domingo, 31 de marzo de 2013

La ley y la trampa


Diario de Pontevedra. 31/03/2013 - J.A. Xesteira
Es un viejo refrán aquel de que quien hace la ley hace la trampa, muy utilizado en la Galicia rural, antiguamente pleiteadora y ahora menos (la experiencia del gato escaldado vale para algo). Era uno de esos malos hábitos que creíamos que con la democracia desaparecerían (como los enchufes, el pesebrismo, chupar del bote, el nepotismo, el favoritismo y unas cuantas enfermedades sociales más) pero no fuimos capaces de hacer una democracia que sanara estas viejas verrugas. La ley con trampa sobrevive en una sociedad que valora y premia a los listos, los que tienen suficientes recursos económicos y escasa ética como para saltarse las leyes y buscarle el lado oscuro. El refrán necesita, para su debido cumplimiento, de unos legisladores que dicten leyes adaptadas a las necesidades de un poder detentado y no merecido, pero también una ciudadanía que sea cómplice con ese estado de cosas y que mire con envidia a los listos que son capaces de buscar los tres pies al gato legal. El triunfador, el que se hace rico bajo la sospecha de ilegalidades no demostradas, encubiertas y amañadas con expertos bien pagados siempre fueron admirados en nuestra sociedad. Claro que, cuando el mismo triunfador es derribado del pedestal, los mismos admiradores se encargan de ponerle la soga al cuello. Es un juego que se mueve entre las sospechas de delito y la aceptación de que las cosas funcionan así, entre la ley y la trampa. Por eso, cuando se habla ahora tanto de la financiación ilegal de los partidos todo el mundo pone cara de ya-lo-sabía y de todos-son-iguales, como algo supuesto e implícitamente aceptado. Incluso algún cargo político lo dice a las cámaras de televisión. Se supone que ningún partido puede tener tanto dinero como para sostener la enorme estructura, al menos de los dos más grandes, con centenares de personas pagadas y empresas subsidiarias trabajando eternamente para una campaña electoral constante. Pero en la maraña del proceso de financiación ilegal del PP, entre tramas Gürtel y papeles ocultos aparecen barbaridades que demuestran que en este país, puestos a hacer estupideces somos invencibles y si hay que gastar dineros, vamos más allá de lo que la ley y la imaginación más fantasiosa pueden prever. Somos capaces de ajustar a la ley y al sentido común gastos en aeropuertos, teatros, museos, parques deportivos y otras estructuras por el estilo, sin utilidad alguna. Incluso salen a la luz ahora mismo (es una de las virtudes de las vacas flacas) ayuntamientos que se han gastado los presupuestos de todo este siglo dentro de la más absoluta legalidad. Durante las vacas gordas todo funcionaba y todos fuimos cómplices de aquella situación, incluso los estafados por los bancos y sus hipotecas, que nunca pensaron que aquel sueño era en realidad una pesadilla. Los partidos políticos buscaron el revés de la trama legal para crear una infraestructura de captación de votos, los bancos colaboraron con dineros a fondo perdido, porque, gracias a ello, tenían patente de corso para estafar legalmente a los incautos. A su favor tenían varias circunstancias; la lentitud habitual de la Justicia y de su estructura (agravada por la sospechosa escasez de medios para que los juzgados y sus trabajadores puedan desempeñar su función eficazmente); la posibilidad de contar con expertos bufetes de abogados duchos en buscar la trampa de la ley; la resignada aceptación popular de que los poderosos siempre se salen con la suya y nunca reciben su merecido. El hecho de que los nombres que entran en los juzgados comiencen a ser famosos, políticos, yernos reales, empresarios y demás, hace que resurja esa vieja lamparilla de fe en que no todo es trampa y que algo de ley debe quedar para castigo. España está ahora mismo a la cabeza europea de varias cosas: la mayor producción de parados sin horizonte, la mayor exportación de emigrantes altamente cualificados (que costaron al país una pasta gansa