viernes, 22 de diciembre de 2017

De Belén a Laponia

J.A.Xesteira
En esta altura del año y con lo pasado pasado, debiera corresponder escribir de las elecciones catalanas y su resultado, o de la lotería de Navidad y sus resultados. Pero como a esta altura del año ya hay miles de artículos, opiniones y reportajes sobre ambas cosas, en todos los Medios, prefiero, por lo que respecta al “tema catalán”, aplicar las enseñanzas evangélicas y dejar que “los muertos entierren a sus muertos” (Lucas, 9-60) o la frase de serie negra: “Nadie gana, unos pierden más que otros”, y por lo que respecta a lo segundo, felicitar a los afortunados que brindan con champán en vaso de plástico en una euforia callejera que ya es tradición.
Lo importante es la Navidad en la que estamos inmersos desde Todos los Santos (ahora llamado Halloween) que antes llamábamos Felices Pascuas y ahora llamamos Merry Christmas. Y de eso precisamente se trata, de la deriva de una Navidad tradicional, con sus pastores, su musgo, sus panxoliñas y villancicos, su mula, su buey, sus Reyes Magos y el castillo de Herodes con un largo etcétera que usted mismo podrá completar, a esta otra, con un Papá Noel (o Santa Claus, según), vestido de cocacola, con su trineo, sus renos y sus enanos del Círculo Polar. Entiéndanme, no es que me ofenda que la fiesta se celebre de una u otra manera; no estoy en contra de  la gandaina variada, venga de donde venga, siempre que sea fiesta y no celebraciones dolorosas; y no quiero dar argumentos a los tradicionalistas de “lo nuestro”, porque lo nuestro también fue, en algún momento de la Historia, una colonización similar. Los folkloristas, etnógrafos e historiadores podrían decir, seguramente con argumentos, que esta fiesta es la cristianización de una fiesta pagana del cambio de estaciones; siempre se dice eso de cualquier fiesta y parece que siemprer se queda bien con ello.
La Navidad ya no es lo que era; el mundo tampoco es lo que era, y siempre se es otra cosa distinta, aunque parezca una perogrullada (que lo es). Aún a riesgo de rancio, a mí me gustaba más “la otra”, porque era la de nuestra infancia (la de mi generación perdida en la noche de los tiempos) y prefiero los pastorcillos y aquel cutrerío primitivo a esta explosión mercantil y difusora que nos mete en una Navidad de centro comercial. Es la misma distancia que hay entre el “a-Belén-pastorés” y el “I-wish-you-a-Merry Christmas” que ya saben cantar todos los niños de primaria. La misma distancia que hay entre una gastronomía casera repetida, de pavo o pollo y bacalao con coliflor a las grandes variedades marisqueras y gastronómicas de alardes culinarios (el mal que causan todos los programas de chefs de cocina y sus consecuencias de librerías repletas de recetas sofisticadas no lo comprobaremos hasta dentro de unos años). La guerra que existía hace años entre abeto y belén quedó claramente decantada hacia el arbolito, mucho más práctico y menos engorroso, sobre todo si es de plástico plegable; la puntilla al belén se lo dieron los ecologistas, que declararon al musgo especie prohibida. La distancia entre Nadal y Christmas también viene marcada por los regalos y los juguetes; antes eran materia exclusiva de Reyes, pero el gran comercio ha sabido imponer una lógica vendedora: si se regalan en Nochebuena, los niños jugarán todas las vacaciones; y la distancia de los juguetes se acortó de manera sustancial: si los niños no pueden (como antes) ir al escaparate, el escaparate irá al niño, y todos los juguetes se ofrecen a la puerta de los colegios en forma de catálogo apetecible, una variante de los caramelos envenenados o la droga blanda con que atemorizaban hace años.
Alguien dirá que es una cuestión de sentimentalismo nostálgico. Probablemente la actual generación de nuestros nietos sentirá algo parecido dentro de unas cuantas décadas (a saber lo que vendrá para las Navidades del futuro, no lo adivinaría ni Dickens) y echarán de menos estas navidades de centro comercial, con cantidad de regalos deseados (siempre son más los regalos deseados que los que aparecen en la madrugada navideña) y, probablemente dirán: “¡Ah, aquellas nintendos, aquellos videojuegos, aquella bici (la bici siempre será un clásico), aquellos si que eran juguetes!”. El viejo rito se ha transformado; aquella rutina de felicitarnos postales o llamadas telefónicas, se sustituye por un guasap recontestado varias veces. La distancia que hay entre ritos es enorme, porque se ha transformado una fiesta socio-religiosa de estructura cristiana en una fiesta a secas, con un rito renovado cada año y reinventado para la sociedad de consumo. Los himnos religiosos (en su mayor parte debidos a la reforma luterana que fue un impulso cultural musical realmente importante) han quedado reducidos a un “Adeste Fideles” o un refrito del “Haleluya” haendeliano a través de los altavoces callejeros.
La distancia entre ritos es la misma que entre mitos. Había una leyenda cristiana en la que un matrimonio palestino de refugiados huía como podía y tenían un hijo por el camino; huían del miedo al imperio ocupante y al poder que asesinaba; los palestinos se refugiaron en el país de al lado con su bebé. Si les suena de las viejas navidades debería sonarle de las noticias de ahora mismo, con otros palestinos, otros refugiados y otros padres con bebés, pero todos con el mismo miedo. Aquella vieja historia de refugiados y pastores ya no está de moda, ni los mismos palestinos de ahora están de moda. Lo que impera es otra leyenda, una historia menor, inventada y de poco peso cultural, pero de gran peso comercial (a fin de cuentas en el Imperio lo que manda es la economía, ¡imbéciles!, que decía aquel emperador). La historia de ahora es de un rechoncho viejecito que vive en Laponia con unos enanos que le fabrican plaiesteixons y juguetes japoneses de última generación. La distancia entre las dos historias es la misma que hay entre la mula y el buey y Rudolf, el reno de la nariz colorada. Es la misma que hay entre Belén y Laponia. Sólo permanece inalterable Raphaël y su pequeño tamborilero. ¡Felices Christmas!.

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