sábado, 1 de octubre de 2016

Un raro en Ciberlandia

J.A.Xesteira
En rigor debería hacer ahora un  análisis crítico de las elecciones pasadas, pero a estas alturas ya está todo analizado críticamente por el coro griego de comentaristas-tertulianos-expertos-analistas (el coro griego avisaba primero a Agamenón: “¡Cuidado que te la juegas!”, y después de consumada la tragedia le decía: “¡Ves, ya te lo decía!”). Como en las tragedias griegas, la democracia es un juego que, como todos los juegos, sólo complace al que gana. Las cosas siguen rodando y los políticos creen que ya está todo hecho, pero vamos a ver cosas que antes no se habían visto.
Mi preocupación va más allá de los resultados electorales y sus consecuencias en la tribu. Es algo que me venía inquietando desde hace tiempo, pero que esta semana se hizo preocupante. Por circunstancias familiares tuve que hacer un viaje en coche. Sobre la autovía adelantaba coches o me adelantaban a mí, y en un porcentaje más alto de lo deseable, los conductores iban hablando por teléfono, unos de manos libres, otros de manos ocupadas. Por la sonrisa de todos los infractores de la ley del coche, debían hablar de cosas graciosas. No es que temiera que pudieran provocar un accidente (que podría ser) sino que me llamó la atención el número, la estadística.
Paro a comer en un restaurtante de carretera. En la mesa de al lado, una familia, padre madre y niño, están sentados, cada uno tecleando en su pantallita. Sólo levantan la cabeza para pedir de comer y, al punto, se meten otra vez a teclear en sus cuadrados mágicos. La familia que guasapea unida, permanece unida, pero en otro mundo. Alrededor hay bastantes comensales más atentos a sus tabletas (ahora llamadas tablets como consecuencia de una colonización del idioma ingles: sólo se colonializa a los más incultos, a los más débiles) que a sus platos. En otra mesa, un trio de hombres jóvenes, probablemente comerciales de una empresa (sus uniformes los delatan: traje sobrio pero cómodo y corbata oscura, aflojada para el plato del día) tienen un pequeño ordenador en la mesa y lo combinan con sus ifones personales, hablan entre ellos, pero quien  dirige la conversación es lo que aparece en sus pantallas. Comienzo a preocuparme, porque soy de los pocos sin pantallita en la mano. y los otros escasos desconectados o son bebés de chupete o ancianos/as del pasado extremo. Incluso la camarera pide la comanda con un pequeño ordenador de mano que maneja con el dedo pulgar, el dedo que marca la diferencia entre los  monos y el resto de los animales. Mientras espero recuerdo que hace unos días, en una sala de espera médica, nadie miraba las viejas revistas sobre la mesa; el “¡buenos días!” que pronuncié se perdió sin que fuera contestado ni siquiera por el eco; de las siete personas sentadas, seis estaban con el móvil en la mano y el séptimo dormía.
Llego a mi destino, meto en coche en un párking y cuando subo tropiezan contra mí dos muchachas adolescentes que tienen la vista clavada en sus teléfonos; salgo en un centro comercial, el sustituto de las antiguas plazas mayores, y grupos de chavales que en otro tiempo eran como las bandadas de vencejos, chillones y en movimiento constante, están mudos y con la mirada zombie atentos a sus pequeños rectángulos iluminados. La sensación de desclasado, de marginal comienza  a apoderarse de mí; me siento como la cucaracha kafkiana. Entro en un café y todo a mi alrededor son personajes no sólo conectados con sus tabletas, sus ipads, sus ifones (por supuesto, la cafetería tiene wi-fi) sino que gran parte de estos tiene las orejas rellenas de sonidos que entran por auriculares de botón, la ausencia perfecta. Yo también tengo un teléfono, claro, no soy un neardental, así que llamo a casa para decir que llegué bien, quince segundos y ya está; me siento frustrado. Mientras tomo el café reflexiono y reconsidero; desde hace algún tiempo, aquellas viejas cenas de amigos con alegrías y cuentos de la vida han ido reduciendo su puesta en escena. Nada mas sentarse todos sacan en teléfono y lo ponen encima de la mesa, como si fueran los revólveres de los pistoleros del Oeste en una partida de póker; constantemente acuden a la pantalla por si mandan algo o para mandar algo; las viejas discusiones sobre quien marcó el gol o como se llamaba aquella canción de los Rolling, que podía dar mucho juego y discusión, se acaba en un instante; simplemente uno de los ciberinformados le habla a su espejo mágico y el espejo no sólo le dice que es el más guapo, sino que le da el dato del gol y la canción. Me viene a la memoria otro fenómeno al que no pertenezco: los grupos. Hay grupos de feisbuk de todo tipo, incluso de gentes que ni se conocen pero “quedan”; otros temibles, como los grupos de mamás de niños de guardería o de preescolar, verdaderos lobbies digitales sobre los profesores que se echan a temblar cada vez que una mamá (o papá) comienza una frase con “¡Mi niño…!”; son grupos de presión dedicados a montar actividades extraescolares de inglés, piano o tae-kwondo para niños que, en realidad, lo único que quieren es manipular un videojuego. En ese instante recibo un aviso de mi compañía telefónica ofreciéndome ampliación de datos; otro de mi banco ofreciéndome un crédito hipotecario que puedo consultar pulsando aquí. Me doy cuenta de que las relaciones comerciales son ya a través de las redes digitales, los bancos serán invisibles dentro de poco y no habrá trabajadores de la banca a quien protestar, sólo pulsar pantallas. El dinero sólo será un concepto digital y toda nuestra actividad estará condicionada a bajar una aplicación nueva.
En este punto de percato de que todas las notas para escribir este artículo fueron tomadas con papel y lápiz. Me siento un raro, un desplazado, un “ninguén-que-vai-para-ningures”. Soy también de los pocos que no pertenecen al coro griego que imparte doctrina en la tragedia política socialista (en realidad una comedia de Aristófanes). Creo que debería hacérmelo ver.

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