensas a España en general, y a las comunidades, entidades locales, la bandera, los himnos y demás iconos representativos de lo que llamamos España. Estamos hablando de ofensas a un concepto, lo cual mete a la ley dentro de la filosofía. ¿Qué se considera ofensas a España o las comunidades autónomas? ¿Por ejemplo, decir, abajo España o Galicia me la suda? ¿Se quebrantarán por ello los cimientos patrios? Y las entidades locales, ¿será delito decir mi alcalde es un chorizo? La ofensa a la bandera es otra cuestión, seguramente porque no siento ningún aprecio por ninguna bandera; ni me emocionan ni me causan irritación cualquiera de las que se agitan en las manifestaciones. Ofender a la bandera es otro concepto suficientemente abstracto como para poner multa. Si en una manifestación sacan una bandera republicana, ¿se «ofenderá» la amarilla y roja por ello?, ¿es ofensiva la bandera con el toro de Domecq? El apartado de las ofensas a los himnos tiene también su complicación. ¿Se puede multar igual la ofensa al himno nacional, que no tiene letra, que, por ejemplo, el himno gallego, que tiene una letra larguísima (que nadie se la sabe) y que además no se entiende el significado de la mitad de lo que se canta? La generación de mis hijos y posteriores (creo que la de mis nietos está en ello) aprendió una letra en el patio del colegio que cantaba el himno nacional con aquel «Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer lo lava con Ariel...», y antes hubo versiones como aquella que cantábamos hace muchos más años de «Chinda, chinda, las cachas de Florinda, etcétera». ¿Será perseguible como ofensa al himno o lo tomaremos como lo que es, una coña infantil? En este apartado –menos mal– se ha separado el delito o falta de abuchear y silbar al himno nacional en los campos de fútbol, porque parece ser que eso está regulado en la ley del deporte. Está bien, porque el único sitio donde se entona –es un decir– el himno es en los partidos internacionales.
La Ley Fdez. sigue con una serie de apartados variopintos y sanciones graves, como deslumbrar a los pilotos de líneas aéreas con punteros de rayos láser, uso de uniformes policiales sin autorización (¡cuidado con el carnaval!), escalar edificios públicos como forma de protesta, la prostitución al lado de los colegios o en los arcenes de las carreteras (es una clara distinción entre el puterío silvestre y el puterío de granja, que no se contempla entre las actividades peligrosas para la sociedad). Todo quedará a criterio de instancias superiores, que decidirán sobre lo que es lícito o ilícito, que podrá cachear, identificar, prohibir el paso de personas en la calle, cerrar locales o incluso detener a ciudadanos «si es razonablemente necesario». Según ese criterio, esas instancias decisorias podrán multarle a usted si ofende a algún símbolo patrio y ello se considera «razonablemente necesario». El problema, además, estriba en que la instancia que razone sobre la necesidad de detenerle o meterle una multa de hasta 30.000 euros (el salario de tres años de un trabajador con suerte o el de un verano de un alto ejecutivo de banca) está en manos de un policía (iba a decir simple, pero a lo mejor se interpreta como ofensa a las fuerzas del orden). Bastará la palabra de un policía para que la Ley Fdez. le aplique la sanción correspondiente; será su palabra contra la suya, pero en ese caso vale más la del policía, porque es palabra uniformada, y la suya es una palabra callejera y civil. ¿Y si el policía miente o se equivoca? Ah, la ley lo tiene previsto; puede recurrir ante un juez, pero, eso si, pagando las tasas correspondientes que fueron aprobadas por la Ley Gallardón, con lo cual, sea como sea, usted va a pagar, que parece ser lo que se busca.
Después de todas estas reflexiones llegué a la conclusión de estamos todos tontos. Pero el ministro Fdez. es un hombre justo, piadoso y temeroso de Dios. Por tanto mi conclusión es que el tonto soy yo y alguno más como yo.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Vil metal


Diario de Pontevedra. 30/11/2013 - J.A. Xesteira
Todos los problemas de dinero tienen solución. Pero no hay solución si los que manejan el dinero no quieren resolver. Miren, sino, a la peculiar presidenta incombustible de Argentina; creó una crisis internacional al echar a Repsol de su petróleo y lo disfrazó de patriotismo; acto seguido, en lugar de nacionalizar sus recursos petrolíferos, los vendió a la estadounidense Chevron, con lo cual, en el viaje, algún dinero debió quedarse en manos patrióticas. Después de las llamadas a la defensa de la patria, argentinas y españolas, como el problema era solo de dineros y no de patrias, la cosa se resuelve en un pispás: Repsol (que no España y su marca registrada) cobrará unos 5.000 millones de dólares y todos contentos. El dinero no huele, como decía el emperador Vespasiano, que cobraba impuestos por las cacas de los romanos. Ni tiene alma ni está de parte de nadie; es como la copla: va de mano en mano y alguien se la queda, preferiblemente en una cuenta en un paraíso fiscal. Por tanto sirve igual para comprar un arma para matar que para comprar un antibiótico. Desde la moneda de los Evangelios que había que darle al César y no a Dios (no sé que parte de los Evangelios –Mateo 22, 21– no entendieron los cristianos y Hacienda) hasta la tarjeta de crédito hay un largo camino, pero está empedrado con las mismas piedras de siempre. Cada vez se ven menos monedas y menos billetes; nuestra cuenta corriente no es más que una lista de números en una pantalla de ordenador que nos permite comprar en el súper o en Wall Street, es lo mismo. Lo que valen son las intenciones. Leo el periódico, veo las noticias de la tele (cada vez menos) y parece que están hablando de sucesos distintos, de vidas, de muertes, y de políticos que hablan, de deportistas que alegran la tarde con un gol, de actores que recrean historias, de las cosas que pasan, pero en el fondo sólo están hablando de dinero. En una página suben las acciones eléctricas y en otra se nos dice que a 1,4 millones de hogares (multipliquen por familias) les cortaron la electricidad por no tener dinero para pagar el recibo de la luz. En una página se hace balance de las miles de viviendas que se construyeron a mayor gloria del negocio inmobiliario, y en la otra se nos cuenta cuantas familias fueron desahuciadas por impago. Podíamos continuar con los contrastes, pero estaríamos hablando de lo mismo, es el mismo dinero que va de unas manos a otras. Porque el dinero siempre no se crea ni se destruye, simplemente se deja ir de un lado a otro, porque no tiene tripas ni alma. Las personas, sí. Y a veces la venden a cambio de cualquier cosa. Robert Johnson dicen que la vendió al diablo en un cruce de caminos a cambio de un acorde perdido de blues. Otros son más prosaicos, la venden a cambio de un poco de poder político, o de confort y viajes a las Seychelles, o cambio de cualquier tontería. El ser humano está hecho de esas mierdecitas también. Y de vez en cuando esos seres humanos que pensaron que el dinero les daría una gloria a su medida, caen, precisamente por su vanidad y por el dinero. Hay historiografía suficiente como para avalarlo. Recordemos que Al Capone no fue encarcelado por asesinar o mandar asesinar a unos cuantos colegas que estorbaban, lo encarceló el departamento de Hacienda por fraude fiscal (todos sus negocios estaban en lo que hoy llamaríamos «ingeniería financiera») Al final cayó por el dinero, que era, a fin de cuentas, el objeto de su negocio y el objetivo final de sus delitos. Las leyes suelen adaptarse a los tiempos, y los que poseen el dinero lo saben; por eso apoyan y presionan para que las leyes avalen sus intenciones. Piensen en Eurovegas, uno de tantos proyectos políticos que tratan de vender con el argumento de que creará muchos puestos de trabajo (no sirve: muchos narcotraficantes conocidos utilizaron antes el argumento –cierto, por otra parte– de que daban de comer a muchas familias) Para crear ese emporio de juego y otras cosas el Gobierno español tendría que cambiar algunas leyes, facilitar que los premios no estén sujetos a tributación en España, y cambiar la Ley de Blanqueo de Capitales y Terrorismo para que, precisamente, se puedan blanquear dinero mediante las apuestas. Las Vegas, una ciudad artificial, fue creada por gánsters, con el único fin de blanquear dinero. Es posible que Eurovegas se construya. Se verá, solo hay que esperar. En este momento estamos en la etapa de las frases y las promesas. Estamos en el momento de vender la burra ciega. Pero no habrá que esperar mucho para ver que pasa. Hace unos días estuve en Madrid y al paso por las circunvalaciones se pueden ver edificios y esqueletos de edificios muertos que en su día fueron frases y promesas, como el Centro Nacional de Oncología o la ciudad de la Justicia, monumentos de hormigón a la estupidez que da el poder. Tumbas de millones de euros públicos que nunca recuperaremos. Acaban de condenar al que fuera «uno de los nuestros» en Valencia, a Fabra, el hombre de las gafas de malo que en su momento fue calificado por los más altos cargos de su partido como «político y ciudadano ejemplar» cuando era evidente que su actuación era perseguible de oficio. De momento lo castigan por fraude fiscal, que es cosa de dinero, y no por cohecho y tráfico de influencias, que es cosa de ética política. Fabra era el factótum valenciano, en su mano comía el poder y ponía y quitaba políticos levantinos; presidentes y demás se dejaban querer y fotografiar en los veranos de la bonanza; fue más allá de las frases y las promesas y dejó para la posteridad un aeropuerto que es el emblema del país, una tumba faraónica (una de tantas –recuerdan el Gaiás?–) en la que se ha enterrado mucho dinero público. Vil dinero en sus manos, que podría ennoblecerse solo con cambiar su destino.

domingo, 24 de noviembre de 2013

La "manifa" dentro de un orden


Diario de Pontevedra. 23/11/2013 - J.A. Xesteira
El Gobierno está a punto de sacar al mercado una nueva ley (ya hay más leyes que ciudadanos). Será una ley que sustituirá a la antigua Ley Corcuera (conocida como la de la patada a la puerta, ahora sustituida en la práctica por el ariete de hierro) y que responde al poco original título de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana. En ella se van a recoger una serie de mandamientos de obligado cumplimiento en varios aspectos de la sociedad, entre los cuales está la pretensión de regular las protestas callejeras, las manifestaciones y la oposición a grito pelado por las aceras, de los ciudadanos más o menos cabreados con la vida. Como ese asunto no es nuevo y en otros tiempos ya se crearon leyes y disposiciones para que los ciudadanos se manifiesten en las calles dentro de un orden, hagamos un punto y aparte para recordar unas cuentas batallitas prehistóricas. Se hace el punto y aparte y la intención es refrescar la memoria a quienes la tengan en “stand by” e informar a los que por edad no sepan que en tiempos anteriores al guasap las cosas eran de otra manera. En el siglo pasado, según se salía de los años 60 para los 70, la calle era el único lugar donde se podía jugar a ser libre; los interesados en aquellos mayos del 68 encontrarán abundante literatura en internet. Las manifestaciones estaban prohibidas, las reuniones de más de dos personas eran consideradas un grupo peligroso, la Policía (o Guardia civil, que a veces intervenía –año 72, huelga general en Vigo–) se llamaba en los periódicos Fuerzas del Orden Público (en los periódicos estaba prohibido decir cosas como que la Policía cargó a porrazos contra los manifestantes o publicar alguna fotografía al respecto en el que las porras bajaban a plomo sobre las cabezas de los viandantes, se manifestasen o no). Todos tuvimos que aprender a hacer manifestaciones, los manifestantes y los policías. En ese año 72 que menciono atrás, la policía vestida de gris entró en tromba en unas dependencias oficiales donde se había refugiado unos obreros a protestar, y llevó palos hasta el bedel de las oficinas; sobre la entrada quedaron montones de zapatos de los que huían como podían: la moda era de zapato de suela sin cordones, y eso, para correr estaba contraindicado. Al día siguiente podías identificar claramente a los que pensaban montar una manifestación (ilegal, manifestarse era contrario a la ley) porque todos estrenaban zapatillas bien atadas, cómodas y aptas parta correr. Siguieron las manifestaciones, siguieron los porrazos, los gases lacrimógenos. Las fuerzas del orden público solían dar una sola orden a ese público: “¡Disuélvanse!” Una labor imposible a no ser que fueran rociados con ácido sulfúrico. A medida que el franquismo se esfumaba e iba apareciendo un simulacro de apertura, aparecían leyes para dejar que los ciudadanos se manifestasen, pero dentro del orden público que guardaba la policía, que ya no eran grises, sino del color de la madera. Las manifestaciones autorizadas había que hacerlas mediante solicitud ante los gobiernos civiles, en donde se argumentaba un motivo adecuado, aunque todos sabían que acabarían gritando ¡libertad!, ¡fuera represión policial! o cosas por el estilo. Los periodistas que teníamos que cubrir ese tipo de informaciones debíamos presentarnos ante el oficial que mandaba la tropa de uniforme y enseñar un carnet (un compañero llevó con el carnet en la cara, porque el oficial era más chulo que todos los periodistas juntos); incluso se habló de ponerle a los periodistas un distintivo de color, claramente identificable, porque resultaba que los periodistas íbamos vestidos igual que los manifestantes (a saber, de jersey y pantalón vaquero) y así no había manera de escapar de un palo mal dado. Las leyes ya eran orgánicas, las manifestaciones, poco a poco, se conducían por la senda del bien, eran pacíficas, con pancartas, con los policías cada vez más testimoniales, abriendo camino, y con los manifestantes en desfile de pancartas y banderas. El orden público se había ordenado. Incluso se manifestaba la gente de orden, la que nunca se había manifestado en el franquismo: obispos, señoras de la alta burguesía y todos aquellos que antes se quejaban de que los alborotos eran cosa de cuatro comunistas. La ley de la seguridad ciudadana llegó a su tope con el socialista Corcuera, un ministro peculiar que pasó a la pequeña historia por esa “ley de patada a la puerta”. Las manifestaciones dejaron de servir para gran cosa, se convirtieron en desfiles autorizados, y los altercados pasaron a ser exclusivos de los “violentos”, una especialidad juvenil de nueva aparición cuyo fin primordial era romper cristales y quemar contenedores (el pobre Cojo Manteca fue un icono en su tiempo). Se convirtieron en algo parecido a las procesiones. Acabamos el punto y aparte y pasamos al presente. El Gobierno que va a sacar esta nueva ley organizadora del orden público, no recuerda mucho, al parecer, como era todo lo relatado entre los dos puntos y aparte. Entre otras cosas, porque no tienen pinta de haber participado en ninguna “manifa” de verdad. Son más dado a los desfiles procesionales (sin distinción de siglas ni partidos, las corporaciones municipales son adictas a seguir a un santo en peana) Con esta ley se castigarán los “escraches” (un nuevo invento de los tiempos del guasap) y las manifestaciones delante del Congreso (no sea que los diputados salgan a correr para coger el avión a la playa y no lleguen a tiempo), los insultos a la policía (en general, sin especificar si llamarles mamón o gilipollas puede ser considerado materia delictiva o no) y además se podrá delimitar un perímetro urbano para cada manifestación (se mandarán todas al Quinto Pino, en buena lógica)... Se ve que no hay mucho que hacer y poco que recordar. Tratar de organizar el orden público solo funciona si las cosas van bien; cuando todo se tuerce no hay quien pare a la gente, autorizada o no. Es como tratar de organizar un encierro de san Fermín con una ley de procesiones de Semana Santa. Una estupidez para un despropósito. Nos vemos en la calle.

