viernes, 29 de diciembre de 2017

Resuma y sigue

J.A.Xesteira
Hay una norma de obligado cumplimiento periodístico que dice que al llegar a estas fechas hay que hacer balance del año. Es un ejercicio de tipo rutinario tradicional, porque siempre suele repetir viejos clichés; la vida, de cualquier forma, no es más que la repetición de viejos clichés, que disfrazamos a veces para pensar que somos más modernos que los antepasados. En realidad somos lo mismo pero con más cachivaches a nuestra disposición. En el momento del resumen del año que publican los Medios estos días, se hace un repaso más o menos estadístico, sin ningún tipo de análisis, porque no están estas fechas para eso, y se cierra con la esperanza de que 2018 sea  mejor que éste. No lo será, pero dentro de un año ya no nos acordaremos de lo que deseábamos y volveremos a dar otra vuelta a la tuerca del tornillo sin fin del milenio.
A lo largo de estos días pasados fueron llegando los datos estadísticos del año, y uno de ellos ya nos dice que hubo más muertos en accidentes de circulación que el año pasado. Es lo normal, pero desde hace unos años, quizás por esa afición cuantificadora que tanto gusta a los políticos (si los datos son buenos, presumen, si son malos, buscan la manera de explicarlos para sacudirse responsabilidades) siempre están dando la matraca con que los controles de borrachos-drogotas y las campañas de impacto en las discotecas han ayudado a concienciar al personal de que conducir como locos es malo. Ya lo sabe todo el mundo, pero las cifras de muertos y parapléjicos irá en aumento, por una lógica elemental: cada vez hay más coches en la carretera (es otro dato, el de la venta de coches, que se aporta como síntoma de economía boyante) y, por lo tanto, hay más candidatos a estrellarse. Las políticas preventivas de accidentes de tráfico no sirven para nada, como las políticas similares en cuestiones de violencia de género (o violencia, en general) que consisten en pacto, un minuto de silencio y un protocolo rutinario para acosadores y víctimas. Como las políticas sociales de protección a los desfavorecidos, a los discapacitados, a la inmigración, a los trabajadores en riesgo de miseria… Políticas para firmar y salir en la foto. Los resultados del año no engañan: unas políticas inservibles de los gobiernos incapaces en una sociedad apapaostiada.
Por encima de la listas de famosos muertos y catástrofes más o menos naturales, la sequía y otros lugares comunes que componen el almanaque del año que pasa, el gran tema de los Medios de Masas fue la gran cortina de humo del Asunto Catalán, que hizo que las masas, a traves de los medios, aprendieran palabras nuevas, como soberanismo, constitucionalistas, separatistas, y que esas masas consumieran en modo masivo (no podía ser de otra manera) candidades de banderas de los chinos, en un alarde entre futbolístico y carnavalesco que recordaba las grandes batallas entre aldeas. Esa gran cortina de humo que disimuló carencias y defectos de los gobiernos aparentemente enfrentados, el de Madrid y el de Barcelona (los periféricos quedamos a-velas-vir) consiguió el prodigio de enfrentar a dos bloques de derechas (incluida Esquerra Republicana de Catalunya, que es de esquerras nominalmente y nada más) y que todos ya sabemos como acabó en esta primera temporada de la serie Juego de Tronos en la versión madrileña, Joc de Trons, en la catalana: con la derrota  total de la izquierda real y un abanico de derechas peleándose en un laberinto técnico-judicial. Pero esa ficción, ese juego de nintendos políticos camufló oportunamente los grandes problemas de la sociedad que llaman España y las partes contratantes de la primera parte de España: el paro creciente y cada vez más disimulado (último dato del año, el 90 por ciento de los contratos de menores de 30 años de este país es de carácter temporal, con lo que sabemos que significa el concepto “temporal” en este país: sueldos a mitad del salario mínimo y horas no controladas); corrupción perdida entre vericuetos legales de jueces y fiscales de quita y pon (la desconfianza de las Masas crece con respecto a la Justicia); y privatizaciones del bien público enmascaradas delante de una sociedad entretenida con sus pantallas de plasma o de mano.
El colofón al resumen anual lo da el rey en la tele, siguiendo una tradición que inaugró el “Caudillo”, con su mensaje navideño (en el que siempre recordaremos aquella frase repetida de que “Gibraltar caerá como una pera madura”) y que continuó Juan Carlos I. Felipe VI, en su particular monólogo televisado, optó por una versión (suponemos que asesorada por sus escribas) amable y optimista, ante la confusión reinante. Nos aseguró que "España es hoy una democracia madura, donde cualquier ciudadano puede pensar, defender y contrastar sus opiniones pero no imponer las ideas propias frente a los derechos de los demás”. Como frase le pasa como aquel barco de Gila (mejor monologuista que Felipe), que, de color, bien, pero no flota. Los ciudadanos somos libres de pensar lo que nos parezca, pero usar y exponer nuestras opiniones y, sobre todo, que se tengan en cuenta, ya es otra canción. Afirma el rey que hemos construido juntos una democracia, y creo, si mal no recuerdo, que él no la construyó, se la dieron construida, y le llegó con su puesto de trabajo, heredado de su padre, heredado de “el Caudillo”. El discurso del rey resume el año y resume al país, unos cuantos buenos deseos protocolarios pero sin ganas, una especie de vamos-a-llevarnos-bien-o-habrá-hondonadas-de-hostias. El rey no engancha, pero la ciudadanía, tampoco; la diferencia está en que el rey necesita a la ciudadanía para ser rey, pero la ciudadanía no necesita al rey para ser ciudadanos. En su discurso de navidad hay una intención de querer quedar bien con todos, como aquella canción de Giorgio Gaber (consultar Youtube) “El Conformista”, el hombre nuevo que simpatiza con todas las ideas y con todos los partidos. Si el rey emérito puede pasar a la Historia como El Campechano, a lo peor su hjo puede pasar como El Prescindible.

viernes, 22 de diciembre de 2017

De Belén a Laponia

J.A.Xesteira
En esta altura del año y con lo pasado pasado, debiera corresponder escribir de las elecciones catalanas y su resultado, o de la lotería de Navidad y sus resultados. Pero como a esta altura del año ya hay miles de artículos, opiniones y reportajes sobre ambas cosas, en todos los Medios, prefiero, por lo que respecta al “tema catalán”, aplicar las enseñanzas evangélicas y dejar que “los muertos entierren a sus muertos” (Lucas, 9-60) o la frase de serie negra: “Nadie gana, unos pierden más que otros”, y por lo que respecta a lo segundo, felicitar a los afortunados que brindan con champán en vaso de plástico en una euforia callejera que ya es tradición.
Lo importante es la Navidad en la que estamos inmersos desde Todos los Santos (ahora llamado Halloween) que antes llamábamos Felices Pascuas y ahora llamamos Merry Christmas. Y de eso precisamente se trata, de la deriva de una Navidad tradicional, con sus pastores, su musgo, sus panxoliñas y villancicos, su mula, su buey, sus Reyes Magos y el castillo de Herodes con un largo etcétera que usted mismo podrá completar, a esta otra, con un Papá Noel (o Santa Claus, según), vestido de cocacola, con su trineo, sus renos y sus enanos del Círculo Polar. Entiéndanme, no es que me ofenda que la fiesta se celebre de una u otra manera; no estoy en contra de  la gandaina variada, venga de donde venga, siempre que sea fiesta y no celebraciones dolorosas; y no quiero dar argumentos a los tradicionalistas de “lo nuestro”, porque lo nuestro también fue, en algún momento de la Historia, una colonización similar. Los folkloristas, etnógrafos e historiadores podrían decir, seguramente con argumentos, que esta fiesta es la cristianización de una fiesta pagana del cambio de estaciones; siempre se dice eso de cualquier fiesta y parece que siemprer se queda bien con ello.
La Navidad ya no es lo que era; el mundo tampoco es lo que era, y siempre se es otra cosa distinta, aunque parezca una perogrullada (que lo es). Aún a riesgo de rancio, a mí me gustaba más “la otra”, porque era la de nuestra infancia (la de mi generación perdida en la noche de los tiempos) y prefiero los pastorcillos y aquel cutrerío primitivo a esta explosión mercantil y difusora que nos mete en una Navidad de centro comercial. Es la misma distancia que hay entre el “a-Belén-pastorés” y el “I-wish-you-a-Merry Christmas” que ya saben cantar todos los niños de primaria. La misma distancia que hay entre una gastronomía casera repetida, de pavo o pollo y bacalao con coliflor a las grandes variedades marisqueras y gastronómicas de alardes culinarios (el mal que causan todos los programas de chefs de cocina y sus consecuencias de librerías repletas de recetas sofisticadas no lo comprobaremos hasta dentro de unos años). La guerra que existía hace años entre abeto y belén quedó claramente decantada hacia el arbolito, mucho más práctico y menos engorroso, sobre todo si es de plástico plegable; la puntilla al belén se lo dieron los ecologistas, que declararon al musgo especie prohibida. La distancia entre Nadal y Christmas también viene marcada por los regalos y los juguetes; antes eran materia exclusiva de Reyes, pero el gran comercio ha sabido imponer una lógica vendedora: si se regalan en Nochebuena, los niños jugarán todas las vacaciones; y la distancia de los juguetes se acortó de manera sustancial: si los niños no pueden (como antes) ir al escaparate, el escaparate irá al niño, y todos los juguetes se ofrecen a la puerta de los colegios en forma de catálogo apetecible, una variante de los caramelos envenenados o la droga blanda con que atemorizaban hace años.
Alguien dirá que es una cuestión de sentimentalismo nostálgico. Probablemente la actual generación de nuestros nietos sentirá algo parecido dentro de unas cuantas décadas (a saber lo que vendrá para las Navidades del futuro, no lo adivinaría ni Dickens) y echarán de menos estas navidades de centro comercial, con cantidad de regalos deseados (siempre son más los regalos deseados que los que aparecen en la madrugada navideña) y, probablemente dirán: “¡Ah, aquellas nintendos, aquellos videojuegos, aquella bici (la bici siempre será un clásico), aquellos si que eran juguetes!”. El viejo rito se ha transformado; aquella rutina de felicitarnos postales o llamadas telefónicas, se sustituye por un guasap recontestado varias veces. La distancia que hay entre ritos es enorme, porque se ha transformado una fiesta socio-religiosa de estructura cristiana en una fiesta a secas, con un rito renovado cada año y reinventado para la sociedad de consumo. Los himnos religiosos (en su mayor parte debidos a la reforma luterana que fue un impulso cultural musical realmente importante) han quedado reducidos a un “Adeste Fideles” o un refrito del “Haleluya” haendeliano a través de los altavoces callejeros.
La distancia entre ritos es la misma que entre mitos. Había una leyenda cristiana en la que un matrimonio palestino de refugiados huía como podía y tenían un hijo por el camino; huían del miedo al imperio ocupante y al poder que asesinaba; los palestinos se refugiaron en el país de al lado con su bebé. Si les suena de las viejas navidades debería sonarle de las noticias de ahora mismo, con otros palestinos, otros refugiados y otros padres con bebés, pero todos con el mismo miedo. Aquella vieja historia de refugiados y pastores ya no está de moda, ni los mismos palestinos de ahora están de moda. Lo que impera es otra leyenda, una historia menor, inventada y de poco peso cultural, pero de gran peso comercial (a fin de cuentas en el Imperio lo que manda es la economía, ¡imbéciles!, que decía aquel emperador). La historia de ahora es de un rechoncho viejecito que vive en Laponia con unos enanos que le fabrican plaiesteixons y juguetes japoneses de última generación. La distancia entre las dos historias es la misma que hay entre la mula y el buey y Rudolf, el reno de la nariz colorada. Es la misma que hay entre Belén y Laponia. Sólo permanece inalterable Raphaël y su pequeño tamborilero. ¡Felices Christmas!.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Patrimonio nacional