en la época de vacas gordas) y el mayor índice de encausados por corrupciones, financiaciones ilegales y chorizadas varias de alto standing. No somos los únicos, en Francia acaban de encausar (aquí utilizamos la frase de «llevar a los caballitos», una feliz y brillante manera de expresarlo) al mismísimo Sarkoszy por financiarse ilegalmente con dineros de una anciana no muy cuerda; antes fue Chirac y antes Giscard los que tuvieron que rendir cuentas por ilegalidades. Y en Italia sucede lo mismo, aunque allí la cosa es menos grandiosa y un punto más cómica. Parece que el cóctel de política, finanzas y ley no se mezclan bien. Entre esas fuerzas se mueve el mundo, entre la sospecha de ilegalidades en el poder que difícilmente llegan a la sala del juzgado, y los esfuerzos de algunos defensores de la justicia que tratan de enderezar las cosas. Un tira y afloja entre el bien y el mal. Eso se acepta. Es una regla del juego. El que la hace, la paga, si es que se puede. El verdadero problema llega cuando ya no se respetan ni las formas y se dice a las claras y de manera cínicamente normal: si la ley dice una cosa buscaremos la forma de hacer otra. Lo acaban de decir en el caso que lleva el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que analiza la legalidad de la doctrina Parot. El Gobierno de España, aún antes de que se dicte sentencia ya avisa de que hará “ingeniería jurídica” si fallan contra él. Es decir, antes de que haya ley ya se avisa de que habrá trampa. Si no nos gusta le ley, la torcemos hasta que diga lo que queremos que diga. Puestos a ello podrían hacer lo mismo y buscan ingenieros legalistas que tuerzan las leyes a favor de los desahuciados o de los estafados por preferentes. En las trastiendas de los consejos de justicia y tribunales superiores se enfrentan modos y maneras de entender las leyes. Los ciudadanos no tenemos ingenieros ni fe en la legalidad vigente. Tenemos un auténtico Gobierno marxista, de Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros».

sábado, 23 de marzo de 2013

Cambia, todo cambia


Diario de Pontevedra. 22/03/2013 - J.A. Xesteira
Nadie se acuerda ya del papa Benedicto, retirado en esa especie de exilio a petición propia, y todos los focos están situados sobre Francisco. Al margen de todos los chistes fáciles que ya se han inventado sobre la marcha (como el de «los hombres de Paco» para sustituir a la guardia suiza) el nuevo jefe de estado vaticano, obispo de Roma y representante de Cristo en la tierra está siendo observado, estudiado, comparado, analizado e investigado en su pasado para saber por donde pueden ir los tiros de la Iglesia Católica. Cualquier pequeño indicio diferencial con respecto al antecesor, a la curia, al estilo imperante en las intrigas cortesanas es diseccionado para creer que los tiempos van a cambiar. Quizás se deba más a los deseos de que los tiempos cambien que a la lógica del tiempo que corre a su ritmo. Quieren ver aires nuevos en la católica organización para que, de alguna manera, cambien otras cosas más mundanas, como los tiempos de crisis y la depredación del Capitalismo. Quizás un regreso a otros tiempos pasados del papado traiga aquellos otros tiempos que se correspondían con ese papado. Algunas voces han comparado la elección de un papa argentino, raro, con poca majestuosidad, más de parroquia de barrio que de diócesis capitalina, con aquella otra de la década prodigiosa de Juan XXIII, un cura gordo con pinta de pardillo, que resultó la gran figura de su tiempo; claro que su tiempo era un tiempo especial, con un Vaticano II y dos encíclicas, una para los trabajadores y otra para la paz en el mundo. La necesidad de que aparezca alguien en el momento actual que catalice los deseos de que todo cambie de verdad y no al estilo lampedusiano, provoca esa búsqueda de detalles en el nuevo papa que hagan concebir esperanzas. Un compatriota del obispo Bergoglio, cantaba aquello de que «Cambia, todo cambia...» Y en eso están todos, esperando que las cosas cambien. El papa Francisco es jesuita, una organización religiosa que solía tener un jefe al que llamaban «papa negro» y que no iba por lo caminos marcados por la curia y las fuerzas dominantes (léase Opus Dei y variaciones sobre el mismo tema) y eso se quiere ver como una novedad con difícil lectura y pronóstico. Por otra parte se le echa encima la sospecha de colaboracionista con la dictadura argentina, pero ese tema es mucho más difícil de explicar en un contexto, el argentino, dividido entre los que asesinaban, los asesinados y una ciudadanía pasmada y catatónica, sin respuesta ni acción. Irán apareciendo nuevas señales de su pasado, a favor y en contra. Y se verán sus gestos, su aspecto físico, sus pequeñas cosas, como indicios de los deseos de cambio. La misa del día de San José en la Plaza de San Pedro fue analizada hasta por el forro. Cada actitud de los líderes mundiales que estrecharon la mano y besaron el anillo papal (un anillo «pobre», de plata dorada, un gesto) fueron repasados para ver si la izquierda revoltosa suramericana se portaba educadamente con la institución. No hubo problema; todos colaboraron. La ropa del nuevo pontífice parecía de mercadillo, por comparanza con la de su antecesor, de diseño más pinturero; Francisco I llevaba zapato negro jesuita en lugar de rojo púrpura y su casulla parecía más un poncho que la capa recamada al uso (eso lo remarcaron los informativos televisados). Además se bajó del coche descubierto y se paseó a pie de adoquín, un hecho insólito y contrario a la paranoia de los tiempos que corren, llenos de guardaespaldas y cámaras de vigilancia. Para un tipo criado y vivido en barrios pobres de Buenos Aires, pasear por San Pedro con todo el servicio de gorilas con pinganillo y pistola en la sobaquera no es ningún alarde, aunque sea un papa de Roma. Por último, en su discurso usó palabras en desuso, que sorprendieron al personal analista. Generalmente los discursos papales son una colección de buenos deseos y retórica elemental: hay que ser buenos, rezar por la paz y el hambre del mundo y cuatro tópicos más. Pero Francisco I, de pronto, pide que trabajemos para conservar la tierra y pidió al mundo algo insólito: la ternura. Eso si ya es una señal, una bomba de profundidad. ¿A quién se le ocurre reivindicar la ternura, en estos tiempos que corren?¿Cómo se combina la «tenerezza» con la economía, el poder, la dura lógica de los grandes capitales, la indignidad de las leyes hechas a medida de la explotación de los más débiles? ¿Ternura? Me temo que a estas alturas, esa palabra debería ser subversiva, prohibida y sometida a vigilancia por las fuerzas del orden. Este tipo no sabe lo que dice, aunque lo haya dicho para el mundo entero. Mal empezamos. O bien, quien sabe. Puede que ese sea un indicio de que algo va a cambiar. Y a lo mejor por ahí podemos evitar que la caldera reviente. En todo el mundo se está ejerciendo, por parte de los que detentan los poderes que nadie les dio, una violencia sutil, encubierta, disimulada, creciente, difícilmente soportable, que puede acabar en una reacción igualmente violenta, de igual intensidad contra las instituciones, personas y fuerzas de opresión con resultados imprevisibles pero lógicos. La última guinda colocada sobre la clase media de los chipriotas a la que piden pagar con sus ahorros de toda su vida los desbarajustes que los ricos banqueros perpetraron desde sus negocios puede ser un detonante sin control. La vieja fórmula de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas puede acabar como un rosario de la aurora. Pero Chipre decide cambiar y tomar otra vía, aún no se sabe cual, pero la iglesia ortodoxa ya ofrece dar al César lo que tenía Dios en sus bancos; algo es algo. Probablemente hay que reinventarse, tanto en Chipre como en España, y decirle a las cabezas dirigentes que la frase que había pronunciado Clinton ya no vale: «No es la economía, imbéciles, es la ternura». El nuevo papa quiere una iglesia pobre para los pobres. Lo primero le va a ser difícil, lo segundo es seguro.