martes, 19 de noviembre de 2013

Las manos que nos tienen


Diario de Pontevedra. 15/11/2013 - J.A. Xesteira
En buena mano está el pandero, solía decir un viejo director de periódico cuando la situación estaba gobernada por algún insensato o un incompetente. El otro día oí decir a un «célebre» (un paisano de mi aldea llama así a los que destacan o tratan de destacar sin ningún mérito) que la situación estaba en buenas manos; no sé que situación ni que manos, porque pillé la sentencia en la radio del coche a voleo. Pero la frase del «célebre», puede que político, puede que economista-finaciero-bancario o experto de guardia, me recordó la frase del inicio y, al tiempo, me llevó a pensar (ahora sólo pienso como juego) cuales pueden ser las manos que sostienen la situación, las manos en las que está nuestro pandero vital y existencial. Se me ocurre que las primeras manos que sostienen a la sociedad de este país es el Gobierno, que es quien ostenta la facultad y el mando democráticos para organizar, al menos durante cuatro años, el rumbo del país con todos sus habitantes. Estamos en sus manos. Pero el rumbo y la situación son complicados, los habitantes padecemos la Crisis, que es la palabra-resumen, y la única solución visible de las manos que mecen a la sociedad (seguramente para que se duerma y no dé la lata) fueron, hasta ahora, las de los Recortes (otra palabra resumen) un concepto argumentado como el mal menor, lo necesario, lo imprescindible. Así el gobierno creó los Recortes como los crímenes de la calle Morgue (releamos a Poe) sólo para atemorizar al personal con una amenaza misteriosa; en realidad el gobierno recorta al estilo de la novela: un mono con una navaja barbera. Una cosa peligrosa que soluciona por la vía de rebanar el pescuezo social. Pero cuando se descubre que el mono tiene la navaja, el misterio queda al desnudo y se producen resbalones como los del «célebre»" ministro Wert, que rebanó de un navajazo las becas Erasmus (debe ser premonitorio, a fin de cuentas, Erasmus era una mente libre, enfrentado a católicos y protestantes y autor del Elogio de la Estupidez) y justificó su acción diciendo que Europa reduce las ayudas a España. En sus manos está nada menos que la Educación y la Cultura de este país, y el ministro Wert cuenta con el apoyo del presidente Rajoy, el resto de sus compañeros de pupitre no dicen nada. Pero si dice el comisario europeo de Educación, que dice que Wert se equivoca, que Europa aumentó los presupuestos y que lo que afirma el ministro es «basura» (literal).
Y en la basura están los madrileños. También están en manos de Ana Botella, alcaldesa, otra «célebre» que suele proporcionar material humorístico para internet, a su pesar. La alcaldesa se sacude el conflicto diciendo que es un asunto interno de una empresa y sus empleados. Alguien de su partido le debió decir que no, que es un asunto municipal, que los ciudadanos pagan tasas municipales de basura; y en la prensa inglesa abren páginas diciendo que Madrid es «un vertedero de basura». Pobre Madrid, no le llegaba con la caída vertiginosa en las preferencias turísticas, sino que por encima la inundan de porquería. Los catalanes sonríen, seguramente, con disimulo, porque su Barcelona es destino preferido y le pasan la manguera a Las Ramblas. Pero Los catalanes también están en buenas manos. Mas (el president, no el signo de sumar) lanza el farol de que tiene repóker independentista, pero no pone la apuesta encima del tapete, y mientras se va a rezar al Muro de las Lamentaciones de Israel, que es como es Santo de los Croques, una retórica turística, en el Parlament comparece Rato, que tuvo Bankia en sus manos, y es amenazado con una chancla. ¡Buñuel no lo hubiera hecho mejor! Se escandalizan y acusan al parlamentario radical de falta de respeto al antiguo ministro y presidente de varios organismos económicos sin control. Nadie le dijo a Rato que era una falta de respeto hacia la ciudadanía su actuación en bancos e instituciones en las que cobró grandes sumas de dinero público y ahorros de preferentistas. Seguimos estando en sus manos aunque el panorama se haya disfrazado de apariencia legal y los jueces sumen imputados y engorden sumarios como capones de navidad.
En manos de los jueces estamos (de alguna manera) cuando la sociedad depende de la actitud de ellos para meter en la cárcel o abrir juicio a unos cuantos «célebres» que pensaban que su puesto, su situación, su colocación en la escala social les garantizaba una impunidad para corromperse y perpetrar todo tipo de sinvergüencerías. Pero pasa el tiempo, y los asuntos siguen en manos de jueces que parecen no acabar nunca de ejercer la justicia o, como mal menor, de aplicar las leyes. El personal acaba por inquietarse cuando los sospechosos habituales siguen en la calle, en espera de juicio, y que sólo los subalternos (tropa de Marbella) van a la cárcel. Cuando los fiscales parecen defender en lugar de acusar. Y cuando se resuelve, al fin, el juicio del «Prestige», resulta que nadie tuvo culpa de nada, como si fuera un fenómeno natural, una inundación, un temporal.
Podíamos espera que la oposición oficial, que un día fue Gobierno y nos tuvo en sus manos, pudiera crear alguna esperanza, pero lo único que resultó de su feria de vanidades políticas es que, al parecer, los socialistas se había ido a alguna parte y que ahora vuelven (la cosa tiene un aire de mariachi, de volver y dar la media vuelta) Pero no se sabe a donde fueron; en tiempos se fueron del marxismo y se pusieron corbata para ir en las procesiones. Ahora se acuerda de que tienen que romper con la iglesia católica y que van a dar un giro a la izquierda, que son socialdemócratas y algunas generalidades más. Pero lo tienen difícil para hacer que sus antiguos votantes vuelvan con ellos. Durante sus gobiernos anduvieron por la vida como si acabaran de bajar del Sinaí con los decretos grabados en las losas. Ahora el pandero está en otras manos, no lo saben tocar y están a punto de romper el parche.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El tiempo se toma su tiempo


Diario de Pontevedra. 08/11/2013 - J.A. Xesteira
Viajo durante el lluvioso puente de difuntos (un concepto interesante sobre el tránsito del más allá hacia el más acá) a Portugal. El hotel-spa (otro concepto actual que reconvierte al huésped de dormir en el huésped-al-baño-de-maría) tiene pocos clientes portugueses y muchos clientes españoles, casi todos de la zona extremeña y sur, a pesar de estar cerca de Galicia. Desde la cafetería del hotel me hago la composición de la situación: la crisis retrae a los nativos y atrae a los vecinos que, pese a la crisis, continuamos en nuestra habitual inconsciencia. La televisión portuguesa, igual que la española, está repleta de partidos de fútbol. Salgo a pasear por las viejas calles de Braga y entro en una librería de viejo; dos hombres mayores (hace unos años diría dos viejos, ahora, no, porque a lo mejor son de mi edad) leen a la luz de lámparas de pie con la satisfacción de aquel que encontró su lugar ideal: vender los libros que adoran y que leen (o no venderlos, según). Saludo al «alfarrabista», que es la bella palabra que usa la lengua portuguesa para designar al que vende libros de ocasión y me comenta que la crisis también les afecta a ellos: «Antes venían aquí clientes de toda Galicia, de Coruña, de Pontevedra, de Redondela y de Vigo, pero ahora la cosa está mal, la crisis en Portugal es grande, y en España, aunque parece que menos, también. Pero hay que tener paciencia, atrás dos tempos vêm tempos e outros tempos hão-de vir». Hablaba con la convicción del que ha vivido peores tiempos y sabe que el tiempo es una variable eterna, inmutable, que avanza a su debido tiempo y que todo lo cambia a su paso, a veces cambia para bien y a veces para mal, pero todo cambia ante su fuerza. John Lennon decía: «El tiempo hiere todas las curaciones». Pero el tiempo corría distinto para el afarrabista y su amigo, leyendo los libros que difícilmente venderán en tiempos de crisis, que en la calle, donde se habían manifestado un día antes sus compatriotas por el anuncio de nuevos recortes del Gobierno a los ciudadanos. El lento discurrir del tiempo del hombre y sus libros viejos contrastaba con el acelerado pulso del centro comercial, el «shopping» al que se han vuelto tan aficionados los lusitanos. En el enorme emporio, familias enteras (estas sí nativas con algún turista entreverado) deambulaban de comercio en comercio, de bar en bar, de restaurante rápido en restaurante más rápido; el parking estaba a reventar y docenas de niños gritaban pidiéndolo todo. En toda la ciudad bajo la lluvia insistente, sólo había dos lugares llenos de multitudes: el «shopping» donde todo era prisa, y el cementerio, inmóvil y lleno de crisantemos y lamparillas. Todos los tiempos se confundían; la lengua española utiliza el mismo término para referirse al paso de las horas que al paso de los chubascos.
Así que sabemos que la crisis y sus efectos pasarán. Lo malo es que nosotros también pasamos. Un clásico fadista, Marceneiro cantaba que el tiempo no pasa, somos nosotros los que pasamos por el tiempo. Y por eso parece como si quisiéramos que el tiempo se acelere, para que el mal tiempo, la lluvia, la crisis, el frío y las rebajas de las viejas conquistas gracias a los amos del tiempo, los que controlan el precio de las cosas y cuales serán esas cosas que podremos comprar, pasen rápido. Vivimos aprisa. Haga una prueba y vea a su alrededor las muestras de que queremos apretar el tiempo. Si nos lavamos las manos en un wáter público y pretendemos secarlas en ese aparato de aire caliente, comprobaremos como nadie llega a secárselas de todo, no hay paciencia suficiente como para esperar a tener las manos totalmente secas, acabaremos secándolas con la culera del pantalón. Si usted está viendo un deuvedé se encontrará con que le da al mando de aceleración cuando la cosa está en una parte poco interesante, o si abre ese yutube que le manda un amigo, ¿quién tiene paciencia para esperar a que cargue entero antes de verlo? Vamos a tropezones, como si estuviéramos cargando la imagen porque nuestro ADSL tuviera poca potencia. Pero la situación va a su tiempo y ritmo y no acelera. No vale que pidamos el final del partido al árbitro para que no se nos compliquen más las cosas. Las cosas las tenemos bastante complicadas y se nos complicarán más cada día, los grandes controladores de la situación no tienen prisa, el tiempo corre a su favor, mientras que al resto, ese mismo tiempo nos estrangula; los detentadores del poder (y digo bien que lo detentan, porque desde el poder han inventado las fórmulas para apropiarse de su propio sistema de funcionamiento) saben que cualquier delito, por muy grave que sea, está sometido a las leyes del tiempo, y a veces ya ha prescrito (el tiempo para la prescripción es mucho más breve que el tiempo para pagar deudas infinitas) y a veces, cuando llega el juicio y después la sentencia, todo parece menguado, como si aquel escándalo de hace dos años, los grandes casos de corrupción que el tiempo hace caer en un casi olvido, se convirtiera en un pálido reflejo de lo que se esperaba de la justicia. Justicia que se quedó en simple ley aplicada y desvaída por el paso del tiempo.
En los sitios donde se pasa el tiempo, como en las salas de espera de los médicos (un lugar donde nunca veremos esperar a ninguno de esa-gente) se oyen las cosas más dispares; decía una mujer que el tiempo (climatológico) era una porquería: «Cae una lluvia húmeda». Y se quejaba un prejubilado de lo que estaba tardando el médico en atenderlo: «Por eso el rey no viene a la sanidad pública». Son dos razones de evidente peso. Al rey le da lo mismo que llueva porque a él lo opera un eminente de importación en clínica privada. No está para perder el tiempo. La crisis pasará, es cosa de esperar que pase el tiempo. Podemos acabar en un frenético «shopping» o en la quietud del cementerio. Pero eso, al tiempo no le importa.