J.A.Xesteira
Es condición del ser humano en movimiento, en versión peregrina, turista o viajera, admirarse por las edificaciones de todo tipo; ya sea la pirámide de Keops o la casa del campesino en medio del huerto, las construcciones tienen un atractivo especial para la cámara fotográfica. Ya no hay manera de poder ver una catedral o una ermita de pueblo sin abrirse paso entre selfies y barridos panorámicos de tabletas digitales. Eso conocido como patrimonio cultural tiene un poder de atracción incuestionable. Da lo miso que el viajero/a o el turista/o ignoren el estilo arquitectónico, la antigüedad, el uso y la conservación del patrimonio, están de paso, y lo importante es interesarse por las piedras antiguas de la única manera que saben: retratándolas y siguiendo camino. Otra cosa es el personal residente, el que se siente dueño de su patrimonio, porque para eso un rey o un obispo construyeron un edificio en su pueblo hace muchos años. Ahí surge el orgullo de poseer un patrimonio cultural y artístico, y lo defiende a voz en grito, aunque no tenga ni idea de que está defendiendo y haya utilizado ese maravilloso ábside románico como meadero en días de botellón. El patrimonio marca mucho aunque no le hagamos puñetero caso; basta que alguien insinúe una amenaza para que brote el espíritu patrimonial que dormía agazapado esperando la llamada de alerta. Debo hacer aquí una aclaración en mi descargo; hace años que el románico tardío o el gótico flamígero me dejan indiferente; quizás se deba a un empacho, pero a estas alturas prefiero la terraza del bar de enfrente al templo o el museo contemporanísimo. Son manías que vienen con los años y tapan devociones antiguas con una funda nórdica de indiferencia por el arte oficializado.
Todo este preámbuo venía por lo de Sijena; ya saben, ese capítulo colateral del asunto catalán. Precisamente ahora acuerdan que se devuelvan unas esculturas y unas tablas policromadas, que estaban en un museo de Lleida, a su lugar de origen, un monasterio aragonés. Como era de prever, las masas animadas, que ignoraban que existían esas obras, nunca las habían visto y, además, les importaba un carajo su existencia, salen a la calle a protestar en la parte catalana y en la parte aragonesa, cada uno por el patrimonio. Hasta ahí, la cosa no es más que un episodio berlangiano, pero si rascamos la capa histórica, como corresponde, nos encontramos que las obras habían sido vendidas por las monjitas (cuando hablamos de monjas en los periódicos siempre decimos monjitas, y no sé por qué, porque nunca decimos curitas ni frailecitos ni obispitos, habrá que estudiarlo) Vale, pues las monjitas vendieron 97 obras que tenían en el monasterio a los catalanes; el gobierno de Aragón y el ayuntamiento de Sijena denunciaron a las monjitas vendedoras y a la Generalitat compradora. Los tribunales juzgaron en su día y condenaron a devolver las piezas al monasterio, pero no a las monjas a devolver el dinero. Sus razones tendrían los jueces, que no son fáciles de entender. Para redondear la historieta, resulta que el monasterio es propiedad de la Orden de Malta, que lo tiene alquilado a las monjas de Belén, y, por encima, el hermano del ministro de Cultura, Méndez de Vigo, que fue el que dio la orden de retorno de las obras, aprovechando que estamos en campaña electoral, es el vicepresidente de la Orden propietaria del convento. Un buen tema para una película, una cosa entre “El Halcón Maltés” y “La Pantera Rosa”
Bromas aparte, y dejando a un lado la utilización propagandístico-política de un patrimonio utilizado como carnaza para peleas regionales, el patrimonio cultural eclesiástico, un bien que supuestamente es de pertenencia pública o general, se ha convertido desde hace años en materia negociable, más allá de la frase (robada a Shakespeare) con que Bogart cerraba la famosa película: “El halcón está hecho con la materia con que se construyen los sueños” El patrimonio cultural ya es un recinto de pasen-y-vean, con entrada; lejos quedan los tiempos en que uno podia entrar en una catedral, vacía de turistas, de forma gratuita. Las actuales catedrales son un parque temático, en las que se cobra entrada y en las que se dejan limosnas incontroladas por Hacienda (recordemos el episodio televisado del Códice Calixtino, en el que un canónigo afirmó que no se sabía cuanto dinero había en los petos; el electricista fue condenado por haber robado una pasta incontrolada). En la catedral de Burgos, hace años, incluso había un vigilante que, mediante una propina, enseñaba un cuadro de Leonardo que se guardaba en un armario de la sacristía, obviamente pintado por el cuñado del espabilado vigilante.
La compra-venta de Sijena, al menos se hizo de forma legal, con transferencias bancarias. Pero en la historia patrimonial eclesiástica, a menudo aparecen en manos particulares o museos extranjeros, piezas “desaparecidas” de templos y monasterios españoles. En los años 70 fui testigo periodístico de un robo frustrado en una iglesia compostelana; los ladrones no tuvieron tiempo de llevarse unos pesados angelotes y tuve el raro privilegio de poder subirme a un retablo barroco para ver el desbarajuste. En tiempos en que lo románico ya me importaba poco, en una iglesia románica en la Costa da Morte, el cura, un tipo campechano, nos contó que había una pila bautismal, una joya, y que un día apareció un camión del Ejército y se llevó la pila para el Pazo de Meirás por orden de la Señora. El cura confiaba en que algún día la pila volviera a su origen. No sé como acabó la historia. El patrimonio cultural es de todos (en teoría, porque, además lo pagamos), pero en la práctica, y en lo tocante a la Iglesa no es más que un negocio privado. Es un tema que convendría revisar alguna vez.
Conocí en los años de estudiante, hace varias décadas, a un extravagante ciudadano santiagués que en noches de alcohol (frecuentes y corrientes) solía vociferar desde la plaza del Obradoiro: “Había que echar abajo eso y con la piedra construir casas baratas”. “Eso” era la catedral compostelana, obra maestra y fuente de pingües beneficios.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Niebla púrpura

J.A.Xesteira
Dice la Real Academia que el politico es el “que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado” (quinta acepción), y que la política “es el arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados” (séptima acepción). Muchas veces, más de las necesarias, los de la quinta acepción intervienen en las cosas del gobierno y negocios del Estado de forma chapucera y chambona y convierten a la séptima acepción en un desbarajuste que acaba en un desgobierno de los Estados que, a la postre, tenemos que pagar entre todos. Y para ejemplos cercanos y evidentes, como diría Manquiña en “Airbag”, “a las pruebas me repito”. Sucede después que los de la quinta acepción se explican y nos explican las causas de los desbarajustes, que siempre atribuyen a situaciones externas, unas veces naturales y otras de los elementos de la oposición política; siempre nos cuentan que las circunstancias provocaron tal o cual situación, que ellos no tienen la culpa y que lo van a arreglar en el futuro inmediato. Cuando esto sucede se olvidan de dos cosas; la primera, que, como dice el refrán popular, “al pájaro se le conoce por la cagada” y, además, que los ciudadanos no les creemos, sabemos que mienten y su cara les delata. Pero ellos exponen sus argumentos disfrazados y sus asesores les aconsejan usar determinadas palabras para que todo cuadre. Ejemplo: las cifras del paro nunca son malas, aunque suba en noviembre, siempre será mejor que el índice del año pasado; nunca explican la verdad, sino la realidad maquillada, que es una mentira siempre (las cifras del paro nunca dicen en qué trabajan y cómo trabajan los que trabajan, y, sobre todo, cuanto cobran; todo eso corresponde a la nebulosa que esconde la mentira política).
Siempre hay un gran tema que tapa las realidades, como una niebla púrpura; la de ahora se llama elecciones catalanas, que esconden problemas grandes disfrazados de desastres naturales o temas en vías de solución inmediata. Por ejemplo, dos grandes temas, la sequía y las pensiones; dos cuestiones políticas al borde del gran desastre, dos temas similares, aunque parezcan ajenos a la empresa. Los dos son consecuencia de una mala gestión, pero en la sequía se le echa la  culpa a la ausencia de lluvia y en las pensiones, simplemente no pasa nada, como en la canción de la señora baronesa.
La gestión del agua siempre ha sido nefesta, sin paliativos, y en ello tienen tanta culpa los gestores políticos como los gestores de cada grifo. Hemos vivido como si el agua fuera eterna e inagotable. Pero en –pongamos– los últimos cincuenta años hemos pasado de administrar un caudal de agua en una sociedad mayoritariamente rural, con una población determinada, a administrar el agua de una población multiplicada por mucho, eminentemente urbana; incluso el campo se gestiona de forma industrial. Y la industria y el aumento de población y la ausencia de una planificación y gestión con visión de futuro (no voy a insistir en la necesidad de invertir en investigación y control del cambio climático, cosa que ya están haciendo los portugueses, porque sería inútil intentar casar política española y ciencia del ambiente). El agua y su gestión vivían en un equilibrio cada vez más inestable; las voces que advertían de la posibilidad de una catástrofe ecológica fueron muchas a lo largo de los años, pero seguimos viviendo como si eso no fuera con nosotros, y bastó una sequía como nadie recuerda, que tiene mucho que ver con ese cambio climático, que España, pese a firmar acuerdos, no contempla como un peligro real, para que todo se desplome, los pantanos se sequen y se produzca una desbandada en la que los políticos se limitan (por la parte gallega) a inventos con presupuestos para discutir y pelear. No hay una solución efectiva, no se puede inventar agua al momento y, aunque se hable de ir robando agua por ahí de un río a otro, la cosa, a poco que se discurra, no será factible hasta dentro de muchos meses. Hubo un tiempo en que los campesinos gobernaban las aguas de manera eficiente; ahora, en tiempos del campo-industria, sólo les queda pedir agua a la Virgen de la Cueva. En lugar de planificar el agua del futuro, nos preocupamos o, mejor dicho, se preocupan de las elecciones catalanas, la niebla púrpura que deslumbra a los políticos del momento, una mezcla constitucional de vanidad y pasotismo.
La misma niebla oculta un dato alarmante desde hace tanto como la escasez de agua: el nivel de los embalses de las pensiones. Si el actual presidente del Gobierno llegó a la Moncloa con la hucha de las pensiones en cerca de 67.000 millones, la de este mes se quedó en 8.000, es decir, el actual gobierno ha dejado el embalse con un 90 por ciento menos, como los grifos. Ya se están pagando con créditos y fondos de reserva, que es como repartir el agua con cisternas y ducharse con gaseosa. Hasta que no se gestionen con vistas al futuro, como el agua, no habrá recuperación; el problema está en que las pensiones –hasta ahora– se alimentaban de las cotizaciones de los trabajadores afiliados a la Seguridad Social, pero en un país de despilfarros en rescates bancarios (¿cuando devuelven el pufo los bancos, actualmente con beneficios crecientes?) y construcciones públicas inútiles, más diferentes corrupciones, prebendas a la Iglesia, trapicheos con las grandes corporaciones y demás, los que de verdad aportan a la hucha son los trabajadores, con paro creciente, descenso de la afiliación y cotización, y ocupaciones precarias, de escaso sueldo y fraudes obligados en el empleo (contratos por horas más unas extras fantasmas que no cotizan). En lugar de ir pensando en buscar otras fuentes de aportación a las pensiones (un derecho y un pacto entre el contribuyente y el Estado, no lo olvidemos, no con el gobierno de turno) es más fácil asegurar que no pasa nada y que todo va bien, mientras vemos el espectáculo de la niebla púrpura de Jimi Hendrix: “Niebla púrpura en mi cerebro, las cosas ya no parecen lo mismo, actúo de forma extraña y no sé por qué”.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Little things-Pequeñas cosas