sábado, 16 de marzo de 2013

Embalsamados


Diario de Pontevedra. 15/03/2013 - J.A. Xesteira
Todos los líderes son carismáticos, si no, ¿qué porquería de líder serían? Hugo Chávez supo labrarse el carisma a golpe de efectos especiales, como los de aparecerse a sus fieles en la televisión, de la misma manera que los santos y los dioses se aparecen a pastorcillos o a San Pablo camino de Damasco (actual Siria bombardeada). Chávez desplegó ante los ojos del pueblo venezolano, empobrecido por variados gobiernos que hicieron de la corrupción un estilo, las viejas consignas, el sable de Bolívar, el populismo de las revoluciones contra los gachupines, y los uniformó con los colores de su partido, su boina y esa insufrible cazadora de chándal con los colores de la bandera. Y les arregló un poco la vida; no lo bastante como para salir de pobres, pero si lo suficiente como para darles esperanzas, un poco de orgullo y dignidad en pequeñas dosis y grandes aspavientos. El líder carismático hizo bandera de su lucha contra la corrupción y él mismo se mostró incorruptible. Sus fieles ahora llevan un paso más allá la incorruptibilidad y lo embalsaman. Es una norma de los santos, sean cristianos o no; desde Santa Teresa (que sólo es medio incorrupta, un brazo apenas) hasta San Felicísimo, que es un santo de mi infancia, que viajaba por el vecindario en una de aquellas capillitas de madera, tumbado en una cama vestido de obispo o algo así, hay una larga lista de personas que murieron en olor de santidad (¿a que huele la santidad?; es una pregunta de anuncio de compresa) y permanecieron incorruptas en su sepulcro. Para los por si acaso, como Chávez, mejor confiar en la ciencia y convertirlos en momia-maniquí. La técnica forense hace virguerías con un cadáver. Con motivo de la muerte de Chávez han salido a la luz los ilustres que podemos ver en sus cajas de cristal, como Blancanieves, y otros que duermen el sueño eterno tal cual eran en el momento de la esquela. Todo el que haya viajado a Moscú habrá hecho cola ante el mausoleo de Lenin, el más famoso; pero también están visibles Mao en Tiananmen, Ho Chi Min en Ciudad Idem (en contra de su parecer; quería ser incinerado), Juan Pablo II en alguna cripta del Vaticano, o los líderes coreanos en sus megamausoleos. También supimos estos días que Dalí fue momificado (en sus últimos días ya parecía más egipcio que ampurdanés) y Perón y su esposa, la más célebre momia que viajó después de muerta en una turbulenta historia de espionajes y misterios (leer “Santa Evita”, una excelente novela de Tomás Eloy Martínez). Las variantes de esa inmortalidad aparente vienen del antiguo Egipto y sus faraones amojamados bajo la Más Grande Arqueología Jamás Construida; y la otra especialidad, moderna, es la de los que, como Walt Disney, están metidos en una nave de ultracongelados a la espera de no se sabe qué. Lo importante es que no se puede desperdiciar la utilidad pública de un cuerpo carismático y el posterior beneficio económico, político y social de un santo, vaya vestido de romano o con uniforme de las fuerzas armadas bolivarianas. El viejo culto a la muerte y al más allá se traduce en un uso interesado en el más acá y se acentúa así la necesidad de reciclar el envase del espíritu que en vida animó a los votantes a elegir presidente a Chávez, a caminar la Larga Marcha de China desde el comunismo del Libro Rojo hasta el Capitalismo de Blade Runner, o, simplemente, a aprovechar el pasen-y-vean de la Plaza Roja, como un espectáculo turístico. Los santos siempre han dado buenos beneficios, ya sean incorruptos o en procesión. De aquí a las próximas elecciones venezolanas veremos la nueva etapa de su revolución con el líder metido en su hornacina y comprobaremos la eficacia de la fórmula de mantener al yacente ante los saludos militares de los que van a desfilar delante su cadáver. Las diferentes modalidades sepulcrales merecerían una enciclopedia. Van desde la humildad incinerada de Gandhi (polvo al viento, “dust in the wind” que cantaba Kansas) hasta la megalomanía de Franco, que aplicó el sistema compostelano: poco cadáver (en el caso santiagués, ningún apóstol) pero un contenedor monumental, grandioso, catedralicio, faraónico, pasmo de visitantes y foto de recuerdo. En lugar de poder ver a un cadáver embalsamado, lo cubren con toneladas de piedra y el resultado es el mismo: una peregrinación laica y saludos al muerto. En cualquier viaje por los cementerios famosos siempre hay tumbas a las que acudir como si fueran a la romería de San Benitiño. No sé lo que pedirán los jóvenes ante la tumba de Jim Morrison en París (cuando pasé por allí había niñas compungidas que ni siquiera habían nacido cuando Morrison vivía, pero pasa lo mismo con San Blas y el resultado es parecido); de la estatua original no queda nada, sólo un colillero de canutos delante de un policía aburrido de estar allí. Un poco más arriba, en el mismo cementerio, la tumba de Oscar Wilde es otro punto de atracción para hacerse la foto y meter en las rendijas de la estatua de un león un poema. En el fondo de la cuestión está la necesidad de trascender, de dejar el mensaje, de estar presente en las decisiones futuras, de proseguir la obra que la muerte detiene. Los venezolanos creyentes irán a pedir al cadáver de Chávez que los guíe, como si llevaran un ex voto de cera a San Amaro para que les cure el mal. En el fondo no es mala idea, sólo un cambio de estrategia obligado por las circunstancias. Podríamos aplicar el mismo sistema a la situación crítica actual de esta España nuestra. En los momentos en que la democracia se corrompe por múltiples vías de agua, tendríamos que embalsamarla. Primero hay que vaciar todos los fluidos interiores por donde corre el dinero invisible, después inyectarle sustancias conservantes de moral y ética; eliminar las vísceras susceptibles de podredumbre, como los que sustentan los poderes para beneficio propio, y después aplicar un barniz protector. Dicen que los cadáveres embalsamados brillan en la oscuridad. Mejor, así podríamos distinguir un verdadero sistema democrático embalsamado. Y descansaríamos en paz.

