domingo, 25 de enero de 2015

El emporio de la ley

Diario de Pontevedra 23/01/2015 - J.A. Xesteira
Hace más años de los necesarios me ocurrió un incidente gracioso (si les parece). En los tiempos de la Transición, cuando todos se se hicieron «demócratas de toda la vida», salía yo del periódico en el que trabajaba a altas horas de la noche (por aquel entonces, los periodistas trabajábamos de noche, como otras profesiones con «p»: policías, panaderos y putas) y circulaba por la ciudad para tomar una copa con los colegas de redacción. De pronto me encuentro, en medio de la calzada, a dos personas charlando; los reconocí al momento como dos conspícuos políticos, y reconocí al mismo momento que disfrutaban de un nivel etílico elevado. Los esquivé con cuidado mientras ellos seguían en medio de la calzada, cada uno con la mano en el hombro del otro, no sé si por mantener el equilibrio o por exaltación de la amistad. Recordé que el partido de aquellos dos políticos había celebrado esa noche un mitin de campaña, y ahora, los eufóricos mitineros lo celebraban en un pub cercano, al que, posiblemente se dirigían los dos políticos. No diré ni el partido ni los nombres de los dos, uno de ellos ya caducó hace años, y el otro no. Pero si pudieramos usar la máquina del tiempo y nos hubieramos acercado a los padres de la patria y les dijéramos que por estar allí y en aquel estado, al correr de los años les multarían, de acuerdo con unas leyes que sus sucesores aprobarían en el Congreso, no se lo creerían. Pensemos en la época: en los coches había cinturón de seguridad en los asientos delanteros, pero no era obligatorio ponerlos; los niños iban sueltos en los asientos de atrás, a su bola; no existían chirimbolos para soplar y medir el alcohol; no había puente de Rande ni autopista, y la velocidad en la carretera nacional era prácticamente libre, sólo condicionada por el tráfico (por cierto, cualquier distancia entre Vigo y Pontevedra, con un seiscientos, tardaba la mitad de lo que se tarda ahora con un BMW); tampoco existían los teléfonos móviles ni los ordenadores. Parece que estoy hablando de la prehistoria, pero si lo piensan bien y echan cuentas, verán que sólo fue ayer por la tarde, una milésima de segundo en términos históricos. 
El contraste que intento traer con la anécdota de los dos políticos está en la aprobación por políticos similares de la Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, todo un largo nombre para un concepto más simple: Ley de Multas de Tráfico. Porque, no nos engañemos, todo se reduce a eso: inventar cada vez más circunstancias por las que le pueden poner una multa al ciudadano, no sólo por hacer una barbaridad conduciendo su coche, sino, incluso, caminando tranquilamente por una acera humanizada de cualquier ciudad. La cuestión es estrechar el cerco sobre las personas para meterles una multa por cualquier motivo. La sensación en la ciudadanía ya ha originado una frase muy repetida: «es por afán recaudatorio», dicen, cuando podían decir: «van sólo a por la pasta». Y parece que cada nueva medida va en ese camino: multar a todo aquel que pase de la raya, aunque sea un pelín; tomar todas las medidas, legales, mecánicas, con todos los dispositivos (radares, guardias en carretera, helicópteros) para multarle si comete una acción punible, aunque no haya habido ningún incidente. En la nueva ley, ya no sólo se multará al conductor que dé positivo en el soplo alcohólico, sino también al peatón borrachito. Los dos políticos del tiempo pasado podrían acabar entre rejas. Y llegamos ya a un punto en el que se mezcla la falta de sentido común (casi me atrevo a decir la estupidez) con ese afán recaudatorio que comenta la gente, el multar por multar (siempre bajo el amparo de unas leyes que cada vez parecen más una invención absurda) todo en beneficio –dicen– de la ciudadanía, de evitar muertes y heridos en accidentes de circulación, algo que saben que es imposible. No consiste en meter multas sino en una simple regla de tres: cada vez hay más vehículos circulando y cada vehículo lleva unas rifas para un accidente, y por tanto habrá siempre más accidentes, por mucha ley absurda que se les ocurra. La «multabilidad» avalada por las leyes llega a extremos que parecen de chiste de Gila: multa por besarse al volante, multa a la procesión por interrumpir el tráfico (¿se les hizo control de alcoholemia? a lo mejor el cura daba positivo en vino de misa), y la multa más española (por surrealista): multa a un coche que iba encima de una grúa por exceso de velocidad. De seguir con esta escalada, dentro de poco podrán multar por meterse el dedo en la nariz en los semáforos (es una costumbre innata) o por llevar la música makinera en el coche (incluso podría desarrollarse un decreto ley para que la música de los coches sea de Marca España: zarzuela y El Fary). Coñas aparte, en todo este «afán recaudatorio» parece subyacer un negocio que recuerda a aquel personaje de la Escopeta Nacional de Berlanga, que quería que el ministro hiciera una ley para obligar a poner porteros automáticos en todos los edificios y forrarse con la concesión. ¿Quien se forra con los cascos de ciclistas obligatorios o, peor, con las sillas de niños? Calculen: cada niño, una silla en el coche de los papás, otra silla en el coche de un abuelo y otra en el otro abuelo (los abuelos son los trasportadores de niños del colegio). Es decir, tres sillas por niño. Ahora se entiende que la población disminuya; cada niño trae, por ley, demasiado gasto: tres sillas, una chichonera de bicicleta, y un largo etcétera. 
Los políticos borrachitos de aquella transición no lo entenderían. Pero seguramente aprobarían estas leyes que regulan la velocidad hasta de los caminantes. Es, como en el tango, una falta de respeto y un atropello a la razón; han atropellado a la razón y se han dado a la fuga. Propuesta: poner controles de alcoholemia en la entrada al Congreso. Al Senado, no, es como una de esas autovías por las que no circula nadie.

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