J.A.Xesteira
Pasaron las anunciadas fechas de compra masiva, el Viernes Negro y el Cyberlunes, todo con nombre inglés, que parece como menos pailán, y ya comienzan a levantarse alarmas sobre la colonización exagerada del idioma de las Américas –en tiempos llamado la lengua de Shakespeare–, como lengua indispensable, defendida y patrocinada hasta el papanatismo extremo por políticos que, precisamente, hablan un deplorable gallego, un castellano ramplón y, por supuesto, nada de inglés más allá del nivel Botella-Aznar, famosos por su acento tex-mex-café-con-leche. Miles de clientes revolotearon como moscas verdes sobre los detritus comerciales, compraron en directo o por internet miles de inutilidades que acumularemos en casa sin necesidad. Montones de ropa y artilugios electrónicos pasaron del vendedor al cliente; el 90 por ciento serán cosas innecesarias y eso lo pagaremos por partida doble, primero con nuestra tarjeta, y en el futuro por acumulación de basura sin posibilidad de reciclaje. No sé, porque no estoy muy puesto en la materia, si de aquí a las rebajas de enero, que suelen empezar ya en Navidades, tendremos otras fechas americanas para gastar lo ingastable (quedan cinco días más de la semana para ponerles tema de rebajas en inglés) y mientras llegan los Christmas, podemos entretenernos en las ofertas de las grandes compañías de venta on line (en línea, obviamente) que venden desde fuera de la frontera y no contribuyen a Hacienda, con lo cual el negocio es redondo. Posiblemente, para el año que viene también incorporemos al calendario festero el Thanksgiving, el Día de Acción de Gracias, que tantas veces hemos visto en el cine. Una fiesta más no importa, y seguro que alguien encontrará que ya se celebraba esa fiesta en la Marca España allá en tiempos de los romanos.
Esas son las pequeñas cosas que nos atañen directamente, más allá del barullo caótico de la política enmascarada; ese follón con las elecciones y las acusaciones on-line, que resuenan en los periódicos con la misma claridad que el altavoz del chatarrero en la calle. Como el gran tema catalán (no me canso de volver a él como al lugar del crimen) que resuena en las esquinas como un efecto Doppler (para que no busquen en internet, es lo que pasa cuando alguien nos grita desde un coche en marcha, ese ¡uuuuuAAAAAuuuuu! característico). Dentro de unos años todo este barullo catalán no será más que una serie de fascículos coleccionables donde se cuente la verdadera historia de una independencia intentada e interrumpida. (Para aquel entonces ya se podrá titular algo así como Independece Day in Catalonia)
Son las pequeñas cosas (las little things) importantes, porque sostienen a las grandes cosas. Por ejemplo, la insoportable levedad de las toallitas húmedas que colapsan ciudades. Sé de lo que estoy hablando porque en una ocasión me tocó desatascar una arqueta de desagüe de fecales (a mano) taponada con una pelota de toallitas, y lo afirmo, ¡son indestructibles! Es un problema más grande que la simple anécdota con que los Medios dieron la noticia de la contaminación toallera, metida en una esquina; es un problema de fácil solución; bastaría con que las fabricaran de materia biodegradable, como el papel higiénico, pero eso tropieza con dos impedimentos. Uno, una decisión del Gobierno de prohibir las toallitas indestructibles (por ley, como la de llevar cinturón de seguridad o fumar en las tabernas), pero para eso haría falta un mínimo sentido común (a relaxing common sense, que diría aquella) y eso, ni está ni se le espera. El segundo impedimento es que las toallitas las fabrican empresas multinacionales farmacéuticas, y a esas no le va a decir un Gobierno lo que tienen que hacer con sus productos; si atascan los retretes, pues que los atasquen. Las farmacéuticas están a lo suyo y sus lobbies mandan en la política europea más de lo que nos creemos (¿de verdad alguien piensa que lo de llevar la Agencia de Medicamentos a Amsterdam fue por lo de Cataluña? ¿de verdad alguien cree que las decisiones económicas internacionales son transparentes, limpias e incorruptibles, que no se venden en plan subasta?) Las farmacéuticas volverán a aparecer en capítulos siguientes, probablemente en el apartado de Presupuestos Autonómicos (Autonomic Budgets, en la jerga)
Es una pequeña cuestión ecológica, pero eso, la ecología, el medio ambiente (una redundancia, el medio es el ambiente, en inglés environment, para estar al día e ir entrenando) es otro tema ausente de las grandes decisiones políticas de todos los Gobiernos que en la Marca España han gobernado. Creo que la explicación está en que todos los presidentes de este país y de las comunidades autónomas siempre fueron más bien “de letras”, con el añadido generalizante de funcionarios del Estado, y a ellos eso del “environment” les suena a chifladura de Greenpeace (Pazverde, para entendernos al revés), y la sequía nunca vista en los siglos no es más que un detalle, una little thing que pasará dentro de unos días, cuando vuelva la lluvia y los pantanos se llenen para disfrute de las compañías eléctricas que, en el país del viento y del sol, prefieren la energía del agua (cada vez más escasa)  y el petróleo (no tenemos, se lo compramos a países cada vez más complicados) El concepto ecológico-político es una hipótesis contradictoria, no existe. A lo más, se reduce a pequeñas cosas testimoniales, de salir en la foto, o prohibir, como acaban de hacer los franceses, que los personajes de las películas fumen en la pantalla, donde pueden matar, pero no fumar, que es malo. Mientras, el mar se llena de mierda (shit en el mar inglés), los montes arden y se convierten en ceniza, los ríos se secan, las ciudades son una trampa mortal insostenible y el medio ambiente, el environment, se convierte en un basurero porque, como decía aquella canción (“Garbage”) del viejo Pete Seeger (que en gloria esté y les cante sus protestas), tenemos la mente llena de basura. Para los grandes dirigentes del mundo y de la Marca España y sus Regiones (volveremos a esa denominación, al tiempo) no son más que pequeñas cosas. Ellos están a lo importante, aunque no sabemos que es.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Examen de conciencia

J.A.Xesteira
Viene un muchacho de la facultad de periodismo (o de ciencias de información, que no es lo mismo) y me pide una entrevista para un trabajo propuesto por su profesor (viejo amigo que me lo manda a ver que saca de un jubilado) sobre el cambio tecnológico y sus víctimas directas. El muchacho, un  tipo con madera antigua de periodista (los periodistas vienen de casa, en las facultades sólo les ponen una etiqueta homologada), es muy joven, demasiado para hablar de los mismos conceptos: la revolución tecnológica se produjo antes de que él naciera. Por lo tanto empiezo a contarle una historia prehistórica, que le debe sonar a película en blanco y negro con actores vestidos de traje gris y sombrero. Pero, de paso, repaso, y regreso a un tiempo anterior a este tiempo de histeria existencial, un tiempo en el que los periodistas eran veraces en oposición al momento actual, en el que los periódicos mienten, a sabiendas y de la forma más evidente. No por maldad, sino por inercia y porque no se dan noticias, sino temas que vienen congelados de los gabinetes de información de partidos políticos, organismos oficiales, corporaciones de negocios, poderes económicos y demás poderes tangenciales creados a mayor gloria del dios dinero. A los periódicos, domesticados hace tiempo, les llegan los paquetes de productos congelados por temas, según pedido y según intereses; los periodistas, sentados en la redacción, sólo tienen que esperar el paquete, meterlo al microondas y ofrecerlo directamente a los hipotéticos lectores, que lo abrirán bien en el papel o en el artefacto-en-red. Lo leerán poco y mal, porque, esa es otra, se lo dan a medio descongelar, mal contado y sin contraste posible. El tema es incuestionable, las fuentes de la noticia, imaginarias o invisibles (muchas veces, inexistentes) y el resultado es un dogma de fe que tiene la habilidad (las factorías de noticias congeladas son extremadamente eficaces) de revolver a la ciudadanía. El tema puede ser Cataluña, Venezuela, o las peleas de recreo colegial entre los políticos que soportamos y subvencionamos. A todo eso se le llama información, que cae en una masa inculta y acrítica y provoca tormentas de bar, ahora trasplantadas a las redes sociales, el foro tabernario tecnológico.
Una parada de reflexión. Quizás parezca desencantado y extremadamente negativo. No hay tal; chavales como el que me entrevista me confirman la existencia de un núcleo duro que mantendrá la esencia del periodista universal; a fin de cuentas, todos los periodistas están hechos de lo mismo. Lo que pasa es que yo me estoy quitando; conseguí desconectar casi todas las cadenas de televisión, no escucho la radio y de los periódicos, lo mínimo básico; si añadimos que no tengo cuentas en redes sociales, me gano la pegatina de raro. Pero se puede sobrevivir al milenio con todas estas carencias. Me evito las imágenes inútiles de parlanchines informativos en pseudodebates (hechos con restos de noticias recicladas) y la lectura de informaciones  claramente favorables a los intereses de turno. Posiblemente, y más allá de mi decepción por la deriva de mi profesión (y asumo mi parte de culpa con golpes en el pecho) todo esto no sea más que una imagen deformada pero real del momento que vivimos. Quizás aquí haga falta echar mano de la frase que justifica la segunda década del milenio: eso es lo que hay. Lo que queda de la deriva de las cosas.
Metidos dentro de lo que se llama Democracia, un concepto muy simple pero que sirve para cualquer cosa en abstracto, usamos la palabra como un barniz para manejar la masa hacia un fin predeterminado; la democracia ya no es más que una marca registrada de la manipulación sin libertades. Los poderes a los que me refería un poco más arriba ya sabían como manipular esto hace muchos años, pero ahora mismo las nuevas tecnologías por las que me preguntaba el alumno, avanzan a la velocidad de Clark Kent cambiándose de traje (por poner un símil periodístico). Desde que los americano eligieron a JF Kennedy por ser guapo (y porque su papá era amigo de la mafia americana) la elección democrática se ha reducido a aceptar el paquete manufacturado y presentado a través de un complejo (pero facilmente manjeable) sistema de información, del que los periódicos son la parte final, sin posibilidad ni ganas de darle la vuelta a lo que ya es un dogma informativo. No se vota ya al que nos parece mejor, sino al que presentan en el escenario como votable, sin análisis ni crítica posible.
Las redes sociales dirigen las mentiras y las contramentiras, que son igualmente falsas, en una espiral en la que el usuario no es más que el último de la fila, aunque, paradójicamente, crea que su opinión en un tuit acelerado o un me-gusta, sirven para algo. Todo sucede a enorme velocidad, y lo que se teclea, opina y es fundamental en la red, desaparece en cuestión de segundos. Seguramente aquel que lanza su opinión al vacío digital cree que ha servido para algo, y que el hecho de que lo hayan leido y les haya gustado a millones de personas significa algo. El bloguero que escribe su artículo de opinión, a veces rebotado de las páginas del periódico, y tiene innúmeras visitas, cree haber cumpido su misión, que su mensaje llega a la conciencia de las gentes. En un blog en el que reboto artículos como éste, hay una persona que me lee en Alaska, lo cual constituye para mí un misterio que no intento ni descifrar. El destino final de la enorme información circulante en red es acabar como pienso para relleno de los periódicos, pero no nos aclaran ni informan nada de lo verdaderamente importante. Sabemos ahora mismo más de la guerra de Troya, gracias a un poeta ciego, de lo que sabemos de las docenas de guerras que matan a millones de personas, pese a que la información es instantánea y hay millones de personas haciendo fotos y tecleando lo que está pasando en el mundo. Confío en que muchachos como mi entrevistador rescaten algún día el nuevo terreno del viejo periodismo.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Los avisos y las verdades

