domingo, 13 de octubre de 2013

Pongamos que hablo de Madrid


Diario de Pontevedra. 12/10/2013 - J.A. Xesteira
Una de mis debilidades confesables es ser músico callejero. Creo que fue en Viena, hace años, que me entró el gusano roedor al ver en la calle principal de la ciudad de la música por tópica excelencia a tantos músicos de esquina: jóvenes que practicaban sus estudios académicos en la acera al tiempo que abrían el estuche del violín y se sacaban unas perras; un arpista suramericano que tocaba joropos; el habitual imitador de Dylan que ensayaba sus guitarrazos para, si hubiera suerte, actuar en algún café de noche; y el flautista ocasional que se había aprendido una melodía a duras penas y buscaba unas monedas en la plaza. El esquema se repite a lo largo y ancho del mundo. Las ciudades quedan definidas por rasgos que raramente aparecen en las guías de viaje o en los folletos de propaganda municipal. Los músicos callejeros definen muy bien a una ciudad, igual que los rastros (una ciudad sin rastro o mercado de pulgas es una ciudad sin identidades) y las plazas y jardines. Las ciudades se definen por la calle, no por los grandes edificios y museos, que no son más que los garajes de la cultura pasada. Desde hace unos años, también se definen por los grafitti y por esos diseños a plantilla que mezclan dibujo y mensaje. La globalización ha provocado un fenómeno de clonación en las ciudades, que repiten esquemas y marcas registradas: las señas de identidad comercial de cada lugar es sustituido por símbolos que no necesitan explicación: Zara, H&M y demás son repeticiones mundiales, junto con las cadenas de cafés, hamburguesas, comidas rápidas y otras tiendas que han conseguido vender sus basuritas gracias a la comodidad que supone no tener que explicar lo que se vende. Hay ciudades que decaen, ciudades que se mantienen y ciudades que crecen en armonía. Basta hacer una re-visita con años por medio a cualquiera de aquellas ciudades que nos gustaron y comprobar como está la cosa. Una de ellas es Madrid, «espejo de las Españas» que dijeran un día los propagandistas del centralismo. Madrid era el paradigma de las ciudades con vida a tiempo completo, vital, libre, anárquica, alegre y era, de alguna manera ese espejo en el que se retrataban las demás ciudades, la meta de lo que se podía ser como ciudad. Barcelona era otra cosa, iba de europea y acabó en una pieza de diseño; tiene mar, que es un valor añadido, pero a los barceloneses les gustaba más la espontaneidad del «¡Al fondo hay sitio, oiga!» madrileño que la pose de «gauche divina» barcelonesa. Ahora mismo, el Madrid deprimido porque los chicos de las olimpiadas no lo «ajuntan», es una ciudad en retroceso, ejemplo para el resto de las ciudades de lo que no se debe hacer. Con una deuda que no pagarán las tres generaciones siguientes y una bajada del turismo alarmante, debería mirarse en los ejemplos de ciudades que buscan su sostenibilidad en el atractivo que supone hacerla cómoda y habitable para sus propios residentes. En lugar de ello, los dirigentes municipales madrileños se han lanzado a una carrera de locos por convertir la ciudad en una empresa rentable. Y siguiendo su afán de cobrar por todo (de alguna manera es como privatizar la calle) acaban de destapar la gran idea de controlar a los músicos callejeros mediante un examen de aptitudes. Ignoro como será el examen y si darán carnet, pero la simple idea de hacer pasar por un filtro a los músicos libres me revuelve las tripas (¿Usted que toca?¿Clásico o moderno? A ver, los andinos del charango, para este lado, y los rumanos del acordeón para este otro. Los perroflautas, fuera. No se admite más grupos que el trío. ¿Los de jazz? Sólo saxos y guitarras, nada de baterías.) La Junta Municipal madrileña dice que quiere comprobar que se trata de una actividad musical «real» y no una manera de conseguir unas monedas. Cuando a la estupidez se une la prepotencia y la burocracia aparecen estos monstruítos municipales. El fin de todo músico, desde el más desafinado perroflauta hasta los Rolling Stones o Daniel Barenboim es que le paguen «unas monedas» por la música que acaban de hacer sonar. Burocratizar una actividad callejera libre en aras de una pretendida tranquilidad vecinal es no entender que una ciudad es un ser vivo que debe vivir en libertad. Pretender amaestrar a los músicos y darles carné de callejeros es matar la vida ciudadana. La última vez que estuve en Madrid vi una ciudad hacia abajo, decadente sin la belleza de la decadencia artística. De aquel otro Madrid vivo que gustaba a los catalanes queda un Madrid sin cines; desaparecidos viejos cafés y tabernas, su espacio está ocupado por cadenas multinacionales de café-para-llevar y bares repetidos sin gracia; los viejos teatros y los grandes cines se reciclaron en espectáculos musicales, copia de Londres y Nueva York; los letreros ya clásicos color rojo de «Se alquila-Se vende-Se traspasa» están pegados en los cristales de viejos comercios, antiguos bares, librerías, pequeños restaurantes... La ciudad que muchas otras imitan está empufada hasta el morro y lo único que se le ocurre a sus gobernantes es multar a los seres vivos que sobreviven como pueden, putas, aparcacoches, vendedores ambulantes, y, finalmente, músicos. Al resto lo someten a la burocracia que hay que pagar en forma de multa, por cualquier cosa, por no llevar casco en la bicicleta o por cantar sin carné de cantor. Madrid es el ejemplo que han seguido muchas ciudades, grandes y pequeñas, y que ahora se encuentran con deudas desorbitadas que acaban en despropósitos ciudadanos. Ciudades con gobernantes más atentos a salir en la foto cortando la cinta inaugural que a hacer una ciudad más habitable. Todas las que han seguido su ejemplo están en la misma situación. Otras (y tenemos ejemplos cercanos) han preferido resolver su espacio con soluciones humanas. Cuando se intenta encerrar la música de la calle en una solicitud municipal con registro de entrada es que la calle ha muerto. Y a mi me chafaron la pretensión de tocar en Madrid.

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