viernes, 27 de julio de 2018

Jóvenes clónicos

JA.Xesteira
Uno se da cuenta del paso del tiempo cuando, de repente (siempre se da cuenta de repente, aunque el proceso viene avisando año tras año) todos los políticos son más jóvenes que uno. Uno se dio cuenta hace tiempo de ese detalle, cuando los presidentes ya eran más jóvenes y la sociedad se convirtió en un mundo de nietos. Como uno, por edad y profesión, conoció políticos de otros tiempos (el ser mayor, o viejo a secas, lleva aparejado el concepto de “otros tiempos”) de otros pelajes y otras modas, llega a este punto de cambio climático-político-económico-social con un poco de nostalgia y un poco de pasmo irónico ante la nueva fauna que dirige los destinos de este concepto llamado España; la generación de mis hijos, con el cuarteto general básico Sánchez-Rivera-Casado-Iglesias en primera página. Cada uno de ellos lidera un partido (aceptando partido como animal de compañía) y cada uno de ellos está entre los 37 y los 44 años de edad, y por su edad saben de los “otros tiempos” por estudios del instituto, no por experiencia propia. Para la generación de los jóvenes dirigentes convendría recordar algunos aspectos de la política de aquellos “otros tiempos”, después de la muerte del general que quieren sacar de su tumba farónica. Seguramente a la generación de los actuales dirigentes con mando en plaza les importe una mierda (la expresión, aunque malsonante e impropia de la buena educación recibida, la recojo directamente de la pandilla de mis nietos, que son de “estos tiempos”). No obstante, me creo en la obligación de refrescar la memoria histórica para los que piensen que todo este monte de orégano fue siempre así.
Había una vez una izquierda marxista, comunista, perfectamente identificable (antes por la policía y después por las papeletas de voto); había otra izquierda marxista, socialista, también identificable; las izquierdas cantaban La Internacional y levantaban el puño. Había también unas derechas, unas más extremas que otras. Ocurrió que las izquierdas se asomaron al vacío para sacar de allí votos electorales, y se cayeron dentro; nunca más salieron y los que quedaron arriba inventaron algo parecido, sin puños ni Internacional ni marxismo ni farrapo de gaitas. Las derechas se reunieron en una asociación con ánimo de lucro (unas veces, político y otras veces lucro a secas) y se convirtieron en una comunidad de intereses que niega ser de derechas y se definen como centro progresista o alguna tontería por el estilo. Desparecieron las líneas básicas, los programas, los idearios, las intenciones de organizar un Estado para los ciudadanos; todo se resumió en conceptos grandilocuentes, fáciles de retener pero sin más contenido que el de la mera propaganda: patria, España, clamor popular, Monarquía, República, independentismo, soberanismo… Simple retórica para tapar la verdadera madre del cordero: no hay un proyecto de resolver los principales motivos para estaar en un Estado: que nos den educación, que nos curen las enfermedades, que nos paguen la pensión y que no nos den la lata. Gobierno tras gobierno se pasan