J.A.Xesteira
Hemos llegado hasta aquí. De aquella manera, con el optimismo crédulo de los que pensábamos que lo que pasa nunca iba a pasar. Pero pasa y pasará mucho más. En todas las distopías literarias (por favor, vean en ese diccionario de la RAE, que tienen en el teléfono o en el ordenador, la palabra distopía, es gratis) que nos amenazaron con un futuro de echarse a temblar, figuraban algunos de los grandes logros de la estupidez humana, y otros nos los hemos inventado sobre la marcha. Uno de ellos, el más inmediato es el de la Idiocracia, casi de ahora mismo; la película distópica de Mike Judge, del 2006, hablaba en clave de comedia de un Estados Unidos gobernado por imbéciles, en un país antiintelectual, que niega el cambio climático, una sociedad obesa, ignorante, dominada por las grandes corporaciones y amante de la comida basura. ¿Les suena? Podíamos añadir que con un alto grado de paranoia hacia lo exterior y a un terrorismo innecesario (no les hace falta, los americanos se matan solos) La ficción venía envuelta en el formato de una comedia, pero la realidad, que la supera, no tiene nada de graciosa; más aún, la crítica a los Estados Unidos de Trumpo podría hacerse extensible a muchos países del resto del mundo (y no miren hacia afuera).
Los escritores que anticipaban un futuro que ya es presente (y pasado en muchos casos) nos mandaban avisos de lo que podía pasar, pero, como es de esperar, nadie hace caso de esos avisos. Por un lado, la literatura de ciencia ficción, anticipación o de los avisos de peligro sólo (nos) interesan a los frikis aficionados, a los convencidos de que el ser humano siempre la caga o a ese grupo heterogéneo, que los políticos suelen calificar con desprecio, de hipies-ecologistas-catastrofistas-pesimistas. El poder siempre se reinventa, pero los resultados de su ejercicio, democrático o no, están a la vista. Tiene el Poder la habilidad de disfrazar su discurso con palabras reinventadas. El que manda en todo manda también en las palabras; y si le llama ministerio de Defensa a lo que es ministerio de ejército y armamento, o de Interior a lo que es de las Fuerzas Policíales, o deceleración económica a crisis económica (crisis de la economía ciudadana, no de los datos macroeconómicos) ¿qué no hará con todo lo demás?. La incultura social, más amplia de lo que nos dicen las estadísticas (no se fíen nunca de las estadísticas y las encuestas, sirven al que paga el encargo) sabe que no puede confiar en las palabras que prometen futuros en las campañas electorales, pero después, a fuerza de leer siempre los mismos mensajes, acaba por creerselos. La última palabra de moda es “la posverdad”, que en realidad es una mentira disfrazada, adornada y reducida a afirmar cualquier cosa con tal de tapar una verdad evidente. Ejemplo: la táctica del PP de embrollar sus evidentes casos de corrupción y cuentas delictivas con la posverdad del independentismo catalán. O la de los independentistas catalanes en la posverdad, mucho más liada que una momia, de la independencia vista-no-vista. Todos han enterrado demasiado pronto al independentismo; unos se cuelgan medallas y otros se erigen como mártires de la causa, pero esa historia es de largo recorrrido, y lo que se enquista ahora acabará por abrirse algún día.
Pero los avisos nos anticipaban hechos, no palabras, y los hechos son contumaces y tercos. Esa tropa heterogénea a la que me refería antes, apoyada por científicos a los que nadie les hace caso, vienen diciendo hace años que el planeta no resiste tanta idiocracia ni tanta posverdad. Que producimos más mierda de la que podemos limpiar. Que en la vieja disyuntiva capitalista entre el estado de bienestar y la degradación del planeta, hace tiempo que se eligio, o, mejor dicho, eligieron aquellos que tenían el poder del dinero en sus manos, ofrecernos la posverdad de la comodidad y el bienestar a cambio de llenar el mundo de porquería.
Volvamos atrás, al tiempo de los avisos, pongamos, de hace cincuenta o sesenta años. Se vivía peor (aunque ese extremo es opinable) y no se producía basura que la misma naturaleza no pudiera reciclar; las gaviotas comían del mar y los basureros no eran una industria administrada por los gestores públicos y gestionadas por empresas privadas (con notables casos de sobornos porcentuales a políticos o a partidos). Los coches eran escasos y la producción de petróleo y carbón como energía eran relativamente aceptables. Pero ya había voces de aviso. Voces que decían que el clima podía ser alterado gravemente y lo íbamos a notar. Y lo notamos ahora, para nuestro mal, en el tiempo en que las gaviotas comen a kilómetros tierra adentro, de los basureros que la tierra no pude soportar, el consumo de petróleo y carbón, que tanto enriqueció a las multinacionales, ya es imparable y sus efectos incontrolables. Los acuerdos de las cumbres del Clima que todos los países del mundo han suscrito, nunca han servido para nada, mentían sus posverdades y lo sabían. A estas alturas se siguen firmando tratados climáticos que saben que no van a cumplir.
Y  mientras, se inventa un peligro distinto, para camuflar el problema de fondo. Puede ser el peligro ruso (los rusos siempre fueron un peligro, unas veces como comunistas, otros como capitalistas) que amenaza nuestras redes sociales y envía mensajes falsos, ya sea el gobierno de Trumpo o las elecciones catalanas de Navidad.
Pero la única verdad incuestionable es que aquí no llueve y ahora nos echamos las manos a la cabeza. Pensábamos que viviamos en el país de las aguas libres y cantarinas y nos vemos en la sequía más dura que vieron los tiempos. Hace años Galicia era verde y humeda; en noviembre de 2017 es quemada y seca. Estamos entre la verdad de Rosalía (adiós, ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos (…) non sei cando nos veremos) y la posverdad de los políticos que nos aseguran que todo está bajo control. Si uno de estos días vemos a la tropa política sacar un santo para que llueva, no nos extrañe. Será posverdadero.

sábado, 11 de noviembre de 2017

No era esto

J.A.Xesteira
Necesitaríamos un coche DeLorean para retroceder unos cuarenta años, situarnos en el pasado y hacer un ida-y-vuelta de Regreso al Futuro. Como no tenemos coche ni posibilidades cinematográficas hay que echar mano de la memoria, que no deja de tener sus fallos, pero que es lo único que conservamos del pasado llamado Transición (nadie se acuerda de que había otra alternativa que se llamaba Ruptura) Hace cuarenta años estábamos en activo la gran mayoría de los artículistas que usamos y abusamos del cacho de periódico que nos dejan para decir lo buenos que somos y el inevitable ya-lo-decía-yo. Habrán notado los lectores que los que firman artículo en los periódicos, salvo una pequeña cuota en la que caben mujeres y niños, somos todos jubilados.
Hace cuarenta años todos estos viejunos estábamos ilusionados con lo que se nos venía encima: la democracia, la Constitución, un futuro de libertades (de pensamiento, de ideas, de asociación, de expresión…) y, sobre todo, unas ganas de cambiar cosas para mejor, para un mundo más culto, más equitativo, más limpio (en la naturaleza y en la política) mejor repartido y mejor gobernado. Siempre había algunos aguafiestas que avisaban (avisábamos): “esa Constitución no vale”, “ese estatuto de autonomía es una porquería”, “no se puede cambiar el país si no se retiran las viejas fuerzas políticas que gobernaban en los cuarenta años del dictador”. Era el dilema entre romper o transitar. Se eligió lo último, y ahora vemos que mal. Los que juzgaban con las leyes franquistas siguieron juzgando con las leyes democráticas; los que eran jefes del Movimiento con saludo romano, se convirtieron en demócratas de toda la vida; la banca, la empresa, todo el Capital, ni se inmutó, su negocio quedó a salvo y, viendo los derroteros seguidos, incluso mejoró hasta extremos impensables. Se hizo una Constitución para salir del paso, con unos “padres” fundadores trufados de antiguos franquistas y antiguos rojos clandestinos. Los periodistas (ahora jubilados) apostábamos por cambiar el mundo, por lo menos el que teníamos al lado; los políticos recién estrenados ponían caras nuevas en los cromos de la liga democrática; hasta la Iglesia Católica estrenaba nuevos modales (los perdería pronto). Todos, incluso los más reaccionarios confiábamos en que el futuro iba a ser otra cosa, mucho mejor.
Nos equivocamos, sólo acertamos en lo de “otra cosa”. No era esto, no era esto. Por el camino comenzamos a acuñar nuevas palabras para justificar viejos fracasos. “Desencanto” fue la primera, estrenada en tiempos del Felipismo. Pensábamos que los nuevos tiempos acabarían con la trilogía política Enchufismo-Amiguismo-Pesebrismo, pero consiguieron mejorar el producto original añadiéndole fuertes dosis de corrupción y dinero negro al “¿qué hay de lo mío?” El mundo justo y legal que esperábamos no es más que un mundo legislado en el que la justicia no es más que un bucle espacio-temporal en el que languidecen eternamente los corruptos.
La ley. Pensábamos que los nuevos legisladores harían leyes para hacernos felices. Pero no, centenares de leyes son creadas por una tropa de gobernantes de escaso valor; crean leyes según un criterio personal y se aprueban con los votos de parlamentarios de escaso nivel político. Llegado el caso hablan de separación de poderes, del legislativo y del ejecutivo. Y eso funciona por la parte de abajo, donde los jueces acceden a su cargo por concurso-oposición (una especie de Saber y Ganar legislativo), pero cuando suben en la escala judicial, la cosa es diferente, arriba ya son Nuestros Jueces y los Jueces de Ellos, por más que intenten camuflar la evidencia. Se esgrimen leyes para amordazar al personal, alegando que es por nuestro bien. Y se le abre expediente a la revista El Jueves por un chiste; hace unos meses todos eran Charlie Hebdó, una revista que ninguno había leído y que, comparada con ella, El Jueves, es un cuento infantil. Las revistas de la Transición también se la jugaron, con bombas incluídas (¿recuerdan El Papus? Nadie es El Papus). Y regresa la censura, mucho más peligrosa, porque oficialmente no existe, pero cuando un policía financiero acusa directamente a la línea de flotación del PP, desaparece de los informativos amigos.
El problema catalán, que no es un problema catalán sino de los tiempos que vivimos. Parece como si el independentismo acabara de nacer. Debemos recordar que hace cuarenta años se recondujo a los independentistas clásicos (gallegos, catalanes y vascos) por la senda de la autonomía, un concepto variable que daba unos poderes a unos territorios y a otros, no; a unos se les permitía ser independientes en su economia y otros tenían que chupar la rueda de Madrid. En aquel tiempo de cambio se habló bastante de federalismo, que incuso podía agradar a viejos franquistas reciclados. Pero, no. Se crearon estatutos que no convencieron a muchos y, como era de esperar, la cosa comenzó a romper por donde siempre: por el dinero. El problema catalán no es más que un problema económico. Como es un problema económico el que maneja el ministro Montoro, que miraba al cielo mientras Gallardón y Ana Botella enpufaban a Madrid con proyectos olímpicos y fondos buitres pero se fija –sólo– en la alcaldía de Manuela Carmena, que consiguió pagar gran parte de los pufos de los sospechosos habituales. Tampoco era eso. Los gobernantes ya  no son más que el intermediario entre los que pagamos impuestos y el Capitalismo privatizador.
Europa también era otra cosa. Pensábamos. Pero sólo es el centro neurálgico de los grandes “lobbies” que manejan a los grupos políticos para su beneficio, a través del BCE y demás organizaciones monetarias.  El Mercado Común no es más que un Negocio Propio. Todas las leyes se han dispuesto para que los grandes capitales disfruten del paraiso fiscal incluso dentro de la propia Unión Europea, y cada día aparecen nuevos papeles en paraisos fiscales, ahora ya hay incluso gobiernos con el dinero negro en el Caribe.
Si tuviera el DeLorean para volver al pasado, podría avisarles, pero creo que sería inútil. Como dice aquella vieja canción de Giogio Gaber, “mi generación ha perdido”. Aquellos periodistas somos una raza en extinción. Y nadie nos echará de menos.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Una tarde (noche) en urgencias

