viernes, 13 de julio de 2018

Libros, verano y otras cosas

JA.Xesteira
En verano las noticias deben venir refrescadas con gaseosa. Salvo las rutinas –asesinatos domésticos, ciclistas arrollados por conductores borrachos, alijos de drogas, sentencias judiciales variadas y variables y ese etcétera diario de noticias– y la parte política de las primeras páginas de los diarios, el resto del verano en prensa debe ser optimista –niños tahilandeses rescatados, nuevos fichajes en cualquier equipo y ese otro etcétera que nos acompaña la cerveza con patatillas (palabra de uso muy reducido y local).
Las noticias rutinarias a las que me refería, ya dejan casi indiferentes de manera peligrosa a los lectores, cada vez más insensibilizados y absorbidos por la realidad virtual, de tal forma que ya no se distingue a las claras donde empieza la vida y donde las aplicaciones del sistema. En verano deberían estar descartadas esas noticias que nos cabrean, que nos ponen mal el estómago, ya de sí perjudicado por las comidas y bebidas de los furanchos, que son una alegría en la mesa y una tormenta del desierto en la cama. En el verano habría que prohibir las noticias graves, y congelarlas para el otoño. Como por ejemplo la aparición de la fortuna clandestina y opaca de Juan Carlos I el Campechano, en manos de su “amiga íntima” Corina (un eufemismo entrecomillado que ustedes pueden usar a su entender); un asunto que traerá cola, pero altera el buen discurrir de la playa y la terraza. O la pretensión de Trump de que paguemos el doble de lo que pagamos a la OTAN (una buena disculpa para mandar a hacer puñetas a esa organización armada, en la que entramos con Felipe González –no lo olvidemos– que sólo ha servido para invadir países que no le gustan a los USA) Esas noticias no son para el verano, que es más de fútbol mundial, sobre todo ahora que ni nos va ni nos viene, o el traspaso de Cristiano (antes de llegar ya ha cabreado a los obreros de la Fiat); o el rescate de los niños tahilandeses, que es una noticia positiva (no el rescate de los niños sirios o libios, que es una noticia negativa y que cabrea mucho al ultrafascismo español disfrazado de demócrata).
El verano debería ser otra cosa, pero leo dos noticias graves, más de lo que parece; una, que la Real Academia regala sus diccionarios porque nadie los compra; otra: que hasta un 40 por ciento de los 225 millones de libros editados en España se devuelve para reconvertirlos en pasta de papel, venderlos al peso para rebajas o meterlos en algún almacén a la espera de cualquiera de las dos alternativas. La cosa es más grave de lo que parece, considerando que vivimos en un país de escasa cultura lectora (precisamente ahora que se han puesto de moda los clubs de lectura), con una ciudadanía que considera que los libros son caros (el español medio en general y el gallego en particular pueden gastarse sus cuartos en comer, beber y presumir de lo que come y bebe, pero gastarse el dinero en libros es algo que no entra en el perfil del experto en vinos e ibéricos.)
Lo del diccionario de la RAE se veía venir: está disponible en línea de forma gratuita. De cualquier forma, nadie consulta los diccionarios, ni siquera los periodistas, y a la vista de lo que se publica ahora, es evidente que el diccionario ni está ni se le espera (un ejemplo de discordancia del otro día, en un diario de importancia nacional: “Trump acusa a Pfizer de aprovecharse con sus precios de los pobres”, que es algo así como el famoso ejemplo de “zapatos para niños verdes”)
Escribir un libro es fácil, si tenemos en cuenta de que cada año se publican unas 30.000 novedades editoriales; si consideramos que por cada libro editado debe haber una docena de libros que no se editarán, echen cuentas de la cantidad de libros que se escriben al año y coincidirán conmigo que escribir es fácil, publicar, ya no tanto. Los que solemos rebuscar en las tiendas de libros usados o descatalogados sabemos donde acaba la moda (un ejemplo la famosa trilogía de Stieg Larsson se amontona en los segunda mano junto con códigos Da Vinci y otras modas) El espacio que antes ocupaba la literatura lo ocupan ahora colecciones de libros sobre comer y beber sano, artístico y en modo chef-de-cuisine; o de falsas novelas históricas o falsas series negras. De todo eso no quedará casi nada, pasará la moda y nadie sabrá que hacer con las toneladas de papel impreso. Las pequeñas librerías en las que conversamos con los libreros que aman los libros, sobreviven vendiendo cuentos infantiles que suelen regalar los abuelos. Hubo un tiempo en el que los organismos oficiales se convertían en editores de banalidades de lujo que regalaban. Eran libros “políticos”; gobiernos, diputaciones empresas y ayuntamientos, editaron libros que se amontonan en sótanos y fayados esperando la humedad y los ratones. Muchos de aquellos libros regalados fueron vendidos al peso; otros, como un amigo mío, destina a su chimenea en invierno unos cuantos tomos editados por la oficialidad imperante; en su acción purificadora se pone de parte del detective Carvalho de Vázquez Montalbán, y contradice la tesis de Manolo Rivas de que los libros arden mal (según mi amigo, los libros oficiales arden de maravilla).
Se suponía que los libros cristalizados digitales iban a salvarnos del papel, pero parece ser que no. El papel resiste y los e-books no avanzan. Lo importante, sin embargo, no es el soporte; acaban de encontrar un resumen de la Odisea, escrita en una placa de arcilla (resiste más que muchos libros de moda).
Ayer entré en una librería, compré un libro y el librero me dice que la bolsa hay que pagarla para eliminar plásticos; como ya me hice un converso antiplástico, me llevo mi bolsa de tela. El año que viene las bolsas serán, seguramente, de papel; a lo mejor el año que viene compararemos libros que irán en una bolsa de papel reciclado de la pasta de papel fabricada con diccionarios de la RAE que nunca se vendieron.

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