domingo, 3 de noviembre de 2013

El espía que surgió del cíber


Diario de Pontevedra. 02/11/2013 - J.A. Xesteira
Volvemos a la guerra fría, por lo menos en lo que a espías se refiere. Después de que estos días atrás se descubriera (gracias a los papeles secretos de Snowden y otros «enemigos») que los USA espían a todo el mundo, esta vez de forma literal, a través de Internet y sin discriminar a nadie, me siento importante; mis correos electrónicos, mis descargas de películas, mis búsquedas en la red, todo fue espiado por esas agencias americanas, que a veces es la CIA y a veces NSA; y eso me pone en el mismo lugar que el presidente Rajoy, que también fue espiado, aunque yo no utilizo el Twitter para nada y él ahí me lleva ventaja. Ahora sabemos por que la Red (que no hay que olvidar que fue un sistema que en origen creó el Pentágono para comunicarse sin intervención externa) se popularizó y se llevó a extremos insospechados: teníamos que estar todos conectados para que un Gran Hermano nos vigilase con su ojo-que-todo-lo-ve. Ignoro lo que puede interesarle a la NSA de lo que anda en comunicaciones por las redes, pero la paranoia estadounidense es un motivo muy poderoso para vivir con el miedo a lo que se desconoce. El asunto no es nuevo; hace meses que rueda por las páginas de los periódicos con datos, pelos y señales; el Gobierno español no se dio por aludido cuando la noticia saltó en un periódico alemán. En aquel entonces, el ministro español de Exteriores llamó al embajador americano para mostrarle su preocupación por lo que se comentaba por ahí, pero el embajador no estaba. Por aquellos días surgió el cabreo de la brasileña Dilma Rouseff, que le dio un corte de mangas a Obama y le pidió explicaciones de a ver porque tenían los yanquis que espiar su teléfono. Las relaciones se pusieron tensas y ahí siguen. El secretario de Estado americano dijo que EEUU seguiría haciendo lo necesario para preservar la seguridad del mundo. ¿Entienden? El tema adquirió un nuevo semblante cuando la alemana Merkel coge el mismo cabreo que la brasileña, y Francia le secunda, con lo que obligan a la Unión Europea a que pida explicaciones. Angela Merkel va más allá y dice que en su país el espionaje es un delito, los espías son delincuentes y al que pillen lo meten en la cárcel. En España y en el resto del mundo, también; un delito comparable al terrorismo, porque la función del espía es la de un soldado encubierto, un terrorista en el amplio sentido de la palabra. En situaciones de guerra es fusilado sin que se le aplique la Convención de Ginebra. El escándalo sube de grados cuando Obama se niega a recibir a la comisión de Europa y da muestras de que el asunto se la repampinfla totalmente. El eje Berlín-París o, lo que es lo mismo, el cabreo de Angela Merkel no acaba aquí y traerá consecuencias imprevisibles. ¿Y el cabreo de Rajoy? Pues es de aquella manera, usted ya sabe: que si somos amigos y aliados, que no es para tanto, que me cabreo con la boca pequeña. Incluso el ministro dice que a él «no le consta oficialmente», como si los espías pidiera permiso por escrito. Hay una queja formal, se convoca al embajador americano para que diga si es cierto lo que es cierto. Pero, ¿que nos va a contar que no se sepa? Todo lo que puede decir ya salió publicado en los periódicos. EEUU lleva espiando oficialmente en España desde que Aznar autorizó al gobierno de Bush a hacerlo. Precisamente el teléfono privado de Ángela Merkel fue «pinchado» desde Madrid. Para revolver el recontraespionaje, los americanos dicen que a ellos les trabajan los servicios secretos de España y Francia en plan subcontrata. Los americanos seguirán espiando todo lo que se les ocurra. Los cabreos no llegarán a desestabilizar el mundo. Pero, ¿cual es el balance de la situación? Por una parte está la percepción divisoria de buenos y malos. Los cinco países «buenos» (blancos, anglosajones y protestantes) EEUU, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, espían al resto de países «malos», y en ello queda un fondo de desconfianza novelesca y cinematográfica: los rusos siguen siendo tan malos como cuando eran sólo comunistas; los alemanes son los que perdieron la guerra, por nazis; los chinos vuelven a ser «el peligro –económico– amarillo»; el resto, son una tropa de gente morena mafiosa, folklórica y de escasa importancia, pero que enseguida se hacen amigos de los árabes. Con todo eso no es extraño que investiguen a todos los líderes mundiales, para ver que comen, que beben y como se lo montan en su vida privada. Mi intriga está en el presidente de España y los políticos de su pro y su contra. Lo que se pueda espiar en la clase política española aparece antes en la prensa; los «tuits» de los políticos, cuando no meten la pata hasta el Youtube son de nivel de niña de instituto. Al final lo único que queda es la actitud servil del Gobierno español, que se deja espiar por un aliado que, en realidad es el patrón, con derecho de abrir nuestro correo, de la misma manera que los empresarios están autorizados para ver el correo de sus empleados. John Le Carré ha quedado anticuado; su agente Smiley no tiene nada que hacer, pertenece a un mundo en el que los teléfonos tenían un cable unido a la pared y existía el factor humano. Los espías actuales son funcionarios que miran el mundo a través de una pantalla. James Bond puede tomarse los martinis que quiera, porque ya no sirve para nada; la licencia para matar la tiene un tipo sentado en un despacho, que le da a la tecla del «enter» y manda un avión sin tripulantes a bombardear, o se mete en el teléfono de Rajoy. Lo que encuentre allí está más en la onda de Nuestro Hombre en La Habana que en la de la serie Homeland. Lo que me gusta de todo esto es que me hace sentir como el Doctor No: un malo de Espectra.