J.A.Xesteira
Los Hermanos Marx pasaban, para bien de todos sus admiradores, una noche en la ópera, otra noche en Casablanca, un día en las carreras o una tarde en el circo. Eran jornadas llenas de gente y barullo. Por causas fáciles de explicar pero que no vienen al caso, tuve que pasar una tarde-noche en urgencias de un gran hospital, un lugar lleno de gente y barullo, pero muy poco “marxista”, porque ahí la cosa no tiene gracia y los protagonistas no están en una comedia. Es, no obstante, una experiencia por la que deberían pasar todos los que nunca pasan por una sala de urgencias pero que presumen de lo bien que está todo. Por ejemplo, el rey Felipe; no le vamos a pedir que guarde cola cuando le duela la barriga –la monarquía siempre funciona por lo privado–, pero sí sería un puntazo que en vez de estrechar la mano de los jeques de los emiratos, se acercara a saludar a los ciudadanos, que se amontonan agarrando sus dolores como pueden, y a los profesionales de la sanidad, que trabajan a destajo para aliviar los dolores que vienen prendidos con el volante y la tarjeta sanitaria. También los políticos, que presumen en las inauguraciones y en las estadísticas (dos lugares en los que se suele mentir); aunque, bien mirado, quizás estos no debieran pasar por ahí, por si acaso.
Allí la gente se desespera. Sabe perfectamente que los trabajadores sanitarios, desde el jefe del departamento hasta la mujer que pasa la mopa son impotentes de achicar la aglomeración de enfermos y familiares que se apiñan en el espacio de espera, entre ayes de gentes en camilla y el reparto indiscriminado de toses con virus recientes. Allí estaba yo, en una tarde que, según se podía comprobar, la cosa iba a ser multitudinaria. El mal, cuando llega, es democrático y se reparte mejor que los presupuestos públicos. Mientras el tiempo pasa muy lentamente, como si flotara, una vez que pasamos el primer filtro que indica si somos mortales o veniales.
Decido en la espera ir a tomar un café. Pregunto por dónde se va y me aconsejan que salga a la calle, dé la vuelta al edificio y camine; por el interior me perdería (me siento como Pulgarcito en el bosque). Una de las personas más recordadas entre los usuarios (posiblemente también entre los profesionales) es la madre del que diseñó el edificio; un lugar engendrado a Mayor Gloria del Político, en la época en la que había barra libre para disparatar. El interior es un laberinto con (me dicen) muchas zonas sin utilizar y con largos pasillos como una película de Antonioni. Camino bordeando el mamotreto. Cuando llevo andada la mitad de mi recorrido ya hice méritos y kilómetros suficientes para que me sellen la Compostelana. Al final llego a la cafetería. El café, por lo menos, es decente.
A mi regreso la gente sigue desesperándose y yo meto la oreja en las conversaciones que, inevitablemente, surgen como debate en todas las salas de espera. En un corro, una señora comenta que hace falta más personal (¡claro, para otras cosas hay dinero! es el obligado colofón) y otro, que la enfermera le puso mala cara (claro, es que a lo peor está al desborde del ataque de nervios, hay que entenderlo). La cosa, sin embargo, se atenúa con los teléfonos. Raro es el que no está fuchicando en la pantallita o hablando (la señora a mi lado lleva tres cuartos de hora hablando con Matilde del viaje que hizo con el Imserso), se envían guasáps, se enseñan fotos, se teclea, se ven las noticias. Entra un obrero con la funda manchada de pintura y la cabeza manchada de sangre; un peregrino en camilla y anorak, lleva dos mochilas y el saco de dormir; hay varias personas en sillas de ruedas con tubitos de oxígeno en las narices y una resignada paciencia en la mirada; hay varias mujeres muy ancianas en las camillas, como durmiendo, con personas a su lado tomándoles la mano o mostrándole cariño; y muchos más inclasificables que intento adivinar, por pasar el tiempo, como es su vida. Y familiares, muchos familiares que acompañan y pierden la mirada a las dos horas de estar allí. Por un momento tengo la sensación de que la anciana en una camilla, sola, está muerta, pero no, de vez en cuando se le escapa un leve quejido que certifica su existencia.
Poco a poco avanzamos por un camino protocolario hacia el diagnóstico. Pasamos a otra dependencia, se hacen análisis (todos le llaman, erróneamente, “analíticas”) y radiografías. Y Se sigue esperando, pero en otro lugar. Nos acompañan los que comenzaron hace unas horas la misma ruta. Calculo que cada profesional que arrastra una camilla o una silla con un enfermo camina una barbaridad. Pregunto y me aclaran que hacen una media de unos 15 kilómetros diarios, empujando un peso considerable. Deduzco por eso que hay una gran cantidad de tiempo perdido en desplazamientos, pero todo sea por un diseño más moderno. Sigo deduciendo y considero  que los recortes trajeron más trabajo y menos personal (el político que diga lo contrario, miente, y lo sabe). Me entero de que están en huelga (la prensa no lo dice, ocupada con el monotema catalán). La sala de urgencias es puro neorrealismo, es lo verdadero. Ante esto, los nacionalismos periféricos y centrípetos no son más que una discusión entre botarates rimbombantes que disfrazan la realidad con leyes y constituciones: el mundo es una sala de urgencias por la que todos pasamos.
En un momento de tensión brota un conato de motín, pero pasa enseguida. El sentido común del ciudadano medio y los profesionales de la salud acaba por imponerse. Mientras voy a pagar en el párking las once horas de estancia me viene a la memoria una anécdota de hace tiempo. Una mujer se enfadó porque la cola de admisión del centro de salud iba muy lenta. La muchacha que atendía detrás del mostrador se levantó, harta de los gritos, y le dijo a la gritona: “Señora, votan lo que votan y tienen lo que tienen”.

viernes, 27 de octubre de 2017

Mientras vemos

J.A.Xesteira
Ya me hubiera gustado poder escribir de lo que pasa en Cataluña y en Madrid, esos dos conceptos metapolíticos con los que empaquetamos dos situaciones opuestas por el vértice. Ya me hubiera gustado, ya. Pero no tengo suficiente capacidad de entendimiento para dilucidar entre Els Segadors de la Generalitat y la Brigada Constitución-155 del Gobierno; son dos conceptos que se entenderían si pudiésemos entender los discursos de Puigdemont y Rajoy, pero me confieso incapaz. Puede que sea una carencia personal, pero no entiendo nada de esta batalla de pendencia-por-la-independencia. Podría hacer como los demás escritores y comentaristas de la ocasión: mentir y poner cara de que estoy en posesión de los resortes y los argumentos del Problema Catalán; pero los periodistas, como “las testigas almodovarianas” no podemos mentir (ergo, si mienten los opinadores, es que, o no son periodistas o sólo tienen un título de científico-informativo, que se parece, pero es otra cosa). Como vengo diciendo, sigo sin entender como un problema tonto, de pretender los catalanes cobrar sus euritos y administrarlos por su cuenta, se ha convertido en una especie de Guerra de las Galaxias (hoy conocida como Stars War) sin pies ni cabeza. Al final, lo único que saco en consecuencia es una impresión, una sensación: que los catalanes, llevados de la mano por Puigdemont se han metido en un pantano creyendo que era el jardín de las delicias, y, en el otro lado, tengo la impresión de que Rajoy acaba de pisar una caca de perro y no sabe donde limpiarla. Y las masas, siempre manejables, se decantan por la bandera Nuestra o la bandera De Ellos. A los pocos raros que quedamos en tierra de nadie (o patria de nadie) nos pasan cosas que pensábamos que eran normales, pero que ya son la anormalidad vigente: nos importa un carajo el problema catalán o el misil 155 contra los pecadores. Es un problema que enmierdaron políticos de derechas, con argumentos indescifrables, con intenciones brumosas y consecuencias previsibles: siempre acabamos pagando los mismos.
Porque mientras vemos el espectáculo wagneriano de los Nibelungos, suceden cosas que nos deberían importar mucho más y que, me temo, quedan a un lado tapados por esa historia de independencia y contraindependencia. Por ejemplo, mientras vemos acciones y reacciones entre el Palau de Sant Jaume y el Palacio de la Moncloa, nos olvidamos de viejos asuntos que pasan de tapadillo por el fondo de las noticias. Nos olvidamos de que las cuentas no nos salen por mucho que las repasemos. Que a los miles de millones que se llevaron los bancos y que el Gobierno decía que recuperaríamos y que cinicamente reconoce el Banco de España que no recuperaremos, hay que sumar 2.000 millones más que se va a gastar el Gobierno en rescatar unas autopistas que van de la nada a la nada y que nunca se debieron haber construido, con el agravante de que, después de rescatarlas, las van a vender al sector público (proceso: compro al sector público unas autopistas en quiebra que el sector público no quiere, y después se las vendo al sector público; ¿entienden algo o somos todos gilipollas?).
Mientras vemos declaraciones y comparecencias no nos damos cuenta de que el juicio por la Gürtel (¿se acuerdan?) prosigue con inculpaciones directas al Partido Popular; el fiscal afirma que existía una caja B en ese partido, que destacados miembros y el propio partido cobraron en efectivo y en especies de la trama delictiva, y que todos lo sabían (incluso usted y yo, que no somos ni expertos). Pero nadie se inmuta ante esa parte de la justicia, que se aplica en hipótesis pero nunca llega a nada concreto.
Y mientras vemos el circo mediático en la pista, con equilibristas, prestidigitadores y payasos, muchos payasos, no nos fijamos en que las pensiones del futuro inmediato están en la cuerda floja. El actual sistema se basa en pasar de lo recaudado por las cuotas de los trabajadores al fondo de pensiones de la Seguridad Social, y mientras nos fijamos en el sistema nos olvidamos de que las pensiones están aseguradas por el Estado, que es el encargado de sacar el dinero de donde sea, no sólo de las cuotas obreras. Pero mientras miramos a los domadores no nos damos cuenta de que las pensiones pueden caer y estrellarse. El Gobierno cerró 2016 con numeros rojos en el patrimonio de la Seguridad Social. La OCDE ya pone la alerta en rojo sobre el futuro de las pensiones, y avisa que ya existe una gran bolsa de ciudadanos con una pensión inmediata que les dará para vivir en un cajero o en un piso-okupa, no para más. Por otra parte, los números que salen oportunamente sobre empleo (un matiz, ya no son contratados, ahora se llaman ocupados) se basan en contratos que ya no se molestan de esconder su ilegalidad; se contrata por unas horas, sólo unos días, y los contratados tienen que trabajar la jornada completa –y algo más– y todos los días; mientras las inspecciones laborales se entretienen abriendo expedientes a las familias de las vendimias y las falsas horas extra y las jornadas sin cotizar son ya rutina que nadie denuncia. Y nosotros, contemplando el circo.
Y mientras vemos como el Senado, ese casino de pueblo donde dormitan privilegiados ociosos, decide sobre lo que está ya decidido: la aplicación del C-155, otro embrollo del continuará) Los ricos, no sólo no lloran, sino que, gracias a las sicav, esos mecanismos legales de blanqueo legal de grandes fortunas, tienen más de 21.000 millones invertidos en el extranjero. Y así podríamos seguir mientras vemos la final de liga entre Madrid y Barcelona.
Hay un aforismo famoso que dice que cuando alguien señala la luna, el tonto mira al dedo. Como somos ya muy listos, todos miramos la luna. Gran error. A la luna ya la tenemos muy vista, la conocemos de antiguo. Hay que fijarse en el dedo, porque nos lo van a meter en el ojo y, además, la mano del dedo es la que nos va a dar la gran bofetada. Por listos.

viernes, 20 de octubre de 2017

La mano en el fuego

J.A.Xesteira

 Desde hace años, poco más o menos por estas fechas y por los mismos motivos que expondré a seguir, escribo siempre la misma historia sobre los mismos incendios forestales en mi país. Escribía el año pasado (y me parece recordar que otros años también, como si fuera un ritrornelo sin fin, un bucle del día de la marmota) que me convertí en un conocedor de incendios forestales el día en que vine a trabajar para un periódico de Galicia; era un agosto de 1975 y ese verano los incendios abundaban; no es que fueran nuevos, siempre ha habido incendios ocasionales en el rural, incendios que se solucionaban entre los vecinos y la Guardia Civil (no existían entonces bomberos ni medios en los pueblos), que podía parar una fiesta en el torreiro y mandar a la mocedad a apagar incendios (fui a uno en una fiesta de san no se qué; en cuanto lo apagamos, regresamos a la verbena y la comisión de fiestas invitó a cervezas) Pero aquel 1975 los incendios se convirtieron en otra cosa, no eran fortuitos, y apareció la intencionalidad. Desde aquel agosto, que me lo pasé de monte en monte junto con el fotógrafo Cameselle (un buen compañero, fallecido hace unos años) los incendios se repitieron cada verano, con sustanciales modificaciones y con el perfeccionamiento de los incendiarios en su método. Porque todos los incendios, salvo un pequeño porcentaje en el que caben el despiste en la quema de rastrojos, la colilla y el churrasco incontrolado, todos son intencionados. Eso lo sabíamos en aquel verano de 1975 y en todos los años que siguieron. Eso lo sabe cualquier paisano que tenga una fouzaña como herramienta natural en su cuarto de cachivaches. Eso lo supimos siempre. Lo que nunca pude saber con certeza, aunque me explicaron muchas versiones, unas más creíbles que otras, fueron las razones para prenderle fuego a un toxal. Los expertos, caso de que los haya (existen técnicos oficiales que trazan un perfil del incendiario) pueden explicarnos como es el tipo del mechero, pero no se explica el motivo, que muchos dicen, con bastante fundamento, que es económico.
Vivo en medio de un bosque y sé de lo que estoy hablando. Las condiciones forestales cambiaron  radicalmente cuando empezó a reducirse la vida rural y ser sustituida por una sociedad semirrural o, dicho de otro modo, que vive en el rural pero con hábitos ciudadanos. La sustitución de la leña por el butano o el gasóleo, la reducción drástica de la cabaña, la sustitución del abono orgánico por el más cómodo abono químico y unos largos puntos suspensivos que cualquiera medianamente conocedor puede rellenar, convirtieron los montes en una bomba rellena de pinos y eucaliptus, con la broza sin recoger y sin que nadie se tome el trabajo de limpiar. El evidente cambio climático, que a los políticos responsables les parece una coña de cuatro hipis ecologistas, es, cada vez más, un agravante; la sequía no aparece porque si, y los cambios en el clima deberían preocupar a los dirigentes más de lo que les preocupa, o, por lo menos, preguntar a uno de ciencias de cómo es esa cosa del clima. Y todo eso se juntó estos días negros para convertir los incendios de todos los años en otra cosa: esta vez hubo muertos. Y, claro, de pronto, aparecen los personajes delante de los micrófofonos y descubren al mundo la gran verdad: los incendios son provocados. Acaban de enterarse. Los expertos mediáticos hablan en televisión, los políticos se recalientan y hablan incluso de terrorismo. Ya no son incendios de colilla o churrasco, no, son hechos a propósito. Y acaban de enterarse. Y vienen de Madrid a contarlo, hacerse la foto y guardar un minuto de silencio, que es el protocolo político para solucionar cosas. Menos mal que aquí no hubo guerra de banderas.
Han tenido que pasar más de cuarenta años y cuatro muertos para que los gobernantes se enteren de que los incendios en Galicia (aquí ya son parte de la rutina folklórica veraniega, como el pulpo o los peregrinos) son provocados. Y una vez más los políticos-ante-micrófonos (una variante natural de la especie, caracterizada por la imposibilidad de estar callado o decir “no sé, no tengo idea”) prometen contundencia y que la justicia no dejará impunes esos delitos. Palabras, vanas y viejas palabras, que decía Hamlet. Bueno, no todas, porque el presidente del Gobierno aprovechó para dejar a Soraya contra los catalanes y decir su obviedad: “Esto no se produce por casualidad; ha sido provocado”. (Puede que se refiriera a la situación de Cataluña) Con su frase y calificando el incendio de Pazos de Borbén de “mayúsculo” queda dicho todo.
La lluvia vino a salvarnos. Primero ayudó en los incendios y a los que trabajaron contra ellos (se les distingue en las fotos: son los que no llevan corbata). Después a los dirigentes, que ya se pueden relajar y decir frases: la policía sigue pistas, se está investigando o cosas por el estilo. Llegará el invierno y todo pasará, pero no nos olvidemos, hay muertos. Tenemos a Portugal al lado que tiene lo suyo (aunque allí dimiten) y puede que se arme el suficiente barullo internacional como para que se reconsideren muchas cosas. Entre ellas las políticas forestales, dado que las actuales no funcionan desde hace más de 40 aos.
Seguramente detendrán a un par de tipos a los que no se les podrá probar gran cosa; es difícil, a no ser que se les pille en flagrante hoguera. Pero siempre hay que buscar los motivos de origen, y mucho me temo que aquí los motivos son de mucho dinero. Simplemente habrá que buscar y ver a quien puede beneficiar más estos incendios. Ya se empieza a hablar de tramas de subvenciones y otras mafias. Siempre hay que buscar quien se enriquece con el mal ajeno, con el monte quemado, con las desgracias sociales, con la gestión de las miserias. Hay mucho dinero a su alrededor. Si tiran de la mecha aparecerán cuentas bancarias. El año que viene, si no hay novedad, seguiré hablando del mismo tema.