Las películas de la vida


Diario de Pontevedra. 09/03/2013 - J.A. Xesteira
Como la cartelera de los cines de verdad (los pocos que quedan en pie y que, por lo visto, tienen el futuro más negro que el periodismo de papel) no da mucho de sí (en realidad se repiten entre películas oscarizadas y películas nominadas) rebusqué en las viejas películas en deuvedé (pirateadas o no) para ver que podía ver, pero como era uno de esos días en que uno no está para nada, acabé por dejarme estar, estupefacto, delante de la pantalla. Y ahí, ante un informativo cualquiera, atravesé por un trance que solo puedo achacar a una deformación visual originada por haber visto tanto cine a lo largo de mi vida. El informativo se convertía en una especie de trailers de viejo cine, de antiguos géneros, todo se parecía enormemente a los dejá vù que algún día vimos en la pantalla, en aquellos antiguos ritos de los que teníamos fe en la Metro Goldwyn Mayer y nuestro santo patrono era Sam Peckinpah. La realidad no es más que una versión de cosas vistas, un «remake» como gustan de decir los que no tienen más vocabulario que el que aprenden en los folletos de instrucciones. De Ken Loach a Einsenstein.- En el mes de febrero el paro superó los cinco millones de personas en España. Se dice pronto y no se piensa. Repetimos en cámara lenta y desde otro ángulo (sin música): el paro superó en el mes de febrero los cinco millones (5.000.000) de personas. Si fueran euros de una primitiva, era una pasta, como son obreros, es una desgracia. Los audaces reporteros del informativo no se mataron mucho para elaborar la noticia, se limitaron a ir a una oficina del paro (también conocidas como oficinas de colocación del Instituto Nacional de Empleo, no se sabe bien por qué) y preguntar a las víctimas del resultado estadístico. Esos segundos en los que hombres y mujeres decían con resignación que se les acababa la prestación y no sabían que hacer de su vida (¿que puede hacer de su vida un obrero de cincuenta y tantos años que lleva un par de ellos en paro y que no suene a demagogia?) tenían un aire de película de Ken Loach, seguramente porque todos los obreros despedidos del mundo usan la misma cazadora y comparten la misma resignación. A continuación, para completar la información, los dóciles informadores dieron paso a unos seres encorbatados que explicaron que, dentro de lo malo, la cifra es menor que en febrero del año pasado, lo cual quiere decir (según explicó el de la corbata) que la caída se contiene. Cualquiera con un mínimo sentido común y sin corbata, deduce que no es que se contenga y se frene, sino que cada año quedan menos personas a las que despedir, y por tanto no se pueden mandar a la cola del INEM a tantos obreros como quisieran muchos empresarios. Deducimos, eso sí, que los tipos de la corbata, o bien mienten a sabiendas, o, lo que es peor, no tienen ni idea de lo que se traen entre manos (existe la posibilidad de que ambas cosas se les acumulen de la corbata para arriba). Ahí, por un instante, se me ocurrió que a ese trailer de Ken Loach deberían añadir los periodistas informadores (caso de que tuvieran imaginación) un trailer al estilo Einsenstein, con planos en contrapicado y con otros obreros invadiendo las calles para mostrar algo más que la mansedumbre que permite a los seres con corbata decir lo que dicen y no saber que hacer con sus propias mentiras. Hombres biónicos.