presupuestos entre los sucesivos dirigentes, y se gastan fortunas en cosas tan innecesarias como un recién estrenado submarino (un submarino no tiene utilidad pública, a no ser el submarino amarillo) aeropuertos sin aviones o autopistas sin coches (que cada uno ponga su gasto inútil favorito). Los nuevos dirigentes ni siquiera prometen que van a solucionar nada, simplemente se erigen en nuestros defensores por el simple hecho de organizar unas elecciones (primarias) entre su pandilla política, como los americanos.
Los cuatro jóvenes ya han tomado el poder; uno, Sánchez, desde el Gobierno, los otros tres, desde sus partidos. Es el relevo generacional. Nada nuevo salvo un detalle: son clónicos, como niños del Brasil. Salvo Pablo Iglesias con su coleta y su barbita de pirata, los otros tres son fisicamente intercambiables. Sánchez, Casado y Rivera tienen el mismo aspecto físico, esa imagen de yerno ideal para señoras bien. Y eso es preocupante, porque se pueden confundir. Son jóvenes, van a la misma peluquería y sonríen y hablan con un discurso aprendido en el “coach” de guardia; prometen las mismas vaguedades y su misión en política es oponerse a su enemigo, que no es más que uno de los otros dos (Iglesias es la rima en asonante).
De los tres, Sánchez, que ya preside España, solo ha demostrado buenas intenciones; consiguió con su moción de censura que el PP escorara (un poco más) a la derecha homologada en Europa, cerca de ese fascismo fashion (“fashismo”) en el que se mueven los últimos líderes europeos, con mensajes populacheros (no son lo mismo que populistas, ver diccionario de la RAE). Es un hombre en equilibrio inestable y tiene que pelearse con varias derechas, Ciudadanos y PP como elementos naturales y los independentistas catalanes y vascos (las derechas autonómicas) como amistades peligrosas. Rivera sólo quiere ser califa en lugar del califa, juega en terreno del PP (él y el otro son como Pepsi y Coca), y se mueve perfectamente entre unos y otros como pescador de ganancias del río revuelto por PSOE y PP. Iglesias es un pepito grillo avisando de peligros con mucho sentido común en un país de Pinochos, sordos y mentirosos. Casado, el chico nuevo en el barrio, ha conseguido triunfar en un partido que frenó una invasión femenina en sus filas, pero, nada más pasar los días de las sonrisas, encontrará trampas mortales, copas envenenadas y francotiradores en su propio partido. Y, además, ya ha visto afeitar el máster de la Cifuentes y debe poner el suyo a remojar. Por mucho que traten de inventar una teoría conspirativa para defender sus méritos académicos, sus títulos huelen a falso. Acabará (supongo) delante de un juez para explicarlo (de paso podrían juzgar a los que montan negocios con institutos de másters inútiles).
Los jòvenes son clónicos y dónde compramos a estos hay más (se me ocurre que el president del parlament catalá es otro clónico en versión hipster) El peligro es que sus ideas también lo sean. En “otro tiempo” no se podía confundir física o políticamente a Fraga con Carrillo ni a Felipe con Aznar. Gente rancia; estos otros están a medio cocer. Creo.