lunes, 16 de octubre de 2017

Merecemos otra cosa

J.A.Xesteira
Lo reconozco. A mí eso de las banderas me produce la misma reacción que el gluten a un celíaco. Debe ser un defecto, y si hubiera que buscar antecedentes psicoanalíticos, probablemerntre me viene por haber jurado bandera en la mili con fiebre alta y un brazo hinchado por culpa de la vacuna militar (que, eso si, me curó de todo, incluido el ardor guerrero). Sea cual sea el motivo de mi alergia, cuando veo confrontaciones entre banderas, como el de las esteladas y las rojigualdas (que son los mismos colores en distinta tela) me parece que va a haber un partido de fútbol. De hecho siempre aparecen para una confrontación, con las inclusiones de banderas republicanas, anarquistas, franquistas o incluso carlistas. Si lo tomamos como un juego deportivo o una especie de palio de Siena, la cosa no tiene mayor importancia. Pero en este asunto catalán, todo parece indicar que los agitadores de Madrid y Barcelona quieren jugar a ver quien la tiene más grande. Me refiero a la manifestación. Por muy históricos que se pongan los abanderados, las banderas no tienen épica alguna (la catalana es la de los reyes de Aragón y la española viene de un concurso organizado por Carlos III para buscar una enseña que se distinguiera en el mar, porque la blanca de los borbones no sólo no se distinguía en los barcos sino que parecía que se estaban rindiendo). Y en esta competición de ver quien junta mas banderas en la calle, después de la manifestación pro Cataluña, vino la manifestación pro España. Todas son enormes, porque a la gente le gustan las procesiones (que son una manifestación sin cargas policiales) y así miles de españoles se fueron el domingo pasado a Barcelona, en una operación de “carreto” que recordaba viejas adhesiones inquebrantables de Plaza de Oriente para hacer bulto.
Y por el medio las grandes empresas radicadas en Cataluña se evaden, que es lo suyo. Aquí se descubre que no estaban allí por amor, sino por el dinero, como buenas empresas, incluidos los bancos más catalanes del mundo, La Caixa y Sabadell. No es más que un truco, se llevan las sedes (seguramente, ni eso, las llevan sobre el papel, pero las oficinas siguen donde estaban, que es más barato) y dejan el resto, las tiendas, las oficinas bancarias y todo lo que sirve para sacar dinero. Un truco, una ilusión. Vean la bolsa, igual un día baja por culpa –dicen– del independentismo, que al otro día sube –dicen– porque las empresas llevan su nombre a otro registro mercantil. ¿Magia? Los informativos televisados dicen que es porque los mercados son sensibles a la incertidumbre, una estupidez como otra cualquiera, no es más que una frase hecha por alguien para gastar en informativos. Los mercados hacen lo que dicen los mercaderes, no lo que dicen los gobernantes. Los mercaderes, una suprainteligencia gobernante, pueden decir que los bancos están formidables, antes de que tengamos que gastar lo que no tenemos en sanear a esos mismos bancos. A los mercaderes les da lo mismo guerra que paz, en todo eso sacan beneficios.
Todo es un pesado lío que no entienden ni los que están en la cumbre del problema. Los periódicos sacan cifras, estadísticas, resultados de encuestas, todo con un tufo partidario de los partidos sediciosos o de los partidos centralistas. El lenguaje sube de tono sin que los políticos a medio cocer, que gustan de verse en sus estrados de colorines y subirse a la red, sean capaces de controlar su lengua (¿por qué no se callan?, diría el Emérito Campechano) y para redondear la gran empanada el president Puigdemont se inventa una independencia en “stand by” (un juego evangélico: “ahora me veis, después no me veis y más tarde me volvereis a ver), y todos juegan a ganar en este juego en el que nadie gana: unos pierden más que otros.
Al final, los que perdemos seremos los de siempre, los que no nos gastamos un duro en banderas. Seguramente porque vemos el mundo desde abajo, al ras de suelo, mientras los españoles y los catalanes se gritan muy alto animando a sus equipos. Pero la vida no nos la arregla ninguno de estos. Le estamos dando demasiada importancia a cosas que no la tienen, y en esta merienda de negros caníbales, nosotros estaremos dentro de la olla. El independentismo y el contraindependentismo son como la final de copa o el Tour de Francia: sólo existen en televisión y lo ven los espectadores de grada o de cuneta, con sus banderas, gritando en un carnaval absurdo y a ratos obsceno. Los demás sólo queremos que la vida se arregle, que las listas de espera de los hospitales públicos se acorten (no por el sistema de desviar a los enfermos a hospitalies privados, en una hábil jugada de reducir empleos en la sanidad púbica para que la lista se alarge hacia lo privado); sólo queremos que acabe la pertinaz sequía, seguramente producida y agravada por las malas prácticas políticas ambientales; queremos que la investigación se haga en nuestro país y no exportemos mano de obra altamente cualificada (ahora andan incluso intentando rescatar a estudiantes de las unviersidades catalanas, las únicas de España con calificación de excelencia internacional, para que regresen a Galicia, ¿para qué?); queremos todos vivir mejor, y que los contratos sean legales y no una trampa laboral en la que se contrata (y cotiza) por unas horas, cuando la realidad es que esas horas se doblan sin sueldo (cosa que saben sindicatos y Ministerio de Trabajo); queremos que este país no sea un país de camareros para turistas que visitan parques temáticos compostelanos; y que los camareros sean felices (y bien pagados) Queremos (o deberíamos querer) menos banderas y mejor reparto de la tarta en un país que cada vez tiene más millonarios y, en consecuencia, aumenta mucho más el número de pobres (pocos prósperos, muchos descontentos) Queremos que la democracia no sea como el chiste infantil (“Que queres, ¿tuto o muete?” “Susto”… “Uhhh”…”Hay, que susto”…”Habé elegido muete”)…, que la democracia no sea una elección entre dos maneras estúpidas de ver la vida.

viernes, 6 de octubre de 2017

Después del huracán

J.A.Xesteira
Es norma histórica que después de un desastre natural las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. No hace falta remontarse al Diluvio o a Pompeya. Tomemos el Katrina como paradigma de todos los desastres contemporáneos. Después de que el huracán asolase Nueva Orleans aparecieron los políticos en televisión para dar explicaciones y prometer que todo se iba a reconstruir,. Mentían. Nada de lo prometido llegó a buen fin. De aquel desastre quedó mucho cabreo en el sur profundo, un millón de emigrados y una serie magnífica de televisión: “Frame”. Lo sucedido en la próspera Nueva Orleans es lo mismo que sucede en otras latitudes y otros desastres parecidos. Recordemos Haití y su terremoto de 2010; el mundo entero se volcó en televisadas operaciones de auxilio; se abrieron cuentas en todos los bancos, que se embolsaron millones por las tasas de depósito; el dinero nunca llegó, murieron los que murieron y los que quedaron vivos siguieron igual de pobres que antes. Un país rico, un país pobre; el resultado es el mismo. Sin salir de Europa; aquel famoso terremoto italiano de L’Aquila (2009) que vio a Berlusconi prometer la reconstrucción. A día de hoy todavía hay centenares de personas sin casa y el pueblo es una escombrera. Aquí al lado ardió un pueblo portugués, Pedrógão Grande, y aún están esperando que alguien les diga que va a pasar con sus casas. Nada es lo mismo después del desastre.
Vale de ejemplos y vayamos a otro desastre. El desastre natural de Cataluña. Era natural que ocurriera el desastre, porque las fuerzas políticas enfrentadas generaron un sistema tormentoso, caracterizado por una circulación cerrada (sin diálogo o entendimiento) alrededor de un centro de baja presión y que produjo fuertes vientos (políticos y legales, escasamente democráticos y altamente cerriles) y abundante lluvia (de palos). Pasó el día, pasó la romería, pero ya nada será igual ni en la Catalunya trionfant ni en la Marca España. Con el cadáver del referéndum todavía caliente, el problema no ha hecho más que empezar y a la hora de hacer recuento de víctimas y bienes perdidos en la tormenta nadie mueve un dedo y los (i)responsables, que tenían todos los datos meteorológicos de lo que se avecinaba prefieren seguir culpando al contrario de lo sucedido e insistir en el palabrerío hueco del estado de derecho, la ley, la constitución, el derecho a la autodeterminación y algunas coplas más que sólo sirven para tertulias de televisión, pero no arreglan lo que los vientos y las aguas arrasaron.
La primera víctima del 1-O fue el periodismo, el periodismo escrito, digo (del hablado o televisado, me estoy quitando, por higiene) He visto como el nivel periodístico descendía a la altura del Reporter Tribulete (ver enciclopedias del cómic español): muchos periódicos, escaso periodismo. Los grandes rotativos, que en su día fueron ejemplo de fuerza informativa contra los poderes constituidos, se han visto reducidos a panfleto defensor de Buenos contra Malos; no hubo matices, cada periódico se constituyó en arma ofensivo-defensiva de los Nuestros. Se invocó la Ley y se invocó la Patria (ultimo refugio de los canallas, según el intelectual inglés Samuel Johnson; último, no, primero, según el escritor americano Ambrose Bierce) y se desinformó totalmente a los posibles lectores. Curiosamente fueron los periódicos pequeños (como éste en el que me dejan escribir) los que mantuvieron el tono ya perdido en las grandes cabeceras del país, que un día fueron pero ya no son.
Cuando calmaron las aguas aparecieron chapoteando entre el fango, ya inútiles e inservibles, los políticos. Puro material de desguace. La polícia no pudo salvar nada del desastre, más bien contribuyó a aumentar el desconcierto y el desorden público. Son unos mandados y quien los manda, manda mal. La imagen que queda de ellos no es muy edificante, la de una tropa obediente a la orden de pegar a la población. Sabemos que no es exacta, que su cometido es otro, pero lo que queda es la imagen y la imagen es esa.
Entre los bienes más preciados que han quedado inservibles por la riada está la libertad; la libertad de expresión, legalmente autorizada “para-los-que-piensan-como-yo”; la libertad de reunión, sólo “para-los-que-lleven-mi-bandera”. Al final, unos y otros han impuesto la libertad obligatoria.
Como en todos los desastres, la fuerza natural pone al descubierto los defectos estructurales. El primero, la verdad, que no era más que un decorado. Las dos fuerzas de derechas han mentido para poder manipular a las masas, cosa relativamente fácil, porque han jugado con los sentimientos, en un país en el que no se reflexiona, se opina con las tripas. Han conseguido convertir a los que estaban en tierra de nadie, en partidarios radicales. Las masas son fáciles de manipular y cuando se aplica el sistema del fútbol a la política puede pasar cualquier cosa.
Los políticos han quedado –todos– invalidados para dar respuesta a los verdaderos problemas del país, han gastado la oportunidad que tenían de trabajar con sentido común por el bien de todos, de los catalanes y del resto de la ciudadanía. Las fuerzas vivas de cualquier nivel han mostrado su incapacidad y su inutilidad ante una situación crítica. Se pedía un poco de cordura y un poco de templanza, pero no saben que es eso. El presidente Rajoy enmudece y deja que sea Soraya la que hable. Al final habló el rey con un discurso a destiempo. Sus asesores-escribas no estuvieron finos; los remedios hay que ponerlos como prevención, no cuando la enfermedad ya es crítica. Felipe VI salió a radicalizar más el desastre, pero alguien debería decirle que él no es figura defendible, que es un rey puesto por un referéndum y que un rey necesita del pueblo para ser rey, pero el pueblo no necesita un rey para ser pueblo. Hablar a los postres no ayuda a la digestión de una comida pesada.
Pasarán años antes de que se pueda reconstruir todo lo que se ha llevado por delante el huracán. Solo los chinos han ganado en esta debacle vendiendo banderas. (¿Qué pensarán los chinos, con lo raros que son?)