- El siguiente tráiler era de ciencia ficción. En una clínica privada operaron al rey público que rige en España. De una hernia discal, al parecer. La voz del narrador informativo explica que le colocaron unos tornillos (no explicó el material utilizado, pero siempre que a alguien le ponen una prótesis artificial me viene a la cabeza en material Japanium Z, que era el que usaba Mazinger). Juan Carlos lleva camino de ser el primer rey biónico de la historia; tienen dentro más tornillos que robocop y su paso por los detectores de metal debe sonar como una verbena. A la mañana siguiente fue a visitarlo su familia, y dijeron que se encontraba bien, que iba a comenzar a caminar. Asombroso; te operan en la columna y al día siguiente ya te paseas por el cuarto, cuando antes apenas andaba con la muleta de manera torpe y lenta. Pero era ésta una película de ciencia ficción. El presidente del Gobierno también lo visitó, y a la salida dijo que había despachado con el monarca y habían hablado de política internacional, de economía y de Europa. Más asombroso. A la mañana siguiente de una operación de envergadura, no sólo se pasea por la habitación sino que ya está tan despejado de la anestesia que es capaz de hablar de política internacional y del paro con Smith el Silencioso. Ciencia ficción, sólo explicable porque fue operado en la clínica La Milagrosa. Fumanchú, el Dr. No y el FMI.- Los organismos internacionales (lo que llamamos Bruselas, el FMI o la troika) son conceptos que cada vez se parecen más a los poderes ocultos de las viejas películas, a Espectra, Fumanchú o las docenas de malvados que pretendían ser los dueños del mundo. En el informativo de antes surge la noticia: la troika dice que España cumple, pero... Y esos puntos suspensivos son como la amenaza del malo que aterroriza a los gobiernos del mundo. Los puntos suspensivos se traducen en una subida del IVA, retrasar la jubilación (¿existe alguien que llegue a la jubilación normal en su puesto de trabajo?) y subida de los carburantes. Los señores de negro son como la amenaza fantasma. Y todo es como una cadena de cartas siniestra, que no se puede romper: Grecia no siguió la cadena y miren como están. Ya saben lo que va a pasar, subirán el IVA, subirá la gasolina y los parados tendrán derecho a la jubilación más tarde. No se extrañen, eso es el Capitalismo impuro y muy duro. ¿O que pensaban que era esta película? Creo que volverá Einsenstein.

Sin Internet


Diario de Pontevedra. 02/03/2013 - J.A. Xesteira
Les cuento. Estas pasadas semanas me vi envuelto en un proceso que muchos de ustedes habrán vivido. Me refiero al cambio de compañía suministradora de internet. No voy a dar nombres, porque en esto, como en muchos avatares de la vida, cada uno cuenta su feria, y lo que a unos le va bien a otros les va de pena. El caso que me ocupa comenzó con la absorción de la marca que me facilitaba el acceso a internet por otra empresa; en el cambio de titulares me encontré un día con que no podía entrar en la Red y llamé al teléfono gratuito donde me resolverían ese problema. Ahí me enteré, en días sucesivos de que la cosa no era tan fácil. Unos días me hablaban de la «portabilidad», otros, de «un error de comunicación interno», otros, que era un pequeño fallo «del volcado de datos». Durante más de un mes hablé con diferentes personas con distintos acentos del mismo español; presumo que al otro lado del teléfono hay un joven o una joven cuyo cometido es aguantar a los iracundos clientes que llevan un mes sin internet. Antes de hablar inspiro profundamente, pronuncio el «Ooooommm» de los lamas como un ejercicio de yoga y me hago el firme propósito de no enfadarme con la voz del otro lado. Después de marcar el uno si quiero una cosa o el dos si quiero otra (en realidad no sé cual es la cosa que me hace falta) aparece la voz de Antonio, Sara, Carlos, Elena o Carmen que me dicen en que pueden servirme; les explico el asunto y me dicen que no cuelgue, me colocan en la oreja un taladro en forma de musiquilla de tranganillo y pasa el tiempo, así voy de voz en voz y de departamento en departamento. El resultado final es que están trabajando en ello. Uno y otro día. A veces mi espíritu budista se pierde y surge el gremlin que todos llevamos dentro. Se me ocurrió ir anotando