viernes, 20 de julio de 2018

De cine y fútbol

JA.Xesteira
Eran –que ya no son– los dos entretenimientos generales básicos (EGBs) del pueblo español: el cine y el fútbol. El domingo estaba reservado a estas dos actividades tan queridas: recordamos aquella canción de “por qué por qué, los domingos por el fútbol me abandonas…” y recordamos las tardes de cine. Todo era en domingo por la tarde, los partidos se jugaban con luz natural después de comer, y se retransmitían por la radio, y el cine era cosa familiar o social, una congregación de fieles a los sueños en technicolor sobre una pantalla blanca. Los tiempos cambiaron las modas, que no lo fundamental; el Gran Negocio (uno de los incontables nombres del Maligno, también conocido como el Capital) decidió que el fútbol se jugara de noche, con luz eléctrica (como una contribución a la contaminación universal) porque así se podría ver en la televisión; y no sólo el domingo, sino cualquier día de la semana (todos los días de la semana y a todas horas podemos ver las omnipresentes televisiones retransmitiendo futbol); el Gran Negocio también decidió que el cine, mejor cualquier día, y mejor en nuestra casa, en nuestro sofá y en nuestra tele. Al final todo se reduce a eso: la tele y sus variaciones de pantalla plana, para tener al personal ocupado en un sólo juguete. Pero en el imaginario colectivo quedan el cine y el fútbol como los pilares de toda cultura mundial, la base sobre la que se sustentan Oriente y Occidente. Y los contumaces hechos noticiables, demuestran que la vida es cine y la patria un campeonato de fútbol. Dicen los que inventan frases para los calendarios que la naturaleza imita al arte, y no es cierto, la vida, sí, y más concretamente, la vida redactada a diario en la prensa, imita al cine. Un ejemplo.
Una película.- Suena una música vagamente siciliana de Nino Rota mientras salen los títulos de crédito, títulos de nobleza y crédito bancario ilimitado, opaco y disperso por paraisos fiscales. Los personajes son conocidos; una familia real (auténtica y real) con un rey emérito y un rey sucesor, y una mamma, unas hijas que se casan a ritmo de valses con jóvenes prometedores. El resto acaba de salir estos días en la prensa, con fortunas en Suiza, Marrakech y cuentas a nombre de testaferros; hay amantes (supuestas) rubias con casa en Mónaco y policías en la cárcel que tiran de la manta. Mario Puzo lo tendría fácil para escribir las tres partes coppolianas de la Famiglia Borbone. Uno de los maridos de las hijas se separó y el otro acabó en la cárcel por blanqueo de capitales, malversación y otras cosas; ya se sabe que los chavales hacen lo que ven en casa, pero lo hacen mal. Mientras, el Emérito sigue a lo suyo, hoy patroneo un barco, mañana hago de intermediario en el AVE a La Meca, y así vamos tirando. En las conclusiones que sacamos de esta primera parte de la saga hay varias cosas de difícil encaje. Primero, el convencimiento de que todos estos negocios eméritos se sabían o sospechaban por evidencias que estaban a la vista incluso de los más ingenuos, desde los tiempos en que el Emérito solo era el Príncipe de Franco, y sus amistades peligrosas con los árabes le hacían interlocutor válido. Segundo, que los sucesivos gobiernos y oposiciones de este país no movieron un dedo, lo cual nos lleva a otra sospecha, la existencia de una oferta que no podían rechazar, a la moda siciliana. Tercero, que los servicios de espionaje (no lo llamen inteligencia, que eso es otra cosa) conocían todo esto y lo sacan a relucir cuando ven que lo que se quema es su culo. Cuarto, la pregunta del tonto: ¿cuando se muera el Emérito, quien heredará el imperio escondido e ilegal?¿quien será el Michael Corleone, el hombre de respeto? Y quinta; que en esta película todos tenemos un papel de extra, nadie mueve un dedo para esclarecer un posible delito de corrupción y prevaricación al más alto nivel; y nadie hará nada, porque, reconozcámoslo, vivimos en un país en el que la corrupción viaja libremente, desde el pelotazo que acaba de saberse sobre las torres Foster y la posible prevaricación del Banco de España, hasta las corrupciones diarias de los pequeños políticos de pueblo. Somos una película de reestreno.
Un partido de fútbol.- Como estaba previsto, Francia ganó el Mundial de Rusia. Lo ganaron los inmigrantes, algunos nacidos y familiarizados con los potenciales terroristas de los “banlieues”. Esa es la diferencia; si marcas goles, eres un patriota francés, si pides un poco de respeto y dignidad no eres más que un posible terrorista islámico. Francia ganó el mundial, como era de esperar, y la grandeur francesa sacó del baúl de los recuerdos a De Gaulle y a Asterix para cantar la Marsellesa en los Campos Elíseos. Eso está bien, mejor fiestas que funerales. Y eso está bien, porque, mirado por el lado de la integración (interesada, claro) el mestizaje se impone (sólo el mestizaje nos salvará de ser razas puras). Pero más allá de los emigrantes, tenemos la utilización patriótica y política del fútbol, como única religión universal y ecuménica. En la final estaban en el palco Macron y Kolinda, los máximos dirigentes de los países que combatían en la hierba; él se encargó de que saliera esa foto en pose épica (se nota que estaba preparada la cosa) para hacer un canto de triunfo de la France; ella, vestida con los colores croatas, rubia y alegre sonreía al mundo como derrotada con honor. Dos populacheros. Macron no pasa el listón de los políticos jóvenes de derechas homologadas; Kolinda es más peligrosa, una ultraderechista racista y xenófoba (eso si, rubia y jacarandosa). El fútbol fue estos días el refugio de las patrias, patrocinado por el Gran Comercio Televisivo. Su poder alcanzó incluso a los dos botarates más poderosos del mundo, Trump y Putin, dos tipos con más peligro que un mono con navaja; de sus bravuconadas y sus conversaciones al-más-alto-nivel sólo han sacado una cosa clara: un balón de regalo, como en una mala tómbola.