viernes, 29 de septiembre de 2017

Ceremonia de la confusión

J.A.Xesteira
Cuando escribo estas mil palabras el asunto catalán está por ver; cuando se publiquen todo es un adivinar que pasará mañana, por mucho que las fuerzas traten de mantener una postura sin enmendarla; el caso es que los acontecimientos se enconan (no valen chistes fáciles con el gallego) y nadie puede predecir como acabará el choque de las dos fuerzas de derechas que han conseguido algo impensable hace unos meses: que los gubernamentales españoles produjeran tanto independentismo (empujaron directamente a los indecisos, los indiferentes y los que eran claramente contrarios al gobierno catalán, que no lo hacía precisamente bien, en medio de recortes y carencias) y que, por el contrario, los secesionistas catalanes provocaran tanta deserción de sus filas (primero fue Raimon, icono y emblema del catalanismo histórico y cantautor de izquierdas, ahora fue Serrat, abanderado de la lengua catalana contra Eurovisión y Fraga Iribarne en aquel Lalalá de1968). Las posturas están enconadas, infectadas; la olla a presión se recalienta y la válvula de escape está atascada y se plantea una consulta popular difusa, difícil de realizar y que se abre con amenazas de fiscales justicieros y una especie de séptimo de caballería que no sabe a ciencia cierta que hacer, si romper urnas o romper cabezas. Para hacer un poco más atractivo este show de esperpentos animados (incluído el barco de los policías, más propio de las parodias de Atrápalo como Puedas) el presidente del Gobierno se va a visitar a Trump mientras deja a Soraya la Segunda que se las entienda con la tropa parlamentaria (por cierto, Soraya organiza sus frases mejor que Mariano). No se sabe que le dio a Rajoy para huir a encontrarse con Trump, un tipo al que rehuyen incluso los de su partido, un auténtico veneno para la taquillla (cuando sugiere el nombramiento de un alto cargo, hay desbandadas, lleva más despidos y dimisiones en su gabinete que tuiters). No hacía ninguna falta la reunión con Donald Trump, ni se esperaba nada especial; fue una especie de hola-don-pepito-hola-don-josé, en donde el presidente americano cumplió con el protocolo, pero se le notaba que no sabía de que iba la cosa (me apuesto a que ni sabía con que presidente estaba hablando). Por supuesto que Rajoy encontró el apoyo total de Trump a su causa, pero hay apoyos que matan, y más si la frase de Donald es del estilo “marianesco”: “Creo que nadie sabe si ellos van a tener un voto, creo que el presidente les dirá que no van a tener un voto, pero creo que la gente se va a oponer mucho a eso”. Y ya está, con eso y, aprovechando el problema catalán pidió una sanción para Venezuela, que queda al lado. El que recomendó el viaje al presidente de la Marca España no tenía su día, evidentemente.
El problema es mucho más caótico. Nadie sabe cual es la situación real de Cataluña y del Gobierno con relación a Cataluña. Todo se mueve en una nebulosa de leyes, fiscales, policías, jueces, mossos y ciudadanía que no saben exactamente que pasa, que va a pasar mañana y, lo que es peor, que hacer. Los políticos, de todos los colores y pelajes, no contribuyen a aclarar nada. Unos y otros esgrimen unos argumentos de grandes retóricas y terquedades viejas. ¡La ley es la ley! Es el único argumento claro, pero, a partir de esa perogrullada, todo está por aclarar. ¿Qué ley?, ¿qué tenemos que hacer?¿pueden meter en la cárcel al presidente de un país así por las buenas?¿es sedicion, es derecho a la libre expresión democrática? ¿van a cargar los antidisturbios?¿los mossos resolverán su dilema?… Todo es una confusión que alimentan los políticos en general, mostrando su evidente empanada mental en la que navegan por sus propios pecados.
 Lo que era el choque de dos partidos de derechas, cabezones y confusos, que tapan con sus enfrentamientos otros problemas más importantes, se convirtió, por obra de ese encono en un mónstruo incontrolable. Los jueces no saben qué mandar y los fiscales dan órdenes, y las fuerzas del orden público no saben como ordenar ni el público sabe lo que se puede y no se puede hacer. El campo de batalla es terreno abonado para los extremismos, y ya tenemos instalada a la ultraderecha, que viene crecida de Europa y crecerá más aún. Ese es otro de los problemas que estamos dejando de lado: ¿qué hemos hecho para merecer esto? “Esto” es toda la tropa de políticos que invaden esta segunda década del dosmilenio, y que tenemos que soportar y financiar. ¿Dónde empezamos a creer que vivíamos en Disneilandia y que nuestros dirigentes –de derechas o de izquierdas– eran gente responsable? Seguramente en el momento en que nos creimos que las fronteras entre derechas e izquierdas ya no existían y que las luchas de clases eran cosa de novelas rusas y que la Sociedad de Consumo era, en realidad la Sociedad de Bienestar, y que el Comunismo había muerto y que el Capitalismo era una oenegé que nos llevaría a la felicidad con piso y coche.
El problema catalán es nuestro problema, un problema social, no político ni geográfico, sino total. Son ya demasiadas fuerzas metidas en esa pelea, y mañana veremos muchas cosas; no va a haber una votación, al menos en regla, ni habrá resultados, ni esos resultados servirán para nada; no habrá vencedores ni vencidos, sino una confusa situación llena de retórica, ruido y furia sin sentido alguno. Lo que habrá mañana no será una libre decisión democrática sino un testimonio, una confrontación, un pulso entre cenutrios, una metahipótesis, un Real Madrid-Barça político con el Constitucional como árbitro y los fiscales como jueces de línea. Mientras las políticas se desmoronan en Europa –un mercado común nada más– y los movimientos totalitarios pescan en ese río revuelto, aquí estamos experimentando en el laboratorio de Cataluña cosas que todavía no se venden por internet.
Lo que pase mañana será materia de estudio futuro, pero lo que pase mañana no será nada importante. Lo importante es lo que pase el lunes y todos los días que vengan detrás.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Estamos a ver dragones

J.A.Xesteira
Todo poder necesita un enemigo de la misma manera que todo rey tiene su dragón. El caso es meter miedo y, sobre todo, distraer la atención ciudadana de las cosas que realmente importan y que nos hacen la vida más llevadera. Mientras estamos pendientes del dragón no nos fijamos en el resto del reino; incluso el dragón puede no existir, es suficiente con que exista el miedo al dragón; nadie lo vio, pero, gracias al miedo a que aparezca volando y echando fuego, el rey puede estar seguro como defensor del pueblo ante los dragones. Es un viejo invento que los americanos (de USA) llevan poniendo en práctica desde hace tiempo, de forma premeditada o, simplemente, porque les sale. No es patrimonio exclusivo suyo, el miedo al dragón existe desde que existe el miedo. Este miedo de ahora, con el rey Trump asustando a los suyos con la amenaza coreana es el viejo tema tantas veces explotado en el cine; durante la guerra fría, el miedo era al comunismo (un miedo que entre los estadounidenses persiste incrustado en su neurona política) y a los rusos (¡que vienen los rusos!), pero también fue el miedo a la bomba atómica, la que, paradójicamente ellos hicieron explotar en el único asesinato en masa civil experimental de toda la Historia; también tuvieron el peligro amarillo, que empezaba en Fumanchú y terminó en Mao Tse Tung (lo escribíamos así antes de que lo escribieran como Mao Zedong). El caso es tener un enemigo y ahora su enemigo es el rechoncho coreano. Las amenazas no llegan a ninguna parte, a menos que se les vaya de las manos, pero su único fin es hacer que vuelen los dragones: mientras los ciudadanos miran al cielo por si aparecen, no ven lo que pasa abajo, en la tierra.
El sistema, ya dije, es viejo y se pone en marcha a veces sin proponérselo. Basta con que un lagarto anuncie que se va a convertir en dragón para que el poder le dé alas y avise del peligro. Al Gobierno de la Marca España le acaba de suceder; le ha crecido un dragón en Cataluña que era sólamente un lagarto arnal. Rebobinemos. Un día, al partido en el poder en la Autonomía Catalana, un partido de derechas, no nos olvidemos, se le ocurre que quiere hacer un referéndum para ver de ser independientes. Independientes economícamente, no pensemos otra cosa, aunque lo disfracen de patriotismo catalán y lo adornen con senyeras y cantos de Els Segadors. En realidad lo que prentenden es administrarse por su cuenta, cobrar impuestos y gobernar sus dineros, haciendo bueno el tópico del catalán comerciante. No es nada descabellado, el País Vasco y Navarra tienen su cuenta aparte sin que pase nada raro en el resto de la Marca Hispania. Pero ahí tropiezan con el Gobierno de la Nación, revestido de pontifical, que invoca a los más sagrados libros de la Constitución y a los chamanes constitucionales que poseen el poder de conjurar los peligros. Y declaran a los catalanes como peligrosos dragones separatistas. Y la cosa se lía, como todos sabemos, y se crea un peligro latente donde sólo había un amago de federalismo consultivo y un poco de chulería. Y el Gobierno hace que crezca el dragón, y lo que podía arreglarse con una consulta popular que no tendría más efectos ni repercusiones separatistas, se transforma en un maldito embrollo (expresión que tomo de una película italiana y que suelo utilizar mucho en estos tiempos)
Así estamos. El lagarto catalán del Parque Güell se ha tranformado en Fafner, el gran dragón de los nibelungos, y Rajoy no da la talla de Sigfrido. El asunto se les va a todos de las manos; el partido de derechas catalán tropieza con el partido de derechas marquispánico, con los consabidos efectos colaterales de dejar a los republicanos e izquierdosos catalanes a culo pajarero y consigue el efecto contrario: cabrear a los indecisos contra la Constitución. La canción del verano del lagarto se transforma en ópera wagneriana con grandes movimiento de masas: los fiscales, siempre pasivos a la espera de que les digan lo que hay que hacer, se saltan a los jueces y se visten de teleserie americana para citar directamente a los alcaldes de pueblo que se apuntaron al referéndum; los políticos catalanes amenazan con abandonar Madrid y su parlamento y retirarse detras de la muralla catalana; las izquierdas intentan replegarse (¡agrupémonos todos en la lucha final!); el PSOE tiene el barco en las piedras y ve como sube la marea, y, por encima, hay mucha, mucha policía, registrando, deteniendo, requisando y convirtiendo el proceso político en un proceso judicial y desdibujando las fronteras de la libertad política. Ya ven; de una historia que se podría arreglar hablando en un sofá hemos pasado a un duelo de titanes, entre acusaciones de demagogia y populismo (calificativos que siempre se aplican a “los otros”) y se huye de la palabra Democracia, que es como un polvorón: los políticos se llenan la boca con ella, pero les cuesta tragarla, y cuando hablan (porque no paran de hablar, es lo suyo) escupen las migajas al pueblo que escucha desconcertado a la espera de que aparezca el dragón prometido.
No aparecerá, en realidad es una cortina de humo que esconde un asunto de dinero, como siempre. Los catalanes quieren su dinero para gastárselo en sus cosas. El Gobierno les contesta con lo que saben, cortándole el grifo de los cuartos y fiscalizando hasta las calderillas para que no se lo gasten en consultas populares. Y así, mientras esperamos a los dragones, nos olvidamos de que otros dineros nos están convirtiendo en pobres, la brecha de la desigualdad crece: hay unos miles más de ricos y, como consecuencia, unos millones más de pobres; los salarios y las pensiones crecen menos que la bombona de butano y todos estamos a ver dragones.
La batalla épica catalana se ha convertido en un thiller que contarían mejor los catalanes Vázquez Montalbán (¡que gran columna haría!) o Silver Kane (también llamado González Ledesma) o Víctor Mora. Y todo esto, a comienzos del otoño. Y el invierno “is coming”.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Las leyes y las promesas