los días y el tiempo que estuve al teléfono intentando solucionar el problema. En vano. El resultado final fue que tuve que darme de baja. No les cuento nada que ustedes no sepan, bien en carne propia bien en carne del vecino. Ahora estoy en otro proceso, el de solicitar el servicio con otra compañía; de momento sólo estoy en el comienzo, ya les contaré como acaba la cosa. La consecuencia inmediata fue que me quedé como el coyote de Correcaminos cuando se salía de la montaña y se daba cuenta de que estaba en el aire. ¡Maldición, no tengo internet! Y todo se precipita. Para empezar, este artículo que ustedes (los quince o dieciséis lectores que me tocan) leen en el Diario, no podía enviarlo; tampoco podía consultar en Wikipedia mis grandes lagunas culturales, ni leer por la cara los periódicos habituales, ni recibir correos que nunca pedí de cosas que no quiero comprar. Quedé como tuerto. Y cabreado. Pero un mes da para muchas reflexiones, y poco a poco me fui adaptando a la nueva situación. Metía el texto en un «pincho» (también conocido como «pen drive») y lo llevaba a casa de un amigo o a cualquier ordenador que se pusiera a tiro (incluso llegué a enviarlo desde un ordenador de organismo oficial). El correo lo abría mi hijo y si había algo interesante, me avisaba. Y el resto no llegó a afectarme de manera grave. En un periódico que leí en una cafetería decía el director de cine Michael Hanecke que él no leía periódicos ni iba al cine ni salía mucho de casa. Al margen de la chulería que se le supone por ser un director de culto y andar de raro por la vida (aunque haya ganado un Oscar a la mejor película extranjera que no verá nadie) el hecho de no leer periódicos no es tan malo como parece. Al menos para la capacidad cultural del lector (para las empresas periodísticas es fatal, claro). Se puede vivir sin información, Hanecke lo hace, al parecer, y si un director de culto es capaz de montar una ópera de Mozart sin leer lo que dicen de él al día siguiente, ¿qué no seremos capaces los simples mortales, que ni dirigimos «Cossì fan tutte» ni nada parecido? Este mes de cuaresma comunicativa también me sirvió para escribir cosas y leer más cosas. Escribir es fácil. Me refiero a escribir con sentido literario, como para publicar. Se editaron el año pasado en España 60.000 títulos, que puestos en ejemplares a la venta son muchos (si los consideramos como pasta de papel, son un amazonas deforestado sólo para publicar). Si tenemos en cuenta que por cada libro publicado hay unos cuantos que no se publicarán deducimos que hay muchos miles de libros escritos, lo cual dice a las claras que escribirlos es fácil, cualquier puede hacerlo (y viendo lo que hay en las librerías, muchos de esos cualquieras también puede publicarlo). Pero a todo esto hay que añadir lo mucho que se escribe para que los textos circulen de ordenata a ordenata o de móvil a móvil. Lo que se llama ahora redes sociales es un enorme alcantarillado de textos, de frases y de mensajes comunicando vidas con vidas. Lo malo es que las palabras escritas las carga el diablo y a veces disparan para atrás. Los correos que un día Urdangarín enviaba a su socio y que el juez acaba de aceptar como auténticos pueden ahora ser su perdición. Las tonterías que se dicen en Twitter son inocuas (más o menos) cuando se cruzan entre alumnos de bachillerato, pero cuando las escribe el diputado Tony Cantó, la cosa cambia para mal. Incluso el Papa; no hay quien me quite de la cabeza de que dimitió por no tener que escribir chorradas peligrosas urbi et orbe en su Twitter recién inaugurado; sin embargo el cardenal Mahoney anunció por ese medio que irá al cónclave y que no dimitirá por una cuestión de faldas de monaguillos. Somos rehenes de nuestras palabras, y más si las ponemos en la red social. Por eso, no se está tan mal sin línea ni correo.