domingo, 17 de febrero de 2013

Hombre primitivo


Diario de Pontevedra. 01/02/2013 - J.A. Xesteira
Aquel tipo entró en la sala de espera del médico, dijo buenos días a la totalidad y nadie le respondió. Se sentó, se aclimató al ambiente, es decir, echó la vista a su alrededor y catalogó al personal de una sola mirada, que es lo que solemos hacer cuando llegamos a un recinto cerrado en el que ya hay varios especímenes de la clase animal ciudadano medio. El tipo hizo después algo común entre los que vamos a la sala de espera, miró hacia el techo y canturreó algo, en silencio interno. Después de mirar hacia el aire, a ese punto indefinido en el que depositamos los pensamientos de los momentos parados, observó que de las diez personas que estaban aguardando, siete estaban enzarzados con sus artefactos de telefonía móvil, sus «ifones» o tabletas minúsculas en las que observaban algo y que percutían compulsivamente con el dedo pulgar; parecían abducidos por la pantallita de sus chirimbolos telefónicos y el resto de la humanidad les era ajena. A la llamada de la enfermera se detenían todos, ajustaban el cerebro al nombre pronunciado y el que respondía a ese nombre, se levantaba y entraba. El resto seguía a lo suyo. Los otros tres tenían la mirada fija en un televisor en el que varias personas sentadas en semicírculo hablaban de unas imágenes de niños con la cara pixelada que, al parecer, eran hijos o nietos de alguien famoso; después apareció una cantante entrando en un juzgado (o saliendo, no lo pudo precisar) y unas mujeres le gritaban «¡guapa!». El tipo recordaba cuando en las salas de espera habían implantado la gran novedad del hilo musical, en el que sonaba una musiquilla anodina, versiones de grandes éxitos de música de cine, que, aseguraban, era relajante, para que el personal no se crispase. También recordaba una etapa anterior en la que no había nada más que las conversaciones de los enfermos: «¿Y usted porque viene?», «Ya, lo suyo es doloroso, pero lo mío es más, porque...», o «No, si yo sólo vengo por una receta»... Eran cosas del pasado. El presente es mudo y con la mirada prendida en una minúscula pantalla en la que ocurrían cosas que carecerían de importancia tres segundos más tarde. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los de la televisión de los niños borrosos y las cantantes guapas. El tipo aquel se sintió raro. Era el único que no tenía pantallita pequeña ni atendía a la pantalla más grande. Después de ser atendido pasó a pedir vez para una nueva consulta. La mujer que le daba cita le dijo que si quería le enviaban un «esemeese», pero él prefirió que se lo anotaran en un papel, porque los mensajes no los leía. Él tenía un teléfono móvil – ¡como no! – pero lo usaba para llamar (poco) y que lo llamaran (menos). Nunca había enviado un mensaje y de rebote, tampoco le habían mandado nunca uno a él. A partir del momento en que puso un pie en la calle comenzó a reflexionar sobre su papel en relación con los modernos medios de comunicación. Tenía su telefonito, tenía un ordenador con su correspondiente ADSL, pero cuando hacía balance de su uso, el resultado era pobre; no estaba conectado a ninguna red social, navegaba muy poco y a tiro fijo; consultaba algo de su profesión y leía un periódico digital, uno. (Por él se enteró de que los políticos estaban constantemente enviando frases por Twitter, lo cual le pareció terrible: ¡Escuchar los pensamientos de un político en frases cada cinco minutos puede producir una fermentación cerebral!) Tenía una cuenta de correo en la que enviaba de vez en cuando alguna carta como las de antes (de la era del papel) a un íntimo amigo que residía en Madrid. Y nada más. Al principio, por la novedad, había comprado una cámara de fotos digital, pero poco a poco la fue abandonando cuando reparó en que tenía más fotos en el ordenador de las que podía ver. No jugaba a ningún juego de pantallas, no tenía consola de mandos, tomaba notas a mano, con un bolígrafo y un pequeño block; a veces veía alguna película en el deuvedé, pero prefería salir e ir a uno de los pocos cines que todavía quedaban en la que no proyectaban películas de policías americanos con pistolas. Incluso su música era de vinilo, analógica, con plato giradiscos y con toda la riqueza de armónicos y fritanga de rayazos. En ese momento comenzó a preocuparse. ¡Era un desclasado! Cualquier niño, incluso los que salían en la televisión con la cara borrosa, tenían más trastos digitales y un nivel de conocimientos de los mismos superior a él. Mientras caminaba se dedicó a observar a los que se cruzaban: una muchacha enviando mensajes (se suponía porque movía el dedo pulgar sobre la pantalla con una habilidad que demostraba científicamente que la función para la que estaba destinado ese apéndice no era, como decía Darwin, un resto de los primates que lo usan para colgarse de los árboles: es para escribir en el móvil); un muchacho tropezó con él, absorto en un diminuto aparato rectangular del que salían los cables por los que le entraba la música (sea cual fuere) directamente al cerebro; un señor vestido como todos los señores que hacen (o intentan hacer) negocios, es decir, de oscuro y con corbata, hablaba solo, a grito pelado, con cabreo, hacia una especie de cucaracha que le colgaba de un cable fino que se incrustaba en otra cucaracha de la oreja; tres o cuatro personas pasaron a su lado repitiendo una misma frase hacia el telefonillo: «¿Dónde estás?, yo estoy en la calle Tal». El tipo decidió que se había convertido, de pronto, en un primitivo, un antiguo, un elemento obsoleto de la sociedad. Absorto en sus descubrimientos, cruzó la calle y no se dio cuenta del autobús, que no pudo frenar. Si estuviera vivo se daría cuenta de que ni uno sólo de los veintitantos ciudadanos que estaban alrededor movió un dedo para llamar a una ambulancia. Pero la mayoría de los curiosos ya lo habían retratado con sus móviles y ya habían mandado la foto a cualquier parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario