jueves, 30 de junio de 2011

Señal de identidad

Diario de Pontevedra. 30/06/2011 - J.A. Xesteira
Escuchaba el otro día a Giorgio Gaber, un cantante ya fallecido, creador, junto con el premio Nóbel Darío Fo y otros ilustres colegas de lo que llamaron “teatro-canción” (no busquen sus discos, se pillan en youtube o internet sus actuaciones, un prodigio de monólogo provocativo, anarcoide, político y musical de gran altura) Las críticas de Gaber a su sociedad italiana eran demoledoras, poéticas, tiernas y razonables, repartiendo leña tanto a la derecha como a la izquierda; de sus críticas, artísticas y teatrales no se escapaba ni Dios ni el Diablo. Quiero hacer hincapié en su enorme importancia, por ser prácticamente desconocido en España. Gaber era un artista necesario y sus largos parlamentos musicales hacían aflorar sonrisas y ponían un espejo delante de la sociedad. Una de sus canciones escenificadas (se puede ver en youtube) se titulaba “Io non mi sento italiano”, y en ella se dirigía a su Presidente para decirle que no se sentía italiano, no participaba de todas las circunstancias y cualidades que definen a un ciudadano para sentirse (en su caso) italiano o (en otros casos) de cualquier país, entendido como institución patria y oficialmente santificada por las señas de identidad, democráticas o no. Gaber desgrana todas las señales patrióticas, desde el himno nacional hasta los héroes históricos, y afirma que no le hacen conmoverse ni inmutarse; ni el fascismo ni Garibaldi, ni el fútbol ni la democracia. En realidad no se siente identificado con todo eso que cada día aparece en las televisiones y que son el certificado de identidad de un ciudadano, más allá de la simple pertenencia a un censo electoral, a un padrón municipal o una declaración de hacienda, que serían la santísima trinidad que nos controla. Gaber desmenuza todas esas “identidades” y afirma que a él no lo identifican, un poco en la línea anárquica que Brassens, que sería su padre músico-espiritual, afirmaba con aquella “Mala reputación” que lo llevaba a quedarse en la cama y no participar de la fiesta nacional. Giorgio Gaber, un tipo flaco, amigo de todos los grandes cantantes italianos de cualquier signo político, se lamentaba de que, a pesar de no sentirse italiano, no le quedaba más remedio que serlo, “por suerte o por desgracia”. Ese es un pequeño drama de los que sabemos que somos de un sitio pero no nos identificamos con esas señas de identidad que suelen aparecer en las grandes ocasiones, los himnos, las banderas, los colores, los triunfos deportivos, la nostalgia por pasados en los que creíamos haber sido algo que ya no somos. Discutía hace unos días sobre este tema con algunos amigos (y lo discutíamos en el viejo sentido de la palabra discutir, nada que ver con tertulianos políticos ni con verdulerías del corazón) y no llegamos a entendernos del todo. Planteaba esa carencia (o esa virtud, ¿quien sabe?) Yo tampoco me siento español ni gallego ante algunas de las llamadas “señas de identidad” y tradiciones variadas. Sé (sabemos algunos de los que participábamos en el debate) que somos gallegos por nacimiento, por la lengua común, por el tipo de alimentación, por paisaje y por la evidencia de estar aquí y “sabernos” de aquí. Pero eso de “sentirse” es más una necesidad de ponerle nombre a las cosas, de identificar una serie de actitudes y de elevar de rango y categoría “lo nuestro”, aunque muchas veces lo nuestro sea algo de muy dudosa idiosincrasia. Cuando la señales de identidad son rimbombantes, la cosa es solemnemente absurda: bandas de música, banderas, desfiles, caras serias y miradas al frente. Pero cuando la cosa entra en el terreno de la tradición, entonces ya es un desmadre muchas veces rayano en la estupidez. El adjetivo “tradicional” es un saco lleno de peligros, en el que cabe una supuesta música celta que repite unos esquemas de hace un par de siglos a lo mucho, hasta una serie de festejos “de toda la vida”, de no más de cincuenta años de invención. Cada vez que veo uno de esos actos folklórico-religiosos pretendidamente tradicionales, en los que se juntan fanatismos con alegrías mezcladas con alcohol, decididamente, no “me siento” de esa tradición. Desde la llegada de los calores comienzan a florecer las tradicionales idiosincrasias a lo largo de España. Desde el paseo de la Virgen del Rocío (un fanatismo catártico en torno a una figura del tamaño de una muñeca barbie), con su correspondiente mal fario de este año al romperse un varal de plata maciza del trono, hasta los tradicionales encierros de toros detrás de una tropa de mozos, pasando por las mil fiestas en torno a cualquier cosa comestible, todo es “tradicional”, dudosamente tradicional, pero como si fuera “de toda la vida”. La mayor parte de las tradiciones festivas son tradiciones tontas, cuando no peligrosas. La vieja tradición pagana del fuego de San Juan se convirtió en una noche de mil incendios, cada cual más grande. Ya no son hogueras de barrio, más o menos pequeñas, son verdaderos incendios romanos. La utilización de una playa como la de Riazor para llenarla de un rosario de incendios variados es un despropósito medioambiental, a la vez que una estupidez. Pero este año, además hubo muertos, y con ello la tradicional hoguera comienza a ser un despropósito peligroso. Los toros de cualquier pueblo del Padornelo para abajo, que siempre pillan a un par de majaderos más o menos borrachos, se mantienen por “tradicionales”. No así las corridas de toros, que son señal patria para muchos, pero que llevan camino de desaparecer, no tanto por las prohibiciones legales, sino por otras cuestiones; son espectáculos caros que no compensan económicamente. Además, no dejan torear a los niños, porque es un asunto peligroso. Pero si dejan a los niños, que no tienen carnet de conducir, manejar unas motos muy potentes con las que se parten poco a poco las clavículas hasta, de vez en cuando, matarse en la pista. Estos héroes motorizados dejan alto el pabellón español y hasta el rey Juan Carlos los felicita. Creo que debe ser un defecto particular, pero no me siento muy identificado con las proezas de los héroes de mi país ni con todas las tradiciones absurdas. Aunque, por suerte o por desgracia si sé de donde soy.

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