domingo, 27 de octubre de 2013

A ver que se debe aquí


Diario de Pontevedra. 26/10/2013 - J.A.Xesteira
De repente, sin que sepamos por qué, Rajoy anuncia que la salida de la crisis está lista, gracias a sus “reformas estructurales”; los expertos auguran una recuperación inminente; las bolsas suben y algunos se forran con ello; el Banco de España anuncia el fin de la recesión como si acabara una película; y hasta Botín afirma que en España ve dinero por todas partes. Es algo milagroso. La realidad es otra, como sabemos en cuanto pisamos la calle. Hay que señalar que todos los antes citados, Rajoy, Botín, los expertos, el Banco de España y sus personajes adyacentes, no suelen pisar la calle, van de la moqueta al coche directamente. Por eso no saben que esa película ya la vimos, al final muere el chico y a los ciudadanos les toca a pagar las euforias de los presidentes de bancos, de gobiernos, de instituciones públicas y de las bolsas. Rajoy ya anunció variaciones sobre el tema en otras ocasiones; sin ir más lejos, en setiembre dijo que el déficit calculado para el año pasado sería del 6, 8 por ciento, y resulta que es el mayor de la Eurozona (un 10,6 por ciento). Para los no versados en el manejo de los porcentajes deficitarios (yo mismo) baste saber que es algo que pagaremos entre todos, cosa distinta de cuando hay beneficios de algún tipo, que los disfrutarán un selecto grupo de dirigentes para invertir en sus extravagancias personales. Los expertos ya anunciaron otras veces que las cosas iban muy bien; así que recuerde de mala memoria, iba muy bien la economía en general y la de los bancos españoles; los mismos expertos aconsejaron que los pequeños ahorradores metiera los cuartos de su vejez en acciones preferentes; y esos mismos expertos son los que asesoran a los buenos (ricos) y mienten a los malos (pobres) porque al final todo se reduce a una vieja canción de ricos y pobres, con una zona intermedia en la que sobrevive una clase cada vez más depauperada. Las bolsas suben o bajan según unas leyes misteriosas que debe controlar una especie de Doctor Mabuse desde un castillo de los Cárpatos. No obedece a ninguna lógica. Lo mismo sufre un ataque de euforia y sube por encima de los 10.000 puntos que a continuación se desploma. Por lo tanto no es un signo de nada que interese a los ciudadanos normales. El Banco de España es un organismo que acostumbra a no prever ni prevenir los grandes despropósitos de la economía nacional; cuando se produce una catástrofe suele salir con un viejo “ya lo decía yo”, nunca antes de que se produzca; por lo tanto su seguridad puntual en que la recesión queda oficialmente acabada, como si fuera la gripe de invierno, queda sometida a las leyes del tiempo; es posible que dentro de unos meses los datos contradigan la afirmación, pero para entonces dirán que “ya lo habíamos dicho”. La afirmación de Botín, de que ve dinero por todas partes, es lógica; el presidente del Santander es como el Tío Gilito del Pato Donald, él sí puede ver dinero por todas partes, las personas corrientes, no. El dinero obedece a las leyes físicas de la energía, ni se crea ni se destruye, sólo cambia de manos y se acumula en las cuentas de cada vez menos y más elegidos. Como siempre, hablamos de mundos paralelos, que se relacionan por corrientes invisibles y casi mágicas. Uno, el de los números gordos, los de la economía que manejan todos los que un poco más arriba nos dan las buenas nuevas de que esto va bien, que ya salimos de la recesión; son los números mágicos, que no llegamos nunca a entender, los de la deuda nacional, del déficit, de la variación de la bolsa y la prima de riesgo, de los ajustes de los presupuestos... Después están los números flacos, los que manejamos cada día: el pago de las medicinas, lo que aumenta meter las mismas cosas básicas en el carrito del súper y todo aquello que se conocía como “apretarse el cinturón”. Entre esos dos tipos de números está la diferencia entre la euforia del mundo de Yupi y la realidad de una sociedad que ya ve a la emigración como una alternativa maravillosa (si alguien cree que la emigración son esos programas de Gilipollas Ricos por el Mundo con que castigan algunas televisiones, está apañado; si alguien cree que llegando a Alemania con un título universitario debajo del brazo va a ganar algo más de mil euros, lo tiene crudo). Lo que se esconde detrás de esta euforia a plazo fijo son muchas cosas. La más directa es despistar al personal de los varios juzgados que dan vueltas a delincuentes habituales en su relación con las más altas instancias políticas del país. Luego vienen las que disfrazan la realidad de los grandes negocios dentro de la crisis, con el fin de transformar el dinero público en dinero privado (sin crearlo ni destruirlo) Todos aquellos pisos que quedaron sin vender y provocaron la crisis del ladrillo, pasaron a un “banco malo” (¿hay alguno bueno?) que, a su vez los revende a empresas, algunas participadas por conocidos personajes de la política, que compran los lotes y se forran a precios de saldo. Los empresarios y su asociación piden medidas más duras contra los trabajadores: reducción de las prestaciones de paro y retraso de las jubilaciones a los 70 años (¿hay algún trabajador de la empresa privada en este país que pase de los 60 años y no esté en el paro, seguramente con una ayuda familiar de 300 euros? Lo normal es que lo haya pillado un ERE o simplemente lo hayan echado a la calle). Sea como sea, aquí sólo Botín ve dinero, de la misma manera que el niño de la película veía cadáveres, es decir, sólo él los ve. Las dos Españas de Machado siguen vivas, pero una dice que sale de la recesión y la otra es la que paga a escote. Sólo nos queda preguntar que se debe, porque, aunque no nos guste, nos lo van a cobrar de todas formas.

domingo, 20 de octubre de 2013

Inermes, inanes e inertes


Diario de Pontevedra. 19/10/2013 - J.A. Xesteira
A veces las palabras cobran vida y se aparecen como queriendo decirnos algo, saltan de las páginas y nos enganchan con su música. Me ocurrió hace días con las palabras que titulan este escrito: inermes, inertes e inanes, tres conceptos que tienen más recorrido que la idea que vagamente tengo de las mismas; por lo tanto en estos casos está prescrito acudir al diccionario. No les voy a revelar ahora el significado preciso, los lectores deben acostumbrarse al uso del diccionario, como gimnasia para adelgazar el cerebro de la grasa mala que se nos deposita en él después de ver la televisión. Quédense, de momento, con la idea que tengan de esas palabras. Como quería introducirlas en esta comparecencia semanal, empecé por el título, que lo demás viene seguido; a fin de cuentas, la actualidad no es más que un puzzle deslavazado que se completa con piezas disformes. Las palabras son como los títulos de los libros, que muchas veces superan a la propia obra y cobran otras vidas; por ejemplo, «La insoportable levedad del ser» de Kundera, tantas veces utilizado, o la «Crónica de una muerte anunciada», de García Márquez, usada miles de veces por gentes que no leyeron la novela. Los títulos, muchas veces venden el producto (hace años compré una novela titulada «Helo aquí que viene saltando por la montaña», ¿quién se puede resistir a un título así?), pero no siempre, ¿quién compraría «Guerra y paz» por el título? ¿o «En el camino»? Nunca se sabe lo que se esconde dentro de un libro, por eso hay que abrirlos, como los melones, en lugar de verlos en la televisión. Por otro ejemplo; ¿quién compraría unos libros que se titulan «El cielo ha vuelto» o «El buen hijo». Yo, no. Y sin embargo, lo comprarán muchos clientes, porque son las dos novelas ganadoras del premio Planeta, un premio que todo el mundo pone en entredicho (ya saben, que si está pactado, que si es un mero mercantilismo, que si a los escritores les viene muy bien porque hay mucha pasta por medio...) pero que funciona como negocio; a fin de cuentas, la literatura también es un negocio, más allá de las artes, y un sector industrial, más allá de la grandeza de los escritores. Compren o no compren, el Planeta es otra pieza del puzzle, porque es un premio catalán (y la insoportable levedad de su independentismo) y su editor, un señor que no oculta su actitud política de derechas, es capaz de asegurar que la independencia catalana es imposible y, al día siguiente, sentar al «president» Mas en la entrega de sus premios. Pero si los políticos suelen incrustarse en la cultura de modo simplemente representativo y decorativo, en esta ocasión el premio tuvo el detalle de declarar finalista a una mujer que, viniendo del mundo de la cultura (es guionista de cine y escritora) fue la anterior ministra del ramo. Ángeles González Sinde fue, con sus defectos y virtudes políticas, una incrustación cultural en el mundo de la política, donde no se distinguen precisamente sus máximos representantes por sus aficiones culturales, por mucho que las barnicen de cultura en las apariciones de eventos donde son reclamados por su cargo. La ministra Sinde era mujer de cine y su paso por la política es un paréntesis. Precisamente, en el puzzle de estos días aparece la pieza de difícil encaje de los enfrentamientos de los ministros Wert y Montoro con la industria del cine a propósito de sus declaraciones. Los dos ministros no son hombres de cine, aunque a veces parecen personajes de Batman o Dick Tracy, y sus declaraciones han conseguido cabrear a todo el espectro de la industria cinematográfica. Podrían haber dicho otra cosa, o callarse, como su jefe, pero no, se les ocurre que el cine está a punto de quiebra porque la calidad de las películas españolas es mala, que es tanto como si el ministro de Industria dijera que las conservas españolas no se exportan porque los mejillones son tóxicos y las sardinillas picantes son una porquería, o que bajan las ventas de coches, porque los que se fabrican en España son malos y te dejan tirado en la carretera. A veces es mejor callarse o admitir la realidad. Y, además, hay que asesorarse con gentes competentes que no hayan sido colocados en las asesorías por gracia divina o por ser «de los nuestros». Se evitarían así tropezones como la pieza del puzzle de la ministra Santamaría, una mujer bastante comedida dentro del panorama general. Su afirmación de que somos un país de parados que trabajamos ilegalmente, no solo fue un error (atribuible a quien le puso el papel delante, un asesor al que aludía antes) sino que es jugar con dinamita en medio de una queimada. Si este país no viviera de las chapuzas y de los apaños esporádicos para llegar a fin de mes y completar un paro que no da ni para los libros escolares del niño, hace tiempo que hubiera reventado. Jugar con esas miserias como delito importante mientras la clase dirigente, política y financiera percibe sueldos grandiosos gracias a leyes que ellos mismos crean a su medida, es peligroso. Echarle en cara a un parado de 300 euros al mes que trabaje y cobre en negro pequeñas chapuzas de un día, mientras existe un Senado que desapareció en combate hace años, y sus senadores electos cobran lo que cobran por no hacer nada, es una metedura de pata, como mínimo. Todo es una cuestión cultural, de falta de lectura; leen poco, no tienen tiempo seguramente. Si leyeran un poco más entenderían algunas cosas, por ejemplo que la cuestión de los catalanes no es un asunto de dinero, por más que el tópico del catalán de «la pela es la pela» lo avale. Que el asunto del cine no es que las películas sean malas. Y que los trabajadores del paro son como los presidentes de los bancos: tienen que comer todos los días. Así estamos, inermes (desarmados) ante una política inane (vana, fútil, inútil) y todos, los que mandan y los que somos mandados, inertes (inactivos, paralizados, flojos, desidiosos).

