viernes, 20 de noviembre de 2015

La guerra confusa


J.A.Xesteira
Todo el mundo opina sobre el atentado de París, en contra de la recomendación precisa sobre estos casos: para opinar hay que tener la cabeza fría y los pies calientes. En este momento los muertos de París son la disculpa para una serie de espectáculos de gran diseño de luz y sonido, retransmitidos en directo por todos los medios de difusión conocidos, en los que hay mucha flor, muchos más “selfies” y poca reflexión. La sociedad virtual de esta segunda década de siglo es muy dada al funeral grandioso y a los signos externos con tendencia a “enflorecer” las calles y poner cosas en internet, acompañando a los políticos, que aprovechan cualquier muerte para colgarse una medalla de defensores de democracias y cantar un himno. Como ya hay demasiados políticos y demasiada sociedad opinando por todas partes, mejor dejarlo todo como está, hasta que se enfríen los cerebros y pase esta ola peligrosa de demonizar a los musulmanes. No hay funeral gratuito, todo tiene su rentabilidad, como se puede ver en las declaraciones de circunstancias y ese “París c’est moi” que recuerda a un viejo anuncio de perfume francés. A fin de cuentas, como decía el cínico Ambrose Bierce, un funeral es una reunión de personas que se congratulan de no ser el muerto. Los muertos son los que han pagado el pato de una situación de más profundo calado en el que nadie quiere entrar; pasarán pronto a ser unas palabras en un monumento en el que dejar flores, un recordatorio y poco más
Todo es confusión, en el marasmo de opiniones vertidas para darle importancia al asunto; cada acontecimiento mundial, sea de la gravedad que sea sólo se toma como motivo para colgar nuestra opinión, en el caso de las mentes opinantes, o colgarnos la medalla de defensores de la libertad, igualdad y fraternidad, en el caso de los políticos rampantes. Lo que acontece estos días sólo podrá ser analizado con calma cuando pase el tiempo necesario, o, a lo peor ni siquiera en ese momento. No hay más que echar la vista atrás y recordar otros dos grandes masacres, la del tren de Atocha y la de las Torres Gemelas de Nueva York. Todavía hay informaciones ocultas y escaso análisis de los dos hechos. Hay mucho ruído y pocas nueces en la matanza de París, y, cuando escribo esto, todavía quedan radicales libres que pueden seguir matando, mientras las policías se desparraman por Europa a la caza del terrorista suelto. Hay pánico ciudadano que se traduce en las suspensiones de los partidos de fútbol. En parte son las consecuencias buscadas por los terroristas, chafarles la fiesta a Occidente y recordarles que el miedo también puede ser material de exportación, como el petróleo o las armas.
Si conseguimos enfriar los ánimos por un momento y hacer un análisis elemental de lógica militar, podemos llegar a la aterradora conclusión de que todo esto debería estar previsto por los servicios de inteligencia (mala palabra para un organismo mundial que puede que tenga mucha inteligencia, sobre todo artificial y de tecnología punta, pero demuestran ser poco listos). Si los franceses bombardean los pueblos donde domina el ISIS (hay que aprender esa palabra, porque volverá a aparecer mucho más) como lo hacen desde el pasado mes de setiembre, hay que esperar que el ISIS bombardee Francia, en respuesta a una guerra que está en marcha. Como los yihadistas no tienen aviones para mandar contra ciudades francesas, utilizan a personas debidamente descerebradas para inmolarse y morir matando en donde más daño les haga al enemigo. Hay que hacer un inciso sobre la palabra “terrorista”, que es variable, según desde donde se mire. Si se trata de un agente de la CIA infiltrado para matar en territorio enemigo, se le llama soldado; si era un miembro de la Resistencia contra los nazis, se le llamaba patriota, pero vistos desde el otro lado le llaman terrorista. Y esa es la cuestión. Que no se trata de una acción puntual en lugar específico. La guerra ya no tiene territorio, el mundo es el campo de batalla, de la misma manera que la intimidad ya no existe y todo se controla a través de millones de ojos que lo meten en pantallas mundiales. No iba muy desencaminado el rey Abdalah de Jordania cuando dijo hace unos días que estamos en la Tercera Guerra Mundial. Nadie lo declara, pero esa tercera gran guerra hace años que colea por el mundo. Si la Primera Guerra tenía un territorio pequeño, incluso reducido a las trincheras de las afueras de París, que se podían visitar en los ataques a la bayoneta y luego volver a tomarse unas copas en el Moulin Rouge, la Segunda Guerra creció en territorio, peleó en el Pacífico, en las estepas rusas, se bombardeó Londres, se trasladó al desierto árabe y libio y se expandió por todo el mundo. Pero ahora, la guerra ya no tiene campo de batalla, no tiene espacio físico y, sobre todo, no tiene estrategias ni espacio de tiempo para ganar o perder. Es la guerra intangible, está, o puede estar, en todas partes y a cualquier hora, sin presencia de ejércitos ni cornetas. Y, como en todas las guerras, los que más mueren son los que no son de la guerra, como el personaje tan bien inventado por Gila; mueren los niños y sus padres mientras están en su casa en Siria, mueren los que huyen de la guerra ahogados en el Mediterraneo y mueren las personas corrientes que salen un fin de semana a tomar una copa en París, ajenos a los dramas que suceden a miles de kilómetros. Si lo analizamos con el cinísmo de la estrategia militar diríamos que todos ellos, los que mueren bombardeados en sus casas, los que se ahogan en el mar y los que mueren en la discoteca, son daños colaterales de una guerra mundial. Y me temo que la respuesta de los grandes potentes de las grandes potencias va a ser (es) una respuesta bélica del siglo pasado, cuando están en una guerra del Siglo XXI, sin banderas ni desfiles militares, sólo con cámaras de vigilancia y móviles.

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