viernes, 13 de julio de 2018

Libros, verano y otras cosas

JA.Xesteira
En verano las noticias deben venir refrescadas con gaseosa. Salvo las rutinas –asesinatos domésticos, ciclistas arrollados por conductores borrachos, alijos de drogas, sentencias judiciales variadas y variables y ese etcétera diario de noticias– y la parte política de las primeras páginas de los diarios, el resto del verano en prensa debe ser optimista –niños tahilandeses rescatados, nuevos fichajes en cualquier equipo y ese otro etcétera que nos acompaña la cerveza con patatillas (palabra de uso muy reducido y local).
Las noticias rutinarias a las que me refería, ya dejan casi indiferentes de manera peligrosa a los lectores, cada vez más insensibilizados y absorbidos por la realidad virtual, de tal forma que ya no se distingue a las claras donde empieza la vida y donde las aplicaciones del sistema. En verano deberían estar descartadas esas noticias que nos cabrean, que nos ponen mal el estómago, ya de sí perjudicado por las comidas y bebidas de los furanchos, que son una alegría en la mesa y una tormenta del desierto en la cama. En el verano habría que prohibir las noticias graves, y congelarlas para el otoño. Como por ejemplo la aparición de la fortuna clandestina y opaca de Juan Carlos I el Campechano, en manos de su “amiga íntima” Corina (un eufemismo entrecomillado que ustedes pueden usar a su entender); un asunto que traerá cola, pero altera el buen discurrir de la playa y la terraza. O la pretensión de Trump de que paguemos el doble de lo que pagamos a la OTAN (una buena disculpa para mandar a hacer puñetas a esa organización armada, en la que entramos con Felipe González –no lo olvidemos– que sólo ha servido para invadir países que no le gustan a los USA) Esas noticias no son para el verano, que es más de fútbol mundial, sobre todo ahora que ni nos va ni nos viene, o el traspaso de Cristiano (antes de llegar ya ha cabreado a los obreros de la Fiat); o el rescate de los niños tahilandeses, que es una noticia positiva (no el rescate de los niños sirios o libios, que es una noticia negativa y que cabrea mucho al ultrafascismo español disfrazado de demócrata).
El verano debería ser otra cosa, pero leo dos noticias graves, más de lo que parece; una, que la Real Academia regala sus diccionarios porque nadie los compra; otra: que hasta un 40 por ciento de los 225 millones de libros editados en España se devuelve para reconvertirlos en pasta de papel, venderlos al peso para rebajas o meterlos en algún almacén a la espera de cualquiera de las dos alternativas. La cosa es más grave de lo que parece, considerando que vivimos en un país de escasa cultura lectora (precisamente ahora que se han puesto de moda los clubs de lectura), con una ciudadanía que considera que los libros son caros (el español medio en general y el gallego en particular pueden gastarse sus cuartos en comer, beber y presumir de lo que come y bebe, pero gastarse el dinero en libros es algo que no entra en el perfil del experto en vinos e ibéricos.)
Lo del diccionario de la RAE se veía venir: está disponible en línea de forma gratuita. De cualquier forma, nadie consulta los diccionarios, ni siquera los periodistas, y a la vista de lo que se publica ahora, es evidente que el diccionario ni está ni se le espera (un ejemplo de discordancia del otro día, en un diario de importancia nacional: “Trump acusa a Pfizer de aprovecharse con sus precios de los pobres”, que es algo así como el famoso ejemplo de “zapatos para niños verdes”)
Escribir un libro es fácil, si tenemos en cuenta de que cada año se publican unas 30.000 novedades editoriales; si consideramos que por cada libro editado debe haber una docena de libros que no se editarán, echen cuentas de la cantidad de libros que se escriben al año y coincidirán conmigo que escribir es fácil, publicar, ya no tanto. Los que solemos rebuscar en las tiendas de libros usados o descatalogados sabemos donde acaba la moda (un ejemplo la famosa trilogía de Stieg Larsson se amontona en los segunda mano junto con códigos Da Vinci y otras modas) El espacio que antes ocupaba la literatura lo ocupan ahora colecciones de libros sobre comer y beber sano, artístico y en modo chef-de-cuisine; o de falsas novelas históricas o falsas series negras. De todo eso no quedará casi nada, pasará la moda y nadie sabrá que hacer con las toneladas de papel impreso. Las pequeñas librerías en las que conversamos con los libreros que aman los libros, sobreviven vendiendo cuentos infantiles que suelen regalar los abuelos. Hubo un tiempo en el que los organismos oficiales se convertían en editores de banalidades de lujo que regalaban. Eran libros “políticos”; gobiernos, diputaciones empresas y ayuntamientos, editaron libros que se amontonan en sótanos y fayados esperando la humedad y los ratones. Muchos de aquellos libros regalados fueron vendidos al peso; otros, como un amigo mío, destina a su chimenea en invierno unos cuantos tomos editados por la oficialidad imperante; en su acción purificadora se pone de parte del detective Carvalho de Vázquez Montalbán, y contradice la tesis de Manolo Rivas de que los libros arden mal (según mi amigo, los libros oficiales arden de maravilla).
Se suponía que los libros cristalizados digitales iban a salvarnos del papel, pero parece ser que no. El papel resiste y los e-books no avanzan. Lo importante, sin embargo, no es el soporte; acaban de encontrar un resumen de la Odisea, escrita en una placa de arcilla (resiste más que muchos libros de moda).
Ayer entré en una librería, compré un libro y el librero me dice que la bolsa hay que pagarla para eliminar plásticos; como ya me hice un converso antiplástico, me llevo mi bolsa de tela. El año que viene las bolsas serán, seguramente, de papel; a lo mejor el año que viene compararemos libros que irán en una bolsa de papel reciclado de la pasta de papel fabricada con diccionarios de la RAE que nunca se vendieron.