domingo, 13 de octubre de 2013

Pongamos que hablo de Madrid


Diario de Pontevedra. 12/10/2013 - J.A. Xesteira
Una de mis debilidades confesables es ser músico callejero. Creo que fue en Viena, hace años, que me entró el gusano roedor al ver en la calle principal de la ciudad de la música por tópica excelencia a tantos músicos de esquina: jóvenes que practicaban sus estudios académicos en la acera al tiempo que abrían el estuche del violín y se sacaban unas perras; un arpista suramericano que tocaba joropos; el habitual imitador de Dylan que ensayaba sus guitarrazos para, si hubiera suerte, actuar en algún café de noche; y el flautista ocasional que se había aprendido una melodía a duras penas y buscaba unas monedas en la plaza. El esquema se repite a lo largo y ancho del mundo. Las ciudades quedan definidas por rasgos que raramente aparecen en las guías de viaje o en los folletos de propaganda municipal. Los músicos callejeros definen muy bien a una ciudad, igual que los rastros (una ciudad sin rastro o mercado de pulgas es una ciudad sin identidades) y las plazas y jardines. Las ciudades se definen por la calle, no por los grandes edificios y museos, que no son más que los garajes de la cultura pasada. Desde hace unos años, también se definen por los grafitti y por esos diseños a plantilla que mezclan dibujo y mensaje. La globalización ha provocado un fenómeno de clonación en las ciudades, que repiten esquemas y marcas registradas: las señas de identidad comercial de cada lugar es sustituido por símbolos que no necesitan explicación: Zara, H&M y demás son repeticiones mundiales, junto con las cadenas de cafés, hamburguesas, comidas rápidas y otras tiendas que han conseguido vender sus basuritas gracias a la comodidad que supone no tener que explicar lo que se vende. Hay ciudades que decaen, ciudades que se mantienen y ciudades que crecen en armonía. Basta hacer una re-visita con años por medio a cualquiera de aquellas ciudades que nos gustaron y comprobar como está la cosa. Una de ellas es Madrid, «espejo de las Españas» que dijeran un día los propagandistas del centralismo. Madrid era el paradigma de las ciudades con vida a tiempo completo, vital, libre, anárquica, alegre y era, de alguna manera ese espejo en el que se retrataban las demás ciudades, la meta de lo que se podía ser como ciudad. Barcelona era otra cosa, iba de europea y acabó en una pieza de diseño; tiene mar, que es un valor añadido, pero a los barceloneses les gustaba más la espontaneidad del «¡Al fondo hay sitio, oiga!» madrileño que la pose de «gauche divina» barcelonesa. Ahora mismo, el Madrid deprimido porque los chicos de las olimpiadas no lo «ajuntan», es una ciudad en retroceso, ejemplo para el resto de las ciudades de lo que no se debe hacer. Con una deuda que no pagarán las tres generaciones siguientes y una bajada del turismo alarmante, debería mirarse en los ejemplos de ciudades que buscan su sostenibilidad en el atractivo que supone hacerla cómoda y habitable para sus propios residentes. En lugar de ello, los dirigentes municipales madrileños se han lanzado a una carrera de locos por convertir la ciudad en una empresa rentable. Y siguiendo su afán de cobrar por todo (de alguna manera es como privatizar la calle) acaban de destapar la gran idea de controlar a los músicos callejeros mediante un examen de aptitudes. Ignoro como será el examen y si darán carnet, pero la simple idea de hacer pasar por un filtro a los músicos libres me revuelve las tripas (¿Usted que toca?¿Clásico o moderno? A ver, los andinos del charango, para este lado, y los rumanos del acordeón para este otro. Los perroflautas, fuera. No se admite más grupos que el trío. ¿Los de jazz? Sólo saxos y guitarras, nada de baterías.) La Junta Municipal madrileña dice que quiere comprobar que se trata de una actividad musical «real» y no una manera de conseguir unas monedas. Cuando a la estupidez se une la prepotencia y la burocracia aparecen estos monstruítos municipales. El fin de todo músico, desde el más desafinado perroflauta hasta los Rolling Stones o Daniel Barenboim es que le paguen «unas monedas» por la música que acaban de hacer sonar. Burocratizar una actividad callejera libre en aras de una pretendida tranquilidad vecinal es no entender que una ciudad es un ser vivo que debe vivir en libertad. Pretender amaestrar a los músicos y darles carné de callejeros es matar la vida ciudadana. La última vez que estuve en Madrid vi una ciudad hacia abajo, decadente sin la belleza de la decadencia artística. De aquel otro Madrid vivo que gustaba a los catalanes queda un Madrid sin cines; desaparecidos viejos cafés y tabernas, su espacio está ocupado por cadenas multinacionales de café-para-llevar y bares repetidos sin gracia; los viejos teatros y los grandes cines se reciclaron en espectáculos musicales, copia de Londres y Nueva York; los letreros ya clásicos color rojo de «Se alquila-Se vende-Se traspasa» están pegados en los cristales de viejos comercios, antiguos bares, librerías, pequeños restaurantes... La ciudad que muchas otras imitan está empufada hasta el morro y lo único que se le ocurre a sus gobernantes es multar a los seres vivos que sobreviven como pueden, putas, aparcacoches, vendedores ambulantes, y, finalmente, músicos. Al resto lo someten a la burocracia que hay que pagar en forma de multa, por cualquier cosa, por no llevar casco en la bicicleta o por cantar sin carné de cantor. Madrid es el ejemplo que han seguido muchas ciudades, grandes y pequeñas, y que ahora se encuentran con deudas desorbitadas que acaban en despropósitos ciudadanos. Ciudades con gobernantes más atentos a salir en la foto cortando la cinta inaugural que a hacer una ciudad más habitable. Todas las que han seguido su ejemplo están en la misma situación. Otras (y tenemos ejemplos cercanos) han preferido resolver su espacio con soluciones humanas. Cuando se intenta encerrar la música de la calle en una solicitud municipal con registro de entrada es que la calle ha muerto. Y a mi me chafaron la pretensión de tocar en Madrid.

