viernes, 17 de noviembre de 2017

Los avisos y las verdades

J.A.Xesteira
Hemos llegado hasta aquí. De aquella manera, con el optimismo crédulo de los que pensábamos que lo que pasa nunca iba a pasar. Pero pasa y pasará mucho más. En todas las distopías literarias (por favor, vean en ese diccionario de la RAE, que tienen en el teléfono o en el ordenador, la palabra distopía, es gratis) que nos amenazaron con un futuro de echarse a temblar, figuraban algunos de los grandes logros de la estupidez humana, y otros nos los hemos inventado sobre la marcha. Uno de ellos, el más inmediato es el de la Idiocracia, casi de ahora mismo; la película distópica de Mike Judge, del 2006, hablaba en clave de comedia de un Estados Unidos gobernado por imbéciles, en un país antiintelectual, que niega el cambio climático, una sociedad obesa, ignorante, dominada por las grandes corporaciones y amante de la comida basura. ¿Les suena? Podíamos añadir que con un alto grado de paranoia hacia lo exterior y a un terrorismo innecesario (no les hace falta, los americanos se matan solos) La ficción venía envuelta en el formato de una comedia, pero la realidad, que la supera, no tiene nada de graciosa; más aún, la crítica a los Estados Unidos de Trumpo podría hacerse extensible a muchos países del resto del mundo (y no miren hacia afuera).
Los escritores que anticipaban un futuro que ya es presente (y pasado en muchos casos) nos mandaban avisos de lo que podía pasar, pero, como es de esperar, nadie hace caso de esos avisos. Por un lado, la literatura de ciencia ficción, anticipación o de los avisos de peligro sólo (nos) interesan a los frikis aficionados, a los convencidos de que el ser humano siempre la caga o a ese grupo heterogéneo, que los políticos suelen calificar con desprecio, de hipies-ecologistas-catastrofistas-pesimistas. El poder siempre se reinventa, pero los resultados de su ejercicio, democrático o no, están a la vista. Tiene el Poder la habilidad de disfrazar su discurso con palabras reinventadas. El que manda en todo manda también en las palabras; y si le llama ministerio de Defensa a lo que es ministerio de ejército y armamento, o de Interior a lo que es de las Fuerzas Policíales, o deceleración económica a crisis económica (crisis de la economía ciudadana, no de los datos macroeconómicos) ¿qué no hará con todo lo demás?. La incultura social, más amplia de lo que nos dicen las estadísticas (no se fíen nunca de las estadísticas y las encuestas, sirven al que paga el encargo) sabe que no puede confiar en las palabras que prometen futuros en las campañas electorales, pero después, a fuerza de leer siempre los mismos mensajes, acaba por creerselos. La última palabra de moda es “la posverdad”, que en realidad es una mentira disfrazada, adornada y reducida a afirmar cualquier cosa con tal de tapar una verdad evidente. Ejemplo: la táctica del PP de embrollar sus evidentes casos de corrupción y cuentas delictivas con la posverdad del independentismo catalán. O la de los independentistas catalanes en la posverdad, mucho más liada que una momia, de la independencia vista-no-vista. Todos han enterrado demasiado pronto al independentismo; unos se cuelgan medallas y otros se erigen como mártires de la causa, pero esa historia es de largo recorrrido, y lo que se enquista ahora acabará por abrirse algún día.
Pero los avisos nos anticipaban hechos, no palabras, y los hechos son contumaces y tercos. Esa tropa heterogénea a la que me refería antes, apoyada por científicos a los que nadie les hace caso, vienen diciendo hace años que el planeta no resiste tanta idiocracia ni tanta posverdad. Que producimos más mierda de la que podemos limpiar. Que en la vieja disyuntiva capitalista entre el estado de bienestar y la degradación del planeta, hace tiempo que se eligio, o, mejor dicho, eligieron aquellos que tenían el poder del dinero en sus manos, ofrecernos la posverdad de la comodidad y el bienestar a cambio de llenar el mundo de porquería.
Volvamos atrás, al tiempo de los avisos, pongamos, de hace cincuenta o sesenta años. Se vivía peor (aunque ese extremo es opinable) y no se producía basura que la misma naturaleza no pudiera reciclar; las gaviotas comían del mar y los basureros no eran una industria administrada por los gestores públicos y gestionadas por empresas privadas (con notables casos de sobornos porcentuales a políticos o a partidos). Los coches eran escasos y la producción de petróleo y carbón como energía eran relativamente aceptables. Pero ya había voces de aviso. Voces que decían que el clima podía ser alterado gravemente y lo íbamos a notar. Y lo notamos ahora, para nuestro mal, en el tiempo en que las gaviotas comen a kilómetros tierra adentro, de los basureros que la tierra no pude soportar, el consumo de petróleo y carbón, que tanto enriqueció a las multinacionales, ya es imparable y sus efectos incontrolables. Los acuerdos de las cumbres del Clima que todos los países del mundo han suscrito, nunca han servido para nada, mentían sus posverdades y lo sabían. A estas alturas se siguen firmando tratados climáticos que saben que no van a cumplir.
Y  mientras, se inventa un peligro distinto, para camuflar el problema de fondo. Puede ser el peligro ruso (los rusos siempre fueron un peligro, unas veces como comunistas, otros como capitalistas) que amenaza nuestras redes sociales y envía mensajes falsos, ya sea el gobierno de Trumpo o las elecciones catalanas de Navidad.
Pero la única verdad incuestionable es que aquí no llueve y ahora nos echamos las manos a la cabeza. Pensábamos que viviamos en el país de las aguas libres y cantarinas y nos vemos en la sequía más dura que vieron los tiempos. Hace años Galicia era verde y humeda; en noviembre de 2017 es quemada y seca. Estamos entre la verdad de Rosalía (adiós, ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos (…) non sei cando nos veremos) y la posverdad de los políticos que nos aseguran que todo está bajo control. Si uno de estos días vemos a la tropa política sacar un santo para que llueva, no nos extrañe. Será posverdadero.

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