J.A.Xesteira
Como últimamente me da por revolver papeles viejos siempre me encuentro con historias que ya eran olvido y que vienen a recordarme que lo pasado no está tan pasado y que lo presente no es más que el lodo que originaron aquellos polvos. Me encuentro así con una historia vieja; un chaval que escribía en un periódico, un joven de “aquellos tiempos”, al que conocía como colega mío, publicó un reportaje en un periódico sobre la vida alegre de una ciudad (a estas alturas aquel reportaje ni siquiera sería materia de blog) y un juez abre causa por algún  motivo que ahora se me escapa (estamos hablando de tiempos en los que Franco acababa de ser fiambre y a los periodistas nos podían dar un palo por cualquier ley, incluso por la de caza y pesca) y condena a aquel chaval a inhabilitación para su profesión (la de escribir en la prensa) por unos cuantos años. Como  ven no doy datos ni pistas, solo los hechos contumaces, que decía Lenín. El chaval era un ingenuo que creía en la libertad de expresión, de opinión y…, libertad, en general. El juez era un hombre de largo recorrido, había sentenciado con leyes de Franco, de pos Franco, de predemocracia y de democracia; un hombre de todos los tiempos y todas las leyes. A estas alturas no sé que habrá sido de aquel colega ni del juez; la vida los habrá llevado a alguna parte. Pero encontrarme con la noticia olvidada me lleva a otros terrenos. Las leyes que se legislan, imponen y santifican como artículo de fe y dogma, no son más que transiciones emanadas circunstancialmente del poder. En otras palabras, el que manda pone la ley y sus principios, y cuando no le conviene, cambia ley y principios y pone otra cosa y no pasa nada, siempre habrá gente que juzgue y condene con lo que haya a mano. La condena de mi colega, que tuvo que buscarse la vida en otros territorios, era tan legal como injusta. Hace tiempo que discuto esta cuestion con amigos y copas por medio, y siempre llegó al mismo silogismo: hubo un tiempo en que matar era legal (desde el Estado, se entiende, con su pena de muerte y todo) y ahora no es legal. Injusto lo es siempre (al menos para los que creemos que la vida no es propiedad de ningun Estado y mucho menos de los que detentan u ostentan ese poder en un Gobierno).
La ley es un acuerdo asumido sin discusión. Hay unas normas que no se pueden traspasar en todos los lugares y en todas las culturas. Desde las famosas leyes que bajó Moisés del Sinaí hasta las miles de leyes, grandes o pequeñas, con que nos gobiernan. Estos días que se habla de la Ley (cuando es así va con mayúscula, para acojonar) y del Imperio de la Ley (que parece el título de una película de gánsters) sobre todo con el empacho catalán, que nadie es capaz de digerir (los políticos hablan de la ley y su cumplimiento, pero nadie dice qué ley ni cómo ni por qué; al pueblo llano y poco soberano le importa poco que los catalanes voten o dejen de votar) y ese maldito embrollo en que andan metidos. Se invoca a la gran ley, a la Constitución, a la que llaman la Carta Magna sin saber por qué, y la colocan por encima de todos como si fueran las de Charlton Heston al bajar del Sinaí. El Gobierno pasa la patata caliente al Constitucional, que se constituye como si fuera un consejo de ancianos de la tribu que sentencia con un ¡Jau!, como Toro Sentado. Pero todo eso no resuelve nada, los catalanes tiran para un lado y el Gobierno tira para otro, pero el problema no se resolverá con ninguna ley ni con ninguna actitud política, por mucho que los expertos se rasguen un poco las vestiduras. Es un viejo problema que viene de muy atrás y caminará hacia adelante hasta un referéndum. La historia así lo enseña, y los escoceses, los quebequeses y los flamencos, llevan un lío parecido con varios referendos celebrados. Y no han arreglado su lío.
El problema legal es que hay demasiada ley. Y hay una ley grande, la Constitución que no es más que un recital de promesas y buenos deseos, y eso es bueno, porque la ciudadanía se basa en eso: promesas y buenos deseos, que son el alimento de las esperanzas, porque un pueblo sin esperanzas de vivir bien y ser felices, no va a ninguna parte, o, en lo peor, acaba en una patera y, en el mejor de los casos, en un campo de concentración. La Constitución está ahí y de vez en cuando se esgrime como arma total, pero su contenido no baja del Sinaí, no es más que letra de uso relativo. Sí, nos dicen que tenemos derechos, como el de libertad de expresión o el derecho a una vivienda digna y adecuada, o cosas por el estilo, pero la realidad no es constitucional. A veces no es ni legal y no somos capaces de hacer que se cumplan determinadas leyes.
Porque, además de las leyes grandes, de la Gran Ley Constitucional (además de otras grandes leyes universales que España suscribe pero que no pasa de una simple fotografía de líderes) hay otras leyes más pequeñas, que nos tocan directamente en nuestras partes pudendas, y que nos cabrean al tiempo que nos dejan en la más absoluta impotencia. Mientras a los políticos se les llena la boca hablando de la ley y el estado de derecho (en estos casos se deja a un lado la democracia, que no juega por lesión) las leyes caminan indiferentes y miran para otro lado en casos que sí nos importan mucho más que la cuestión catalana. Me refiero a la indiferencia legal con que el Banco de España nos dice que aquello del rescate a los bancos con nuestro dinero, que no nos iba a costar un céntimo, ahora si, nos dicen que nos va a costar 40.000 millones de euros. Todo de forma legal.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Máquinas de matar y grandes negocios

J.A.Xesteira
Uno de los varios defectos que aparecen al leer los periódicos en una pantalla es que se cuelan cosas “a mayores”, una especie de tributo no solicitado que –se supone– es con lo que pagan los Medios a los  becarios, periodistas y currinches que componen la prensa digital. Así, según las aficiones del lector aparecen anuncios de hoteles en Copacabana o libros en oferta, lo mismo le sale un anuncio de seguros de coche como el estreno de los últimos efectos especiales de Hollywood. El otro día se me colaron al tiempo, en uno de los periódicos-pantalla que mojo en el café del desayuno, dos noticias relacionadas. La primera era un anuncio de la oenegé Oxfam que mostraba una pistola de fabricación española y hacía alusión a que era la aportación española a la guerra del Yemen; el anuncio era impactante y claro, nos recordaba que hay una guerra en el Yemen, de la que nadie habla, pero que, como todas las guerras, deja montones de muertos que no querían morir (me explico, los muertos civiles no quieren la guerra ni sus consecuencias, los militares son otra cosa, quieren matar o morir, es lo que llevan en su contrato); la industria de armas española, sobre la que hablaré una docena de párrafos adelante, vende armas a las guerras, como es lógico, y no distingue entre uno y otro bando (a veces se pueden vender a los dos bandos). El anuncio publicitario es, al tiempo, noticia informativa: nos olvidamos de que existe una guerra en Yemen, un país –me dicen- hermoso, que vivía en paz, y nos recuerda que existe esa guerra y que España, la Marca España, vende armas para matar a yemeníes, a través de acuerdos opacos con Arabia Saudí, y que Oxfam no da abasto a curar y dar de comer a la gente que no quería morir.
La otra noticia no es un anuncio, más parece una película de guerra-ficción; la ministra francesa de Defensa acaba de presentar un avión no tripulado, un dron, para entendernos, que Francia compró a Estados Unidos porque “Los drones armados permitirán combinar de forma permanente la vigilancia y la resistencia con la discreción y la capacidad de golpear en el momento más oportuno” según palabras de la ministra gala. Como todos saben, el drón es un avión manejado desde tierra como un juego de nintendo, para descargar sobre los objetivos prefijados unas cuantas bombas de potencial variado. Los militares afirman que consiguen los objetivos previstos, pero los periodistas nos muestran los resultados: personas corrientes, niños, mujeres y vecinos en general, muertos o heridos, llenando las urgencias de Médicos sin Fronteras. Pero la ministra francesa nos tranquiliza: “No es un robot asesino”. Menos mal. Es una máquina voladora manejada a distancia para descargar bombas sobre objetivos fijados y con los consabidos daños colaterales, pero eso no quiere decir que sea un robot asesino.
A veces no sé si soy más tonto de lo que creo o que la estupidez viene de paquete en la fabricación de políticos con mando en plaza. La ministra gala nos dice que una máquina para matar no es un robot asesino, y se queda tan chula. Vamos a ver, si compran una máquina de matar y después dicen que no es una máquina de matar, ¿para que la compran? Es como si compraran una desbrozadora para adornar la pared del salón, o un televisor de plasma para picar cebollas. Cada cosa es para lo que es, y las armas son para matar, y el que fabrica armas sabe que son para matar y no para hacer películas de vaqueros. Pero existe una mala conciencia, hipócrita y mendaz que disfraza las intenciones comerciales y negociantes de la industria del armamento y sus necesarios conmilitones y políticos de apoyo; la realidad es que hacen dinero de la muerte de los demás, como la hacen las funerarias y los tanatorios (estos de forma pasiva y sanitaria y aquellos de forma activa y cruel)
Si observamos las fotos de los soldados armados en las guerras que permiten ver los informativos podemos saber de donde vienen las armas. Desde el kalashnikov ruso hasta el M16 americano, sabemos quienes las fabrican. No sabemos quienes las venden ni donde se pagan y se cobran, aunque entendemos que hay suficientes cuentas opacas en el mundo que dan beneficio a todos los bancos sin excepción (incluído el Banco de Dios del Vaticano) Parece como si el negocio de las armas fuera una entelequia, no se correspondiera con la industria de cada país, industria que, por razón de su ser, está controlada por los gobiernos por dos motivos: para que se sepan lo que hacen y para cobrarlo. Las armas están más presentes en el mundo de lo que ni podemos imaginar, incluso en España, país desarmado por ley, circulan más armas de las necesarias. En la retransmisión de un informativo sobre el huracán de Texas, un socorrista contaba que en el rescate de personas, los hombres se llevaban las armas y las mujeres los documentos. Los que vivimos aquellos tiempos del pacifismo, con el símbolo de la paz bien visible (todavía lo tengo en alguna vieja chaqueta), pedíamos desarmes y negábamos la OTAN (hasta que Felipe González nos convenció de que no era un robot asesino) sentimos –creo- una impotente derrota ante el gran negocio del siglo. La industria del armamento española facturó el año pasado por valor de 10.700 millones de euros. Pero no fabricaron armas sino material de defensa, que es como el truco del robot de la ministra francesa, un eufemismo. Hace años, durante la mili, tuve un subfusil a mi cargo, un Cetme; años después, en un viaje profesional al Sahara, me dejaron sostener un kalashnikov. Son dos armas manejables, fáciles de usar, no hace falta saber leer, no tienen instrucciones, en cinco minutos se aprende. Es el gran éxito del producto, una máquina para matar y hacer negocios. El de las armas, con el de la droga, son los negocios que más dinero mueven en el mundo. La droga es ilegal y perseguida. Las armas sólo son material de defensa.