sábado, 19 de marzo de 2016

Que paren este mundo


J.A.Xesteira
En los años 60 del pasado siglo había una frase que tenía cierto éxito, se usaba en carteles y camisetas (en aquellos lejanos tiempos las frases duraban más de los quince segundos de éxito universal que tienen ahora las miles de frases por segundo que triunfan en las redes sociales). Decía: “¡Paren el mundo, que me bajo!”. La intencionalidad graciosa era contra el sistema de cosas que hacían de aquel mundo un despropósito que no nos gustaba. Aquel mundo desigual, con guerras por casi todas partes, falta de libertades, derechos ciudadanos, sociales, laborales todavía por conquistar (se conquistaron y ya se perdieron) no nos gustaba, y queríamos bajarnos de ese viaje, al menos en el humor de la frase. La realidad fue que nadie se bajó del mundo y se peleó para combatir las desigualdades, ganarnos los derechos y conquistar las libertades. ¡Ilusión vana! Supongamos (hagan un esfuerzo de abstracción por un momento; para ello es preciso que pongan en modo avión el chisme ese que tienen delante de los ojos constantemente y se lo metan en el bolsillo, no va a pasar nada en los minutos siguientes) que usted se queda como la bella durmiente, en su cama en los años 60 del pasado siglo, y despierta ahora mismo. Le ocurrirá como a ese hombre que estuvo en coma un montón de años y que lo que más le sorprendió fue que la gente andaba hablando sola por la calle con un cacharrito pegado en la oreja. Lo más probable es que se dé cuenta al instante de que aquellos derechos –laborales, sociales, ciudadanos– por los que se peleaba en la calle contra unos policías vestidos de gris y que creyó un día que había conquistado, no existen y, lo que es peor, nadie pelea por reconquistarlos. Jornada de ocho horas, trabajo digno y en nuestra tierra, libertad de expresión, puestos de trabajo estables, igualdad de oportunidades y un  largo etcétera de eslóganes viejunos, que alguna vez se corearon y también se pintaron en las paredes, no son más que recuerdos para series de televisión nostálgicas. La comparación con la actualidad resultaría inútil; lo que pensamos que habíamos conseguido se nos fue de las manos como agua en una cesta. Lo que llamábamos hace 50 años El Sistema aprendió muy pronto que no convenía luchar contra la revolución, era más fácil comprarla. Los protagonistas del Mayo del 68 (salvo tres o cuatro tercos que guardamos el adoquín por si hiciera falta) se convirtieron en “apparatchick” (ver wikipedia, que acabamos antes); los hippies que hacían el amor y no la guerra de Vietnam, acabaron por convertirse en moda de ropa de grandes almacenes (cada temporada hay una línea hippie en cada firma multinacional); el Che Guevara murió fusilado por un soldadito de Bolivia, soldadito boliviano, sólo para convertirse en camiseta o cartel; los sindicatos obreros pasaron de ser la fuerza contra el poder empresarial a convertirse en asesoría y agencia de viajes que organiza procesiones laicas y se sienta a firmar con el enemigo convenios en los que se pierden los derechos básicos que ganaron en el pasado, bajo la benévola mirada del Gobierno de turno; las derechas y las izquierdas, claras y definidas, se fueron difuminando, convirtiéndose en una cosa que llamaban Centro, que no existe, pero que conviene, porque aprendieron que una cosa es ponerse muy propio en las frases de los discursos y otra distinta pillar el poder por la entrepierna, y una vez que se instalaron en el poder tuvieron todo el tiempo del mundo para robar o permitir que robaran los nuestros; y todo se fue depauperando, la Cultura, convertida en un acto inaugural; la Sanidad, desviada hacia una irresistible privatización; la Educación, en un bucle sin fin de planes absurdos que no consiguieron superar las ideas de la enseñanza de la República Española (esa, la que fue aplastada por un  golpe de estado militar, también conocido y santificado vaticanamente como la Cruzada), y las obras públicas, en una locura megalómana de edificios, aeropuertos y autopistas vacíos. Incluso el centro de la Maldad, que era la URSS, fue celebrado en su desaparición y nadie pensó que lo que se ponía en su lugar iba a ser mucho peor; se apludió la caída del Muro de Berlín y se calló como cómplices necesarios el levantamiento de otros muchos muros, en Palestina, EEUU con México y ahora mismo en las fronteras de Europa. 
Todo aquello que estaba mal y que nos pedía parar el mundo no fue a mejor. La deriva del mundo y las grandes facilidades tecnológicas para hacer el mal han llevado a la Humanidad hacia el punto de partida con el agravante de que todo lo malo se puede hacer más rápido y a más gente. Es una variación sobre el mismo tema. Sólo hay pequeñas diferencias. Una de ellas es la cantidad de estupidez acumulada en las sociedades y en las altas esferas del poder; desde los tiempos del poder absolutista que ponía en el trono a reyes imbéciles por la gracia de Dios, nunca hubo tanto disparatado al mando de gobiernos y por la gracia del voto. Puede que dentro de nada mande en el país más potente del mundo un tonto peligroso como Donald Trump, lo cual no sería novedad y continuaría una tradición en la que entraron Berlusconis y otras hierbas. A eso hay que añadir la cantidad de líderes tontainas, amorfos, iluminados, torticeros y siniestros que pueblan los gobiernos del mundo (elija usted a su gusto, hay para todos). Y todos son aclamados por el pueblo supuestamente civilizado y demócrata.
El Sistema no necesita tener el poder ni las ideas, le basta con poseer los medios indispensables para que todo funcione, y ahora mismo, la comunicación instantánea y universal es un medio. Tampoco necesita oponerse a nada, le basta con que el mundo siga girando y en cada vuelta el negocio no deje de funcionar. Se sostiene sobre la estupidez. Y no podemos parar el mundo para bajarnos, porque va demasiado deprisa. Sólo nos queda la opción de echar por la ventanilla a los conductores y ponernos al volante.

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