viernes, 6 de julio de 2018

El fútbol es cosa de emigrantes

J.A.Xesteira
Me coincidió contemplar el hundimiento de la selección española de fútbol en una gasolinera portuguesa. Había varios “espanhois" viendo en la tele la misma tanda de penalties que mandaron a la Roja Nacional (un auténtico ensamble histórico futbolístico) para casa y, en honor a la verdad, no hicieron muchos aspavientos, después de un “boooohhh” de derrota, no se hicieron el harakiri ni hubo llanto al estilo Boabdil. Como es más que evidente que en el equipo de fútbol de España es donde se guardan las esencias de la patria y es el único motivo por el que salen las banderas a ondear, creo que fue buena cosa que nos eliminaran (y me incluyo, pese a mi falta de afinidad con el fútbol y sus circunstancias) en los octavos, porque así podemos dedicarnos a cosas más interesantes que a dar la vara con el triunfo y la gloria. Al día siguiente, en las televisiones hicieron ese ejercicio antiperiodistico que consiste en preguntar su opinión a la gente de la calle, que generalmente no tiene ni idea de lo que está opinando, pero opina, claro, porque tiene el mismo derecho a hacerlo que los opinadores oficiales y expertos, personajes mediáticos que saben de fútbol lo mismo que la gente que va a la compra o a tomar el sol al parque. Las opiniones de la gente de paso coincidían con las de los expertos en fútbol, gentes vociferantes que suelen hacer de un simple partido de fútbol un debate de obviedades. Las culpas fueron del entrenador (que no puso a Aspas o dejó a De Gea), de los jugadores (que cobran un pastón por no hacer nada) del presidente de la federación de fútbol (que cambió de entrenador sobre la marcha) y algunas opiniones más por el estilo. A nadie se le ocurre que se trata de un juego, en el que uno gana y otro pierde, y en ese proceso influyen muchas más cosas, incluida la suerte. Pero no es más que un juego, que se juega con los pies, se discute con las tripas y sólo usa la cabeza para calentarla con rollos patrióticos y defensa de la unidad patria. Año tras año, campeonato tras campeonato, mundial tras mundial, siempre es una historia repetida, contemplada en grupo en los bares, que terminan sucios de huesos de aceitunas, palillos y servilletas, con restos de patatillas y mala leche. No aprendemos nada, ni siquiera el ejemplo de los japoneses, a los que habría que dar una medalla simplemente por ser higiénicos y educados: su equipo dejó los vestuarios limpios como patena, y sus hinchas, sin bombos ni gritos tribales, dejaron las gradas recogidas de envoltorios.
Realmente, el fútbol que, por su popularidad podría ser un perfecto banco de educación para las generaciones venideras, sigue en su vieja historia de aplastar al enemigo y levantar nuestra bandera; y esa actitud engloba desde los ultras mas descerebrados hasta las más altas instancias (menos el rey, que es de palo). Nunca aprendemos ni de las victorias ni de las derrotas. En este preciso momento en el que los movimientos migratorios de pueblos enteros están alterando el equilibrio político del mundo, haciendo que reaparezcan los viejos fascismos patrios, nadie toma nota de la parte social de un juego tan simple como el futbol. Un análisis geosocial del mundial sería mucho más interesante que el mal juego de Cristiano y Messi. Por ejemplo, la composición de cada equipo y su posición en el espacio mundial. Descartando a los suramericanos, que son emisores de pobres hacia el primer mundo, a los africanos, que se esforzaron por ganarse un puesto de honor y ser contratados el año que viene en países ricos, y a los exóticos japoneses o coreanos, quedémonos con la Europa en juego (a Rusia le damos de comer aparte, no es más que un imperio que fue pasando de un zar de las monarquías homologadas a un zar avalado por el Soviet, a un zar respaldado por la Gran Mafia Rusa) tenemos el bloque de los paises del sol, los que recibimos a los huidos del  hambre y la guerra de África que quieren ir a los paises fríos de Europa, donde no los quieren ni como mano de obra; para eso ya tienen a la segunda generación de los paises europeos que un dia emigramos hacia arriba, portugueses, españoles, turcos, italianos y griegos, justo los que en este mundial no pintamos nada, pese a la chulería eufórica del principio. Nos quedan los capitalistas que vinieron del frío, que son los que mandan en el mundial (Brasil a un lado) Pero si observamos sus jugadores nos encontramos con que la mayoría son inmigrantes de segunda generación. Bélgica, un país sin gracia, tiene una selección en la que predominan los africanos, musulmanes o ibéricos (portugueses o españoles), nacidos en Amberes o Flandes, pero, a fin de cuentas, extranjeros; o la hipócrita neutral Suiza, donde repiten el esquema africano-suramericano-musulmán; ¿y qué decir de la chauvinista Francia, donde sus enfants-de-la-patrie son de raza negra o hispano-portuguesa? Los inmigrantes son los que están salvando el fútbol de las patrias. Los hijos de los que un día huyeron de las hambres del sur son ahora los que ganan trofeos para que los europeos puedan presumir del fútbol. Recuerdo haber escrito en otro mundial sobre cosa parecida, con la diferencia de que entonces el problema de los refugiados no era tan alarmante; citaba a un hijo de inmigrantes que dio el triunfo a Francia y que, con el tiempo, ganó incluso copas para el Real Madrid; hablo de un bereber (gentes del desierto que se llaman a sí mismos “amazigh”, hombres libres) hijo de africanos, llamado Zinedin Zidane
A la hora de retomar el debate sobre los refugiados convendría recordar algunas cosas, entre ellas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y otra, que quizás alguno de estos niños que consigue sobrevivir al paso del Mediterráneo, donde mueren miles de ellos, podría ser el portero o el medio punta de nuestra selección de fútbol (o de Francia o Alemania) dentro de dos o tres mundiales de fútbol.