domingo, 6 de octubre de 2013

Los papas no son lo que eran


Diario de Pontevedra. 04/10/2013 - J.A. Xesteira
Me intrigaba el lío montado con las declaraciones del papa Francisco y, sobre todo, esa variedad de titulares en diferentes periódicos, como si la palabra del papa fuera comodín para todas las tendencias. Me llamó menos la atención el hecho de que notables escribidores patrocinados por la derecha periodística arremetieran contra el sumo pontífice de los católicos (se supone que los escribidores lo son) de forma iracunda e insultante. En física se llama el principio de acción y reacción. Así que fui al origen de la cuestión, la entrevista con el papa en «Razón y Fe», la revista de los jesuitas, la orden en la que milita (o militaba, no sé si cuando se llega a jefe de los católicos ya se manda en todo o se sigue con el espíritu del equipo original). Descargué de internet los 27 folios y me los leí de cabo a rabo. La primera conclusión es que ninguno de los que titularon las primeras páginas y ninguno de los que se rasgaron las vestiduras, ofendidos, parece haber leído la entrevista; los tituladores utilizaron el viejo y cómodo truco de buscar la frase que más nos guste para poner entre comillas (es fácil, con un poco de habilidad que da la experiencia), a nuestro gusto y a nuestro favor (o a favor de nuestro periódico, depositario de las verdades básicas de la sociedad), y así, unos dijeron «no soy de derechas», y otros «soy un ingenuo», según el papa que más les guste. Los escribidores, simplemente se cabrearon de oídas, según lo que titularon sus periódicos (o pasaron del titular, como decía aquel cínico personaje de la película de Billy Wilder “Primera plana”: «Pon el nombre del periódico en la primera línea, nadie lee más allá de la segunda...») La extensa entrevista conforma un contexto mucho más amplio del que no se pueden extraer alegremente una frase para definir la posición papal. Lo que dice Francisco es mucho más interesante que lo que dice Su Santidad, aunque los dos digan lo mismo; pero lo que cabrea a los ejecutores de las ideas que los obispos callan y el «establishment» contempla perplejo, con los calzoncillos a media caña, es que lo que afirma Francisco lo respalda como cabeza-visible-de-Cristo. La larga entrevista está hablada dentro del marco de la orden de los jesuitas, pero la proyección es evidente y consciente de que trata de remover el orden de las cosas. Y los cabreados, aunque escasos de documentación, es el síntoma. A poco que se lea la entrevista con los ojos de entender, se advierte el salto hacia cinco papas atrás, hasta retomar a Juan XXIII, el papa que parecía de todo-a-cien y que resultó el gran revulsivo de su tiempo. Cierto que hay otras frases más llamativas, como que es un pecador, que nunca fue de derechas, que no se puede estar dando la lata con el aborto y los condones, pero me parece más contundente la toma de postura desde los parámetros de la Compañía de Jesús que, de alguna manera coinciden con Juan XXIII («Verlo todo, disimular mucho y corregir poco»), la necesidad de abrir el pensamiento, de consultar a las bases y la aplicación de los grandes principios en las circunstancias de lugar, tiempo y personas. En menos palabras, la necesidad de reconvertir la iglesia en un proyecto instalado en este tiempo, en esta tierra, no en un mundo de fantasías de colorines. Las palabras del papa Francisco convierten una iglesia de technicolor hollywoodiense en puro neorrealismo en blanco y negro. Sabe que los momentos actuales no están como para pompas y circunstancias hipotéticas sino para trabajar en un contexto claro. Ante un aparato religioso que habla de materia dura como el aborto, la homosexualidad, los anticonceptivos o el papel de la mujer en la iglesia, como si fueran abstracciones ajenas que hay que condenar, sin más argumento que la palabra autoritaria del obispo de turno, el jesuita Francisco recoge palabras evangélicas y no se siente con capacidad para juzgar. En la entrevista se evidencia una necesidad de puesta al día (como cinco papas atrás) y de que haya más pastores y menos funcionarios. Pero si la entrevista ha removido el aparato religioso (los cabreados son pura anécdota) las siguientes declaraciones empiezan a preocupar, de seguro, al resto del personal, incluidos los líderes políticos y sociales. Nada más llegar a Cerdeña, se manifiesta anticapitalista. Sus frases son claras: «El actual sistema económico –capitalista– nos está llevando a una tragedia», «Dos generaciones de jóvenes no tienen trabajo, ¡no hay futuro!», «Quieren robarnos la dignidad, los sistemas injustos quieren robarnos la esperanza». Y coincide con un ilustre paisano suyo, Atahualpa Yupanqui (otro que nunca fue de derechas) para pedir trabajo, trabajo y trabajo «¡Esta es la plegaria que estáis gritando»). Aquí ya la cosa es más clara y los cabreados pueden aumentar. Los obispos, de momento, callan, seguramente porque ya no son de estos tiempos o porque han gastado las palabras en vano. El sistema promociona mucho la solidaridad hasta en la televisión, y ya se sabe que cuando la solidaridad entra por la puerta es que la justicia ha salido a patadas por la ventana. Desde que recuerdo he conocido a siete papas, cada uno de su estilo, desde Pío XII, el hombre de palo que bendecía tanques fascistas hasta Francisco, el papa sin números romanos, pasando por Juan XXIII, el papa que preparó la década prodigiosa; Pablo VI, que cabreaba mucho a Franco; Juan Pablo I, muerto en la tercera parte del Padrino; Juan Pablo II, que iba para personaje de «Las sandalias del pescador» y acabó como un anciano viajero; Benedicto XVI, que tuvo el gesto de dimitir en un mundo en el todos se aferran al poder como garrapatas. Francisco llega en otro tiempo, en otro mundo, donde las redes sociales ocupan un espacio no previsto en los Evangelios. En poco tiempo ha conseguido remover unas estructuras dogmáticas y monolíticas. Pero, dicen sus detractores, todavía no ha hecho nada. Habrá que esperar, porque la cosa promete. Calificar de lepra a la «inteligentsia» vaticana y de vergüenza la política ante los inmigrantes es un gran paso.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La palabra y el número


Diario de Pontevedra 21/09/2013 - J.A. Xesteira
Detrás del fracaso olímpico, y más allá de los chistes vinieron algunas reflexiones y consideraciones de otro calado. Quedaron en evidencia dos cosas: que los políticos españoles tienen poco dominio del discurso cuando no leen, y que a la hora de echar mano de los números, que se corresponden con moneda de curso legal, todos demuestran que son “de letras” (antigua acepción académica por la cual se justificaba que “los de ciencias” podían ser analfabetos y “los de letras” no necesitaban saber sumar y restar, dicha disciplina hoy es un anacronismo resuelto por la tecnología moderna). Los políticos españoles fueron decayendo en la oratoria; desde los tiempos de Fraga, Felipe, Carrillo y Suárez el discurso fue enflaqueciendo a través de Aznar y su fraseo de ribera del Duero (gran reserva), de Zapatero y su actitud de alumno que no se sabe la lección, hasta el mutismo técnico de Rajoy. Los políticos españoles carecen del estilo retórico de los portugueses, que son capaces de hablar dos horas sobre nada (a diferencias de sus cantantes, que son capaces de comprimir una novela en dos minutos de fado) y sus argumentos se pierden entre frases vacías y palabras huecas. Su escasa preparación como políticos (es el oficio mejor remunerado del país para el que no se exigen estudios adecuados, títulos ni máster, basta con meterse en el partido y tener la habilidad suficiente para trepar hasta alcanzar el mayor grado de incompetencia en el puesto) es evidente a la hora de subirse a un estrado o enfrentarse con la prensa. La utilización de latiguillos y frases hechas es tal que ya han contaminado a los periodistas, que cayeron en la trampa de los dos-puntos-abre-comillas, por la que se colaron las frases de todos los botarates sin argumentos; los periodistas ya escriben como hablan los políticos y los entrenadores de fútbol, es decir, mal. La utilización parlamentaria del discurso político ha llegado a ser un altercado entre “nosotros” y “ellos”, transformada en una riña de patio de escuela, a medias entre el “habla cucurucho, que no te escucho” y el “chincha, rabiña, que ganamos el partido”. No hay relleno dentro de las frases, no hay sustancia en las palabras, que casi siempre se usan con la más completa ignorancia de su significado. Se ha devaluado la importancia de la gramática y del diccionario, ahora que tenemos en red todas las posibilidades de consulta fácil, precisamente se pierde la facultad de entenderse por la palabra y nos comunicamos mediante las redes sociales, en las que los políticos son muchas veces presa de sus propias meteduras de pata. Pero el tema ya es preocupante cuando tratan de explicar mediante la palabra hablada los números. Cuando quieren explicar las cifras que les colocaron sobre un papel para justificar y justificarse, es cuando todo se convierte en drama, y, a veces, en delito encubierto por un discurso que no consigue camuflar el sentido común. Más allá de los problemas de la alcaldesa de Madrid, exagerados por obra y gracia televisiva, está el concepto de que en ese viaje de varias intentonas para ser sede olímpica se ha utilizado un discurso con el que se cantaron las maravillas que supone para una ciudad ser sede olímpica, ocultando que se gastó en ese proyecto un total de más de seis mil millones de euros (deténganse un momento y no pasen como siempre por encima de las cifras: son más de 6.000 millones de euros) que no han servido para nada. Se justificarán como siempre, diciendo que son una inversión en instalaciones deportivas, pero Madrid ya ha perdido el negocio olímpico, está perdiendo turismo a marchas forzadas por una mala gestión (todavía hay quien viaja a Madrid y pregunta por la Movida de hace varios alcaldes atrás) y no se va a recuperar lo que se gastó en edificios olímpicos y que todavía será deuda por varias generaciones más allá de Gallardón. Ahí quedan fastuosas instalaciones que sólo sirven para un par de campeonatos de tenis al año o para celebrar ferias y conciertos de escasa rentabilidad. Se sumarán a las docenas de edificaciones que a lo largo y ancho del país se construyeron como gran inversión para enormes beneficios futuros. El futuro llegó a esos edificios y lo gastado en vanidades políticas no se recuperará nunca (ejemplos los tenemos aquí mismo, a la orilla del puerto de Vigo). Construcciones innecesarias, como aeropuertos sin aviones, carreteras sin coches, museos del vacío absoluto e instalaciones deportivas sin deportistas fueron vendidas en su día como grandes inversiones de esplendoroso porvenir. El sentido común del hombre de la calle le decía otra cosa que tiene que ver con el Código Penal, pero las afirmaciones políticas eran discursos contumaces: eran buenas inversiones. Y ahí llegamos a esa manipulación, a veces inconsciente de la palabra y del número. Cuando se refieren a los enormes despilfarros de dinero público en proyectos de evidente estupidez, se refieren a inversión, es decir, a que se pone el dinero necesario para recuperarlo después con el valor añadido, lo cual, casi nunca ha sucedido (hagan memoria y busquen alguna obra pública que haya sido rentable) mientras que cuando se refieren al dinero público aplicado a necesidades básicas, se refieren a gasto, como el gasto en educación o en sanidad, como si ese dinero nunca se pudiera recuperar. Ese es el único dinero que se rentabiliza, y no es un gasto, sino la inversión que nos da el ciento por uno en forma de salud y cultura, las dos cosas básicas que no hay que explicar en un discurso. En la pugna entre el catalanismo y el centralismo se usan las viejas palabras de una-e-indivisible, se olvidan las palabras de una Constitución que hay que cambiar y se queda sólo en los números de financiación. Y se amenaza con la frase de que la independencia no cabe en Europa, sin pensar que a lo mejor esa nueva idea tiene más atractivo de lo que piensan. Total, de Europa sólo viene dinero para los bancos y recortes en salarios. Y para eso no hace falta estar en la UE.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Lenguas vivas, deportes muertos


