lunes, 19 de septiembre de 2016

Serie negra

J.A.Xesteira
Que la vida imita al arte es un tópico que, como todos los tópicos, parte de un hecho evidente. Una prueba es la cantidad de hechos novedosos, de noticias y de situaciones actuales que “nos suenan”, que ya las hemos visto en el cine, que nos sacuden brevemente como un “dejá vu”. Y no me refiero a esta especie de política de Sísifo que, cuando parece que estamos en el final de la escalada, se nos vuelve a caer la piedra para volver a empezar y elegir a un mismo candidato a la presidencia. No voy por ahí, sino por la novela negra y su correspondencia lógica, el cine negro. Estos dos conceptos, como casi todos los nombres culturales los pusieron los franceses; la novela negra la escribieron los americanos, eran novelas baratas, policíacas, de entretenimiento, que alcanzaron niveles de alta literatura cuando los autores se llamaron Dashiell Hammet y Raymond Chandler (con un puñado mas de seguidores del género). De todos, Hammett fue el grande, el íntegro, el hombre que combatió al fascismo en la guerra pese a ser fisicamente rechazado, el hombre que pasó por la cárcel por no delatar a sus amigos comunistas ante el tribunal de McCarthy. Perdonen la digresión. Los franceses le llamaron a estas novelas novela negra y a las películas que se hacían con esas novelas Serie Noir (los americanos conservaron el nombre en francés) El nombre pervive, pese a que la mayoría de las novelas que se escriben y las películas que se ruedan bajo estos nombres no son más que novelas y cine de polícías, malas imitaciones. El género tiene sus claves y sus parámetros que casi nunca se cumplen en este mundo globalizado y controlado por millones de ojos electrónicos.
Pero, a lo que iba; me encontraba la pasada semana leyendo un libraco precisamente sobre la Serie Negra (cine y novela) una especie de enciclopedia muy completa, escrita en España, al tiempo que compaginaba con una de las preciosas aventuras de Kostas Jaritos (novela negra de verdad, aunque con salsa griega) el policía del escritor Petros Márkaris, cuando me estalla una auténtica noticia de serie negra. Seguramente la han leído porque la publicaron todos los periódicos (los informativos televisivos no la dieron, porque no son de serie negra, sólo de anuncios por palabras y Noticia en el País de las Maravillas) aunque de manera de visto-no-visto. Fue esa noticia de que el obispo de Mallorca tenía una amante. Así, en seco, no parece un asunto digno de Sam Spade o Philip Marlowe; ni siquiera hay un asesinato. Pero sí que tiene elementos negros, aparte del chiste fácil de la sotana del obispo. Hay un secreto adulterio de la alta burguesía mallorquina, que implica al más alto representante del Vaticano en la isla; hay un marido (que se llama, ¡pásmense! Mariano España) que sospecha de su esposa y el obispo, y ¡un detective privado que investiga, saca fotos y graba conversaciones! La cosa acaba en divorcio y solicitud de anulación (los católicos lo tienen más difícil, porque no vale con romper el contrato, hay que pedir al Vaticano que desate en la Tierra  lo que ató en el Cielo, y eso sale por una pastón); al obispo adultero lo destituyen y lo mandan de auxiliar a otra parte (lo bueno que tiene ser empleado consagrado es que no te echan al paro). Y la novela se acaba ahí, sin tiros ni sangre, pero auténtica serie negra; cumple algunos de los requisitos básicos: un detective investiga; los trapos sucios de la política y la sociedad salen a flote y la historia es una ruptura con la moral convencional.
En el fondo es una buena noticia, porque, pese a lo escabroso del asunto, sólo se trata de un lío entre personas adultas, al margen de sus atributos eclesiasticos y de un adulterio burgués, una mezcla de “Madame Bovary” con “La dama del lago” (Chandler), y Humphrey Bogart por el medio. No siempre los obispos y sus noticias son recibidos con una sonrisa; la serie negra episcopal suele cabrear mucho más cuando se trata de casos de pederastia, silenciados durante años. En el caso del obispo de Mallorca nadie va a tirarles una piedra para condenarlos; en el fondo es un caso que nos gusta, como un bolero. La Conferencia Episcopal es, en sí, una organización corporativa  representante de una supranacional religiosa, en la que cabe de todo; por la parte que toca a su religión, que cada palo aguante su palio; pero, además, es una organización que necesita de grandes sumas de dinero para su funcionamiento, dinero que el Gobierno español proporciona con generosidad, echando mano del erario público, al tiempo que permite que la Iglesia Católica (entendida como organismo propietario de bienes inmuebles –posee más propiedades que cualquier otro organismo español, incluído el Estado–) disfrute graciosamente (en las dos acepciones, como chiste y como gracia concedida) sin dar cuentas ni pagar impuestos. En medio de esta serie negra (o “pulp reality”) el obispaje suele salir a los medios con frases para la historia, entre las que destacan las del inefable obispo de Córdoba, un cruzado contra los homosexuales (no dice nada de los casos de pederastia eclesiástica) o, incluso contra su papa. La lista de prelados ultramontanos y sus salidas de tono es larga, pero incluso entre los más anticlericales se reconoce que no todos son iguales; hay obispos y obispos, de la misma manera que hay películas de serie negra y hay películas de polis. Es la distancia que hay entre Tarancón y Rouco Varela, la misma que hay entre Robert Mitchum con gabardina y Chuck Norris con cazadora.
El caso del obispo mallorquín (título muy propio para una novela) es lo único que echa un poco de arte a estos días; como una película de serie negra filtrada por Woody Allen. El resto de este final de verano ni es arte ni es negro, es sólo gris ratón, vulgar y repetitivo, como el enésimo capítulo de una mala serie de televisión. Nos salva de la vulgaridad la versión actualizada de “Adios, muñeca” (Chandler) que el Gobierno está rodando con Rita Barberá.

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