viernes, 21 de diciembre de 2018

Adiós, Navidad, hello Christmas

J.A.Xesteira
Existe una regla no escrita (ahora dirían que un protocolo) por la cual, en estas fechas hay que ponerse en “modo Navidad”, según unos viejos cánones del Cristianismo y los grandes almacenes, que dieron cuerpo a una fiesta familiar y un decorado a medias entre las figuritas de barro creadas por Francisco de Asis y el viejo de las barbas creado por Coca Cola; todo ese mundo de colorines, regalos, reyes de Oriente, belenes y arbolitos se le llamó la Tradición Navideña; toda la literatura dickensiana, todo el cine con nieve de algodón y buenos deseos, toda la música tamborilera y del “mericrismas” y toda la noche de paz, unido a los turrones, el champán llamado ahora cava, y la familia a la mesa, consituyen la iconografía clásica que no merece la pena ni explicar. Todos sabemos de lo que estamos hablando. Es tiempo este de nostalgias, recuerdos de las navidades pasadas; ahí todos somos un poco el mister Scrooge del cuento, y los más viejos solemos sacar la frase apolillada de que “esto no es lo que era”, como si algo fuera a ser eterno y el presente no tuviera caducidad programada.
La Navidad, las Felices Fiestas (y el próspero Año Nuevo) son, básicamente, un tiempo de gasto y consumo, de volvernos ricos por unos días y despilfarrar; cada vez menos y con un amplio sector de la sociedad, en aumento, que ya no pertenece a la sociedad de consumo y está apuntado a la sociedad en precario. Pero, a la vista del movimiento de clientes en las tiendas y grandes áreas estos días, la tradición parece que se mantiene, que el gasto sostiene al comercio y un año más estamos que lo tiramos. En este fin de semana largo se concentra la cumbre del regalo junto con la Lotería. Y todo esto, después de varios ataques modernos a las tarjetas de compra, desde viernes negros hasta lunes especiales y otras ofertas que ya nos llegan al teléfono desde plataformas remotas de ventas on-line.
Pero si, por un lado, la Navidad se ha convertido, como se veía venir, en un espacio anual de compras adictivas, la otra navidad, la costumbrista y tradicional, efectivamente (aún a pesar de tópico viejuno) no es lo que era. Recapitulemos. Nuestra Navidad, la de este lado, era una fiesta que comenzaba a mediados (casi finales) de diciembre siguiendo unas pautas cristianas basadas en las historias evangélicas del niño Jesús y sus padres en el portal de Belén, la mula y el buey, los pastores, el ángel y la estrella, con el rey Herodes matando inocentes, los reyes magos con el oro-incienso-y-mirra y un río de papel de plata y musgo y serrín. Es una historia que, incluso descontextualizada de su carga religiosa es muy bella; cualquier ateo aceptará que como cuento es hermosa la historia. Si vamos más allá y hacemos un análisis actual tenemos una historia de migrantes que son rechazados en las fronteras, gente pobre que tiene que refugiarse a parir en una cuadra de un pueblo palestino hoy bombardeado por Israel; unos magos zoroástricos aparecen detrás de un cometa y buscan a un niño que será el Mesías, el Elegido (aquí la cosa se pone un poco en plan leyenda de serie televisiva) y el rey Herodes, delegado de Roma para la región de Judea, mata a los primogénitos para mantener la historia dentro de los parámetros literarios de las grandes leyendas (en clave actual sería Trump en su castillito sobre la colina del belén). María y José, dos galileos pobres, emigran a Egipto, que era como los USA de aquel entonces, a esperar mejores tiempos para regresar a su tierra. Una historia que se resumía en la tradición católica con el belén de barro, la misa del gallo y la cena de Nochebuena (el bacalao con coliflor era un añadido gallego personalizado).
¿En qué momento toda esa tradición se transformó en la actual costumbre del abeto de plástico —mucho más práctico– con lucecitas de bazar chino? ¿En que punto abandonamos las figuritas de barro en una caja en los fayados? Seguramente en el punto en el que comenzamos a preparar las navidades después de Todos los Santos (ahora llamados Halloween) y avanzamos hacia el 25 de diciembre (fun-fun-fun) comprando durante el mes para llegar a la noche de paz y de amor con montones de paquetes debajo del arbolito. Es más práctico, dijimos, porque así los niños pueden jugar hasta que vuelvan al cole, mientras que los Reyes llegan el último día y ya no se puede jugar con la nintendo (falso, estarán jugan con la maquinita todo el año).
El mundo ha cambiado; siempre cambia, y ahora a mayor velocidad, para bien y para mal. El Capitalismo, ese concepto que existe y que todos niegan que exista, lo come todo, es capaz de comerse incluso al Partido Comunista Chino, que es el único país esquizofrénico, con un gobierno marxista-maoista y una economía capitalista extrema. También se ha comido el concepto de la Navidad cristiana, porque era un concepto pobre, inventado por un pobre franciscano con figuras de barro. Y la actualidad requiere otras cosas, otro espectáculo y otro gasto. Llevándolo a un extremo, podríamos decir que a la Navidad “tradicional” la mató el invento de las luces de LED, que son más baratas y pueden llenar una ciudad de espectáculo para poder hacer selfies (¿quien quiere hacerse un selfie con el portal de belén de casa?)
En nuestro particular cuento de Navidad, recordaremos a nuestra manera como eran las del pasado, sublimando lo bueno y olvidándonos de lo malo; viviremos el presente rellenando la lista de regalos para todos (que, a su vez, nos llenarán de regalos), y diciendo la frase de que esto no es lo que era; cenaremos como cada año, repartiéndonos la familia entre esta cena y la de la semana que viene. Siempre que se recuerde el pasado, sobre todo el pasado que idealizamos como maravilla navideña, no tenemos en cuenta de que los jóvenes del presente recordarán con nostalgia estas navidades, aunque para nosotros no son lo que eran.

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