domingo, 1 de julio de 2018

Cuando los bancos

J.A.Xesteira
Hago (y propongo) un juego de memoria y ciencia ficción. La memoria: recordé el otro día, al ir a retirar dinero de un cajero, con el que mantengo (mantenemos) un diálogo mudo (elija idioma, ¿que quiere hacer?, ¿crédito o cuenta corriente?…, etc.) la primera vez que utilicé una tarjeta de plástico con la que me autorizaban a sacar el dinero de una máquina; me la dio un amigo de una caja de ahorros que me vendía el producto como una comodidad: podría sacar dinero de noche en medio de una juerga. Para los que estábamos acostumbrados a organizarnos con el dinero que retirábamos en el mostrador, con el DNI y nuestra cara conocida por los empleados, aquello parecía un paso en el vacío de la modernidad. Pensemos, y lo digo para los que se criaron en la era de las tarjetas, que en aquella antigüedad, yo era el Imponente, el que tenía mi dinero en una caja fuerte de un banco solvente y sólido, y las personas que estaban detrás del mostrador, todas conocidas, tenían traje y corbata. El caso fue que por la noche quise estrenar el avance imparable de la civilización, pero no me acordaba de la clave, y al tercer intento, la máquina tragó la tarjeta como si fuera un comecocos. Al día siguiente fui junto a mi amigo de la caja, que ya me recibió con sonrisas de mira-que-eres-desastretengo-tu-tarjeta; cogí la tarjeta, le pedí unas tijeras, la corté en tres cachos y se la devolví. Diálogo: “Eres un retrógrado”; “Ya, pero cuando todo sean tarjetas y cajeros, tu puesto de trabajo se va a ir al carajo”. Eso sucedió hace todo, y supongo que aquel amigo, al que le perdí la pista, hace años que estará prejubilado por un ere bancario.
Ahora vamos a la ciencia ficción, partiendo del presente.
Cuando los bancos no tengan empleados, los clientes seremos los que trabajemos para guardar nuestro dinero, y pagaremos por ello (ya lo hacemos), además de poner nuestros ordenadores y teléfonos a disposición de la entidad bancaria que nos hará un favor en dejarnos ser sus clientes, aunque nosotros pensemos lo contrario; nuestro dinero, nuestras líneas telefónicas, nuestros caros aparatos conectados a la Red y nuestro tiempo estarán a disposición de los bancos, y no nos darán ni las gracias por ello. No habrá horario, cualquier operación la haremos a cualquier hora y desde cualquier punto del planeta.
Cuando los bancos ya no tengan ningún empleado, el dinero no será más que un número en una pantalla. El papel y el metal sólo serán una historia encerrada en los museos, que visitaremos desde nuestra casa, en visita virtual. Probablemente (o seguramente) ya no habrá cajeros para hacer operaciones, porque no habrá dinero; y tampoco habrá tarjeta de crédito (será una rareza de coleccionistas); y las operaciones se efectuarán por un reconocimiento fisiológico, antropológico o una identificación intransferible, no sé, un ojo, la ceja, la oreja…Y a pesar de todo habrá robos de ese dinero metafísico que sólo cuenta en dígitos virtuales en pantalla. Claro, los ladrones no tendrán bancos para asaltar con una media por la cabeza y una recortada, pero seguro que seguirán robando nuestro dinero (quiero decir, robar en el sentido clásico del atracador, no como nos roban con frecuencia bancos y otras corporaciones nacionales e internacionales). A lo mejor, si alguien hace un robo hackeando las cuentas desde un ordenador de Vladivostok, igual tiene la humorada de poner un meme de un tipo con una media por la cara.
En ese tiempo impreciso cuando los bancos ya no tengan empleados (que puede ser mucho tiempo o a lo peor está ahí mismo, a la vuelta de la esquina) tampoco habrá cajeras (ni cajeros) en los super; haremos la compra y pagaremos con el sistema antes descrito. A lo peor es que ni siquiera existirán fisicamente los super, y haremos la compra por internet, y a lo peor ni siquera nos la mandarán a casa, nos dirán a dónde tenenos que ir a recogerla. Confiemos que en ese entonces la fruta, el fairy, el chopper, los yogures y el resto del carrito  no sean virtuales.
Cuando los bancos ya no tengan empleados las gasolineras ya no tendrán personal; echaremos el combustible, pagaremos con nuestra pantallita multiusos y continuaremos viaje. Puede que ni siquiera necesitemos pagar y nuestro coche tenga un dispositivo conectado a una cuenta bancaria, en la que que automáticamente se cargue el suministro de biodiesel o lo que se lleve en ese momento. Puede también que ese dispositivo personalizado en nuestro vehículo sea el que pague en las autopistas (en ese tiempo todas las carreteras serán de pago) y además cargue las multas de tráfico que el mismo coche detectará, y ya no habrá guardias civiles en moto ni cobradores en el peaje ni harán falta radares, nuestro coche será guardia, radar y multador al tiempo; por supuesto que el organismo vigilante de la circulación será –siguiendo la tendencia actual– un organismo privado, con sede en las Quimbambas y cuenta en el paraíso fiscal habitual.
En ese hipotético apocalipsis virtual en el que todo funcione sin intervención humana, todos estaremos conectados por un aparato, una evolución del actual móvil (un nombre ya anacrónico) o un derivado (ya hay gente ahora mismo que se implanta un chip bajo la piel con sus datos personales, puede que esa estupidez de ahora sea obligación legal cuando los bancos no tengan empleados). Puede que surjan movimientos antisistema de los sin teléfonos, gente rara y desclasada sin futuro alguno.
Cuando los bancos (a lo mejor en ese instante sólo exista El Banco) lleguen a ese momento, puede que recordemos el día en que nos ofrecieron una tarjeta de plástico, para sacar dinero de un cajero en el que dormían indigentes entre cartones, que después tendría un chip y una clave, y más tarde una simple marca de contacto, y después se hicieron los pagos sin dinero, por paipal y similares. Puede que en ese momento nos hagamos la pregunta: ¿dónde se fueron todos los empleados del mundo y como nos ganaremos la vida?