Diario de Pontevedra. 13/09/2013 - J.A. Xesteira
De pronto no le conceden a Madrid la posibilidad de hacer la olimpiada dentro de siete años y todo parece como si las fuerzas del mal se confabularan contra España. Una gestión municipal de unos eventos financiero-deportivos se convierte en un ultraje nacional. “No nos han dado las olimpiadas”, “El COI nos ha ignorado” son las frases que elevan a categoría general (estatal) un asunto puramente particular (local y municipal). Seguramente esta extensión del ultraje viene avalada por el hecho de que la delegación madrileña que defendía el proyecto llevó como apoyo al presidente del Gobierno y al príncipe heredero. Con ese “nos” generalizado pretenden que el rechazo afecte a todos los españoles, igual que Gibraltar (una cuestión de una zona concreta) se magnifica para que parezca una Numancia heroica. Así nos va, inventado marcas registradas de un país, que no interesa a ninguno de sus ciudadanos (mucho menos a los extranjeros) y pretendiendo que somos maravillosos, alegres, guapos y campeones, simplemente porque Nadal gana trofeos y Alonso remonta hasta el podio. La resaca del fracaso (podríamos hablar de un récord deportivo como la ciudad con más rechazos olímpicos) encontró dispuestos al día siguiente a todos los comentaristas periodísticos de todo tipo, desde los puramente deportivos hasta los más politizados de la parroquia; todos entraron en el trapo fácil de arrimar la brasa a cada sardina; unos, en defensa de los valores defendidos por las fuerzas vivas frente a las insidias extranjeras, que nos envidian el sol y hacen tongo para que ganen los japoneses, que son tristes y radiactivos; otros, sacando el “ya se veía venir”, con esta tropa y con la crisis que tenemos no estamos para andar gastando el dinero (que por otra parte ya lo han gastado hasta el pufo de largo recorrido que dejó Gallardón el Legislador). Pero todos salieron al día siguiente con el tema en los escritos. De todo el ultraje olímpico hay dos cosas que nos llevan a la reflexión (advierto que no es necesario reflexionar sobre un tema tan intrascendente como el hecho circunstancial de que no “les” hayan dado la olimpiada). Una, esa interpretación del rechazo que podrían concretarse en el “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”; dos, el furibundo cachondeo contra la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, por el uso mostrenco de la lengua inglesa. El estupor incrédulo por haber sido eliminados a las primeras de cambio dejó a la extensa delegación española con cara de no entender nada y de haber sido heridos de muerte. Ya hubo explicaciones para todos los gustos y tendencias, pero si el comité español no entendió los porqués del rechazo, es que no están muy versados en el negocio olímpico. Una olimpiada es un acontecimiento que mueve miles de millones de euros, y cuando eso sucede, lo de menos es el deporte, todo se convierte en un trapicheo comercial, y si no entendieron eso, es que no entendieron nada. Una olimpiada puede ser rentable como la de Barcelona o puede ser un fracaso como la de Atlanta. El hecho de que los atletas ganen medallas no es más que la justificación para que fluyan los capitales y determinadas personas se enriquezcan. Madrid hizo una oferta que pudieron rechazar tranquilamente, porque se prevé más ganancias en Tokio. Ahora, mientras reflexionan (es un decir, reflexión y política son conceptos que no casan bien) echarán cuentas de lo que se gastó en ese 90 u 80 por ciento de infraestructuras y lo que queda por pagar, porque el asunto era de infraestructuras y no de deportistas, que solo sirven de adorno, para salir a un balcón de ayuntamiento a dedicar su medalla al populacho. Pero no hay problema, la deuda madrileña acabaremos por pagarla entre todos, como siempre. Faltaría más. Y los deportistas irán, como siempre, trampeando con sacrificios para conseguir llegar a una olimpiada, aunque sea sin medalla. El otro aspecto me parece más interesante. Todo el mundo de Youtube se ha echado encima de la alcaldesa madrileña por su pronunciación del inglés de café con leche. Y nadie se ha parado a reflexionar sobe el hecho de que Ana Botella hable un mal inglés y se burlen de ella. En realidad es lo que ve en casa; su marido también fue famoso por hablar como Clint Eastwood (como si fumara un puro toscano y se le enrollara el poncho en la cabeza al mismo tiempo, con música de Morricone) En ese contexto surge de nuevo la acusación: los políticos españoles no saben hablar inglés (como el negrito de Nicolás Guillén) y eso parece como una vergüenza internacional. El tópico español asegura que se nos dan mal los idiomas. No es cierto, pero ese es el tópico. Como es tópico que en Europa todo el mundo habla inglés, cosa que tampoco es cierto. Cualquier turista sabe que cruzando la frontera hay que hablar un chapurreo de lengua franca en el que puede más la voluntad que los conocimientos. Los políticos españoles no hablan inglés, bien, pero para eso hay unos cascos traductores que nos cuentan lo que se dice. Durante años se nos vendió el cuento de que hay que saber idiomas para triunfar en la vida, y nuestros hijos aprendieron más inglés que nuestra generación, se licenciaron y doctoraron en más disciplinas que nosotros y al final salieron a trabajar en los mismos puestos de emigrantes en los que trabajaba la generación de mano de obra barata que no sabía idiomas ni falta que le hacía. Los licenciados españoles trabajan en los falsos paraísos alemanes y europeos al mismo nivel que los turcos que tampoco hablan inglés. Conocer idiomas es bueno en sí mismo, pero no imprescindible. Si sabes inglés y biología molecular, por ejemplo, puedes llegar a emigrante, pero si no sabes inglés puedes llegar a ser alcalde de Madrid, presidente del Gobierno o del Banco de Santander. El inglés sirve para leer a Shakespeare (una delicia) o saber que dicen las canciones de Dylan (no para entenderlas) o para poner en un curriculo (sin mayores consecuencias laborales) Pero para poco más. El resto es parloteo político presumido que no se explica por qué